Las naranjas, ahora
Las naranjas, ahora
Yo estaba muy contento con mis naranjas, con mis dos naranjas al día. Una al desayuno y otra a media tarde. La naranja, cuando está rica, me encanta, es de mis frutas favoritas.
OPINAR también me gusta. Y que se opine. Y la crítica, cuando tiene trabajo detrás y busca la verdad y no el éxito. Incluso a mí, que siempre repito que de revolucionario no tengo nada, el de librepensador me parece un piropo muy bonito. Y no me cabe duda, además, de que, si en una sociedad no hay una masa crítica capaz de generar un estado de opinión alerta, es que no hay ciudadanos que asuman sus responsabilidades. Por eso la libertad de expresión es más que importante para la democracia: es imprescindible.
Pues resulta que anteayer, al comer la naranja de por la tarde, noté un sabor raro. Como a pescado, o a grasa. Y al día siguiente me pasó lo mismo, el mismo gusto raro, no muy fuerte, pero evidente. Pensé si serían unas cuantas que vendrían mal por algo, aunque me extrañaba, porque tenían una pinta genial.
Pero la libertad de expresión, como todas las libertades, no es únicamente la expresión de un derecho, sino también la de un deber. Esa es una de las características de las libertades, que las hace muy diferentes de los permisos graciosamente concedidos: que conllevan una responsabilidad. No te las dan como un regalo, para un capricho, sino que te dicen: «Ahí tienes: a ver qué haces con ella».
Y esa responsabilidad, en condiciones normales, creo que sobre todo tiene que ver con no desperdiciarla, con tratar con el respeto que se merece algo que ha costado tanto —vidas incluidas— conseguir. Por eso, lo mínimo que deberíamos hacer sería esforzarnos por darle un buen uso: tratar de no hablar sin saber, tratar de tener algo que decir. Preocuparnos, formarnos, interesarnos, aprender, atender, escuchar, pensar, etc.: intentar que lo que digamos valga la pena.
Pero, además, hay situaciones extraordinarias en las que esa responsabilidad que nos exigen nuestras libertades se demuestra de otra forma. Hay situaciones extraordinarias en las que ser buen ciudadano consiste en otra cosa ligeramente distinta. Sobre todo, consiste en no molestar. En ser más prudente, en medirse más. Y en no hacer ruido, para que se pueda oír lo importante. Y no aprovechar la tensión para colar nuestro mensaje interesado y apuntarnos pequeñas y mezquinas victorias. Ni para impresionar con nuestra capacidad para analizar al margen del mainstream. Hay situaciones en las que nuestra sagacidad para diseccionar el discurso dominante y nuestra vista de lince para detectar en él incoherencias y debilidades tal vez no hagan tanta falta y puedan esperar, aunque por una vez no nos luzcamos. En las que quizá, en lugar de señalar los fallos que seguro vamos a ver, haríamos mejor en subrayar los aciertos. En las que, por un tiempo, nuestro deber sea callarnos un poco y hacer lo que nos dicen.
No me gustaría renunciar para siempre a las naranjas, y espero no tener que hacerlo. Espero que, cuando todo esto pase, me vuelvan a saber bien y pueda comerlas. Pero ahora mismo no es el momento.
Pues resulta que anteayer, al comer la naranja de por la tarde, noté un sabor raro. Como a pescado, o a grasa. Y al día siguiente me pasó lo mismo, el mismo gusto raro, no muy fuerte, pero evidente. Pensé si serían unas cuantas que vendrían mal por algo, aunque me extrañaba, porque tenían una pinta genial.
Pero la libertad de expresión, como todas las libertades, no es únicamente la expresión de un derecho, sino también la de un deber. Esa es una de las características de las libertades, que las hace muy diferentes de los permisos graciosamente concedidos: que conllevan una responsabilidad. No te las dan como un regalo, para un capricho, sino que te dicen: «Ahí tienes: a ver qué haces con ella».
Y esa responsabilidad, en condiciones normales, creo que sobre todo tiene que ver con no desperdiciarla, con tratar con el respeto que se merece algo que ha costado tanto —vidas incluidas— conseguir. Por eso, lo mínimo que deberíamos hacer sería esforzarnos por darle un buen uso: tratar de no hablar sin saber, tratar de tener algo que decir. Preocuparnos, formarnos, interesarnos, aprender, atender, escuchar, pensar, etc.: intentar que lo que digamos valga la pena.
Hoy es sábado, pero me he despertado a las siete y pico. Desde hace una semana duermo solo. Me pongo a leer. Ayer por la noche acabé El amor te hará inmortal, de Ramón Gener, el presentador de This is opera, y me encantó. Hoy empiezo Masa y poder, de Elías Canetti, y me derrota en el primer asalto: no me interesa lo suficiente para hacer ese esfuerzo. Y me duermo otra vez. Cuando me levanto, un par de horas más tarde, voy a desayunar. Estos días apenas tengo hambre, pero empiezo con una naranja. La pelo del todo, la abro sin cortarla y me meto el primer gajo en la boca. Me sabe fatal. El segundo, igual. Huelo los demás y me huelen a lo de ayer, a algo grasiento, animal, y la tengo que dejar. Marta me dice que huele normal. Se la come y dice que no le pasa nada en absoluto. Soy yo.
Pero, además, hay situaciones extraordinarias en las que esa responsabilidad que nos exigen nuestras libertades se demuestra de otra forma. Hay situaciones extraordinarias en las que ser buen ciudadano consiste en otra cosa ligeramente distinta. Sobre todo, consiste en no molestar. En ser más prudente, en medirse más. Y en no hacer ruido, para que se pueda oír lo importante. Y no aprovechar la tensión para colar nuestro mensaje interesado y apuntarnos pequeñas y mezquinas victorias. Ni para impresionar con nuestra capacidad para analizar al margen del mainstream. Hay situaciones en las que nuestra sagacidad para diseccionar el discurso dominante y nuestra vista de lince para detectar en él incoherencias y debilidades tal vez no hagan tanta falta y puedan esperar, aunque por una vez no nos luzcamos. En las que quizá, en lugar de señalar los fallos que seguro vamos a ver, haríamos mejor en subrayar los aciertos. En las que, por un tiempo, nuestro deber sea callarnos un poco y hacer lo que nos dicen.
Resulta que esta alteración del gusto, o disgeusia, puede ser un síntoma que aparece al final de la infección por coronavirus. Así que por ahora voy a tener que pasar sin mis naranjas. Con lo que me consolaban estos días. Me asomo a la ventana: es la chica de ayer. La que saca el perro y lleva mascarilla. Y una vecina que vuelve de la compra. Poco más. Dos chicos se acercan por la calle y uno de ellos baja de la acera para no acercarse. A las ocho salimos media docena de familias a las ventanas a aplaudir. Al principio éramos solo dos. Alguien toca un silbato y Marta, la pandereta. Está claro que sobre todo nos estamos aplaudiendo a nosotros mismos, nos estamos diciendo que estamos aquí, nos estamos acompañando. Y aunque nos parezca un poquito infantil, aunque el intelectual que llevamos dentro sonría de medio lado, le decimos que cierre la boca. Y decidimos no dejarnos llevar por el cinismo, por ese cinismo tan cool de los que siempre están de vuelta de todo. Porque no es el momento.
No me gustaría renunciar para siempre a las naranjas, y espero no tener que hacerlo. Espero que, cuando todo esto pase, me vuelvan a saber bien y pueda comerlas. Pero ahora mismo no es el momento.
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