Geometría
Geometría
A LAS NUEVE del viernes, cuando vuelvo de dejar a los niños en el instituto, paso en coche por delante de la zapatería de mi amigo Fran, que en ese momento está abriendo. Le pito, se gira, se sorprende al verme y me saluda con una sonrisa inmediata y sincera, generosa y alegre —no todas lo son—, una sonrisa de las que no llevan cuentas, que no esconde nada: una sonrisa de buena persona.
En Radio Clásica están entrevistando a los guionistas de la película Loreak y, por el argumento, sale a colación Cecilia y su Ramito de violetas. Resulta que a ella no le gustaba demasiado, que prefería otras canciones suyas más comprometidas, como Un millón de sueños o Mi querida España; pero ninguna sigue escuchándose como esa. Lo que me hace pensar lo mismo de siempre: con la historia conmovedora de un matrimonio, con aquella triste historia de amor, Cecilia llegó a cualquiera, y sigue llegando todavía, porque habla de cualquiera, porque cuenta algo que sigue importando. En cambio, lo grave resultó ser circunstancial. Lo trascendente de esta mañana es esa sonrisa.
El sábado al mediodía estamos tomando una cerveza y entran los tres Rafas, tres generaciones, abuelo, padre e hijo, que salen juntos los fines de semana a tomar el aperitivo. Aunque hoy el hijo, que está en segundo de Bachillerato, lee a marchas forzadas la novela de Almudena Grandes que le han mandado en clase, El lector de Julio Verne, y solo levanta la cabeza de vez en cuando para reírse de algún comentario. El padre lleva debajo del brazo, precisamente, El hombre que ríe, de Victor Hugo, que a mí ni me sonaba y tiene entre sus personajes al que podría considerarse un precursor del Joker. Estamos en la cafetería Bonilla —la mejor caña de Ferrol—, y comentamos la locura coreana con las patatas fritas de la marca coruñesa a raíz de su aparición en la nominada Parásitos. Locura de una semana, como todas; compulsión fugaz, como todo. Pero, en cualquier caso, tiene su aquel oír al dueño, al fundador, recordar cómo empezó, friendo patatas toda la noche, hasta que por la mañana bajaban su mujer y su madre a envasar. Y míralos tú, ahora.
El domingo, a pesar de la mañana agradable y del mediodía con amigos, me resulta duro. Algo no está bien. A lo mejor soy yo. Hacía tiempo que no me entristecía así tener que irme. Por la tarde, cuando me despido de los niños, me cuesta aguantar la cara alegre mientras cierran la puerta, y las escaleras las bajo con un nudo en la garganta. Hacía tiempo. A lo mejor es enero. O a lo mejor es que ya me estoy cansando.
Vamos hacia la estación y anticipo el taburete de la barra, el suelo encharcado del baño, el trasbordo aún de noche y la gente durmiendo esa hora que les queda y luego corriendo por Chamartín para coger un cercanías o el metro. Llego al tren y esperamos hasta el último minuto, con esa sensación que no sé si es inquietud o pena. Y cuando se cierra la puerta, como cada final de semana, por la ventanilla veo a Marta de pie en el andén, sola, diciéndome adiós con la mano, siempre sonriéndome. Cada final de semana, haya pasado lo que haya pasado, mientras me voy, me sonríe. A veces, la geometría te la da otra persona.
En Radio Clásica están entrevistando a los guionistas de la película Loreak y, por el argumento, sale a colación Cecilia y su Ramito de violetas. Resulta que a ella no le gustaba demasiado, que prefería otras canciones suyas más comprometidas, como Un millón de sueños o Mi querida España; pero ninguna sigue escuchándose como esa. Lo que me hace pensar lo mismo de siempre: con la historia conmovedora de un matrimonio, con aquella triste historia de amor, Cecilia llegó a cualquiera, y sigue llegando todavía, porque habla de cualquiera, porque cuenta algo que sigue importando. En cambio, lo grave resultó ser circunstancial. Lo trascendente de esta mañana es esa sonrisa.
El sábado al mediodía estamos tomando una cerveza y entran los tres Rafas, tres generaciones, abuelo, padre e hijo, que salen juntos los fines de semana a tomar el aperitivo. Aunque hoy el hijo, que está en segundo de Bachillerato, lee a marchas forzadas la novela de Almudena Grandes que le han mandado en clase, El lector de Julio Verne, y solo levanta la cabeza de vez en cuando para reírse de algún comentario. El padre lleva debajo del brazo, precisamente, El hombre que ríe, de Victor Hugo, que a mí ni me sonaba y tiene entre sus personajes al que podría considerarse un precursor del Joker. Estamos en la cafetería Bonilla —la mejor caña de Ferrol—, y comentamos la locura coreana con las patatas fritas de la marca coruñesa a raíz de su aparición en la nominada Parásitos. Locura de una semana, como todas; compulsión fugaz, como todo. Pero, en cualquier caso, tiene su aquel oír al dueño, al fundador, recordar cómo empezó, friendo patatas toda la noche, hasta que por la mañana bajaban su mujer y su madre a envasar. Y míralos tú, ahora.
Muy despacio, porque requiere concentración y mente despejada, sigo leyendo La paradoja de la historia, de Nicola Chiaramonte, en la que habla de algo así como Filosofía de la Historia, basándose en cinco obras de ficción: La cartuja de Parma, de Stendhal, Guerra y paz, de Tolstoi, Los Thibault, de Martin du Gard, varias de Malraux y, por último, Doctor Zhivago, de Pasternak. Es denso y muy interesante. Y en uno de los capítulos comenta el artículo de Simone Weil La Ilíada o el poema de la fuerza, en el que la pensadora francesa, el "único gran espíritu de nuestro tiempo", según Camus, habla, entre otras cosas, de la noción griega de geometría referida a la actitud, del rigor geométrico entendido como límite, como mesura o equilibrio, pero del comportamiento. Un concepto que se extendió por todo el mundo helénico pero que hemos perdido; que no sabemos ni llamar. Y ahora, dice Weil, "No somos geómetras más que ante la materia; los griegos lo fueron primero en el aprendizaje de la virtud". De nuevo, la condena de la hybris. A ella, que participó en la Guerra Civil y fue miembro de la Resistencia, a la que le tocó presenciar y vivir atrocidades en una época en la que no faltaron, me pregunto qué le parecería, aun así, nuestra desmesura crónica, lo de las patatas fritas, el histrionismo permanente de estos momentos, donde la diferencia en estupidez histérica entre los buenos y los malos a veces se pierde, de fina.
El domingo, a pesar de la mañana agradable y del mediodía con amigos, me resulta duro. Algo no está bien. A lo mejor soy yo. Hacía tiempo que no me entristecía así tener que irme. Por la tarde, cuando me despido de los niños, me cuesta aguantar la cara alegre mientras cierran la puerta, y las escaleras las bajo con un nudo en la garganta. Hacía tiempo. A lo mejor es enero. O a lo mejor es que ya me estoy cansando.
Vamos hacia la estación y anticipo el taburete de la barra, el suelo encharcado del baño, el trasbordo aún de noche y la gente durmiendo esa hora que les queda y luego corriendo por Chamartín para coger un cercanías o el metro. Llego al tren y esperamos hasta el último minuto, con esa sensación que no sé si es inquietud o pena. Y cuando se cierra la puerta, como cada final de semana, por la ventanilla veo a Marta de pie en el andén, sola, diciéndome adiós con la mano, siempre sonriéndome. Cada final de semana, haya pasado lo que haya pasado, mientras me voy, me sonríe. A veces, la geometría te la da otra persona.
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