[El otro día se me ocurrió esto, y como el tema del taller (relato en primera, segunda y tercera personas) no me decía nada, decidí escribirlo. Es una chorrada, pero al menos esta vez no se me puede acusar de pretencioso.]
Manuel y Sara llevaban diez años de pareja, los cuatro primeros como novios y, desde hacía seis, casados. Durante casi todo ese tiempo su vida sexual había sido, si no espectacular, sí bastante satisfactoria; tal vez un poco falta de imaginación, y desde luego sujeta a la evolución propia de la convivencia, pero buena en términos generales.
Hasta hacía unos dos años. En aquel momento, por alguna razón desconocida, Manuel había comenzado a rendir mucho menos en la cama. No era que no quisiese, o al menos eso decía él; era que no podía. Literalmente: cada vez le costaba más conseguir una erección. Él le aseguraba a Sara que seguía considerándola atractiva, y que desde luego sus sentimientos por ella no habían cambiado, pero que por algo, no sabía qué, aquello no iba. Y cuando iba, además no duraba nada, era visto y no visto.
Ella lo tranquilizó, se mostró comprensiva e hizo todo lo posible por que ambos encarasen el problema como adultos, con madurez. Lo hablaron mucho, buscaron información al respecto y acabaron yendo a ver a un terapeuta. Todo aquello obedecía a alguna causa psicológica, ni que decir tenía. Pero fue inútil; las sesiones no dieron resultado y el rendimiento de Manuel fue en picado, a la par que su autoestima. Se pasaba el día cabizbajo; y las noches, también. Lo que primero fue una impotencia parcial y ocasional acabó siendo total y constante. Y a pesar de su buena disposición y su paciencia, era innegable que a Sara aquello estaba empezando a hacérsele muy cuesta arriba.
Hasta que un día, desesperado, viendo que todo amenazaba con venirse abajo, Manuel se atrevió a hacer caso de un anuncio exótico y nada fiable de una de las revistas que, por si pudieran servir de acicate, desde hacía un tiempo compraban. Llamó para preguntar y, tras unos días de dudas, se decidió a concertar una primera cita. Cita a la que siguieron muchas otras, pues contra todo pronóstico aquel tratamiento comenzó desde el primer momento a dar resultados, apenas apreciables al principio pero evidentes desde la tercera o cuarta semanas. A los dos meses de empezar, Manuel estaba totalmente curado.
¿Curado? ¡Curado es poco! ¡Manuel estaba irreconocible! Hecho un toro, así estaba. Porque aquello no le había hecho recuperarse, no, sino que lo había convertido en otro hombre, en un portento, en un prodigio de la naturaleza, en el amante perfecto, siempre dispuesto e inagotable.
***
- Manuel, mira, yo no sé qué te pasa, pero yo no puedo seguir así, ¿no te das cuenta? Pero mírate, por favor, ahí tirado, todo el día igual. Que ya ni me hablas apenas, que ni sales, ni nada, y no sé por qué. Que te han despedido y todo, y a ti parece no importarte, no reaccionas, no haces nada. ¿Pero qué te pasa? Parece mentira, con lo bien que nos iba todo. Después de aquello, de tu problema, con lo bien que te quedaste… Pero esto, esto es peor. No sé por qué empezaste a cambiar así, pero prefería aquello, Manuel; sin sexo se puede vivir, pero así no, con alguien que no tiene interés en nada, ni en los demás, que con todos has dejado de hablar, ni en mí, claro. ¡Pero qué te pasa! ¿Es que no me quieres? Dímelo, Manuel, dímelo porque yo esto no lo puedo aguantar. Y me da igual que en la cama sigas cumpliendo. Cumplir así, como un muerto, sin mirarme, sin decir nada, tú a lo tuyo, como un robot. Es que eso no es sexo ni es nada, Manuel. ¿A mí eso de qué me vale? ¿Tú te crees que me gusta verte con los ojos fijos en la pared, como concentrado en tus cosas, o quedarte tumbado después, completamente ausente? Y el resto del tiempo, el resto del tiempo, Manuel, ¿qué haces?, ¡qué vida es esta, tumbado todo el día! Y esa mirada vacía, distante. ¿Te estás drogando, cariño? ¿No me lo quieres decir? He pensado de todo. Ya sé que no duermes por las noches. ¿Te crees que no me doy cuenta? Tienes que decirme algo, Manuel, ¡tienes que decirme qué te pasa, porque yo no puedo seguir así! ¡Manuel!
***
Sr. Juez:
He tardado mucho en decidirme a dar este paso, pero ya no tengo ninguna duda: no puedo continuar así, no aguanto más, y si nada lo remedia en cuanto termine esta carta pondré fin a mi vida. Una vida que ya ni es vida ni es nada.
Y todo por culpa del sexo.
Aunque supone para mí un enorme esfuerzo escribir, las extrañas circunstancias que rodearán mi suicidio me obligan a intentar explicarme lo mejor posible; entre otras cosas, para asegurarme de que mi exmujer, Sara, queda liberada de toda responsabilidad. Pues solo a mí, a mi imprudencia y mi insensatez, cabe culpar de la situación en la que hoy me veo.
Todo empezó cuando, a raíz de mi prolongada y aún hoy inexplicada impotencia de hace un par de años, me decidí a acudir a una especie de pseudo-médico, de curandero que prometió solucionar mi problema, y de hecho lo hizo, aunque a la postre el remedio resultase peor, con mucho, que la enfermedad. El tal doctor Schwarzkopf me introdujo en las prácticas de ciertas tribus centroafricanas que, al parecer, logran controlar ciertos músculos de la base del pene para conseguir erecciones a voluntad. Aseguraba haber estudiado bien su método y su base fisiológica, y según él no entrañaban riesgo alguno y el éxito estaba garantizado.
Según el doctor, el músculo isquiocavernoso, causante de abrir el paso a la sangre que llena los cuerpos cavernosos del pene (discúlpeme si le estoy contando cosas que ya sabe, pero prefiero no dejar cabos sueltos en mi explicación), así como de cerrárselo en su camino de vuelta, como músculo estriado que es, debería ser de contracción voluntaria. Y sin embargo, lo cierto es que la vida moderna nos lo ha ido atrofiando y hace milenios dejamos de tener ese dominio sobre él. No es así, en cambio, en el seno de algunas tribus africanas, capaces de contraerlo cuando desean, y por tanto de conseguir erecciones con solo proponérselo; lo cual los convierte, como usted comprenderá (perdone usted), en unos amantes reputados.
Con el doctor Schwarzkopf el tratamiento consistía en el desarrollo de una serie de técnicas de concentración que, poco a poco, iban permitiendo al paciente recuperar ese control sobre el músculo en cuestión, y, por consiguiente, alcanzar la erección a voluntad. Y lo más sorprendente es que funcionaba. Imagínese usted, señor Juez: no hablábamos ya de solucionar un problema de impotencia, sino de convertirse de la noche a la mañana en el amante perfecto. Como de hecho fue: enseguida comenzaron a apreciarse los progresos, y pasé de sufrir un desmoralizador problema de disfunción eréctil a erigirme (con perdón) en un supermán del sexo.
¿Cuál fue el problema? Mi ambición, mi insaciabilidad, que fueron mi perdición.
No me bastaba con ser un buen amante; ni siquiera con ser un amante magnífico. Quería más. Quería ser adorado por mi mujer, ser la envidia de todas sus amigas (y solo la envida: siempre le fui fiel), ser famoso, capaz de todo, el amante ideal, un virtuoso del sexo... Y continué con el método. Desoyendo los consejos del doctor, y a pesar de que era evidente que mi problema estaba superado y dejado muy atrás, seguí practicando con tesón, perfeccionando mi técnica durante meses, llevándola a lo más alto (disculpe usted de nuevo). Quería más, quería dominarlo por completo; no me bastaba con hacerlo bien, quería hacerlo perfecto, y además con adornos: subir y bajar, crecer y parar, seguir, amagar y culminar, etc. En fin, usted ya me entiende. Y para lograrlo, sometí a mi cuerpo, a mis músculos, hasta extremos inimaginables. Mi control sobre ellos, mi dominio de sus movimientos, era absoluto.
Pero estaba jugando con fuego, y no me di cuenta.
Todo empezó por unos pequeños mareos, hará cosa de un año y poco, cierta debilidad ocasional que yo achaqué al cansancio, al esfuerzo físico (dese cuenta de que nuestras jornadas sexuales se prolongaban horas y horas, a veces durante toda la noche). Pero enseguida fueron a más: molestias en el pecho, sensación de ahogo, digestiones difíciles, etc., a las que se le juntó una torpeza de movimientos cada vez más evidente. Era como si tuviese que estar pendiente de mis brazos y mis piernas cada vez que los iba a mover, y concentrarme en que hiciesen lo que quería. Algo extrañísimo, que pronto fue muy preocupante.
Lo que me estaba sucediendo (ahora lo sé) era que, en mi obsesión por controlar mi musculatura pélvica, por hacerla responder a mi voluntad, por inhibir sus automatismos, me había extralimitado hasta tal punto que había terminado por lograr el dominio sobre todos los músculos de mi cuerpo. Todos: estriados y no estriados. Que toda mi musculatura lisa, la musculatura de contracción refleja, involuntaria, estaba dejando de comportarse como tal, y ya no respondía más que si yo así lo decidía de manera consciente. Y eso no era todo, sino que ciertas funciones automatizadas, todas esas del parasimpático, estaban dejando de serlo también.
¿Le parece algo poco importante? ¿Le parece que, bien mirado, podría incluso tener su lado bueno? Oh, no, le aseguro que no es así. Le aseguro que el cuerpo es sabio, y que cuando decide que ciertas funciones deben trabajar con independencia tiene una buena razón para ello. Porque lo contrario es, señor Juez, sencillamente inviable. Imagínese teniendo que estar pendiente de todo aquello que para cualquier humano marcha solo, imagínese teniendo que detenerse a pensar cómo mover las piernas al caminar, cómo llevar el tenedor a la boca o mover el cepillo de dientes de arriba abajo; imagínese aprendiendo a hacer las contracciones del esófago para que el bolo alimenticio llegue al estómago, y, una vez allí, trate usted de menear el estómago; por no hablar de los movimientos intestinales, metros y metros de movimientos intestinales. Pero eso, aun siendo engorroso a más no poder, no es nada comparado con respirar. ¿Ha pensado usted la cantidad de veces que toman y expulsan aire nuestros pulmones? ¿Y que nunca paran? ¡¿Y el corazón, señor Juez?! Usted no puede hacerse una idea de lo que supone estar pendiente de los latidos de un corazón, de mantenerlo en funcionamiento, de adecuar su ritmo a cada situación, de no perderlo de vista ni un segundo.
Ha sido horrible. He pasado por un infierno que con el tiempo no ha hecho más que empeorar: sin apenas comer, porque me confundía y me hacía perder el hilo de otras cosas; limitando mis movimientos, cada vez más difíciles; sin dormir (¿cómo dormir y seguir respirando?, ¿cómo dormir y seguir controlando el corazón?), sin posibilidad de hablar ni relacionarme. ¡Llevo semanas escribiéndole esta nota, pues las dificultades de redactar y de pensar en su contenido, a la vez que atiendo a mis funciones vitales básicas, son indecibles!
Por descontado, mi vida en sociedad, y por supuesto cualquier relación personal, eran del todo inviables. Pobre Sara, con lo que buena que fue siempre, con lo que nos quisimos; que tuviese que irse así, sin una explicación, sin una palabra de despedida…
Y ahora he decidido poner punto final a este calvario. Estoy convencido de que verá usted motivos sobrados para ello. Y más si le digo que mi sufrimiento, mis padecimientos, van a más. Aunque yo hice el bachillerato por Biología, me faltan conocimientos para explicar lo que me está pasando desde hace unos días; pero mucho me temo que mi transformación sigue avanzando, y ha descendido a nivel celular. Tal vez sea todo una tontería, pero cada vez siento cosas más raras, alteraciones extrañísimas; y por mucho que palpite, por mucho que respire y trate de alimentarme, no mejoro. Mi salud empeora a pasos agigantados. Supongo que algún órgano intracelular, las mitocondrias, o qué sé yo, está atrofiándose y esperando a que yo le dé instrucciones exactas de qué hacer, y ha dejado de hacer su trabajo. Y como comprenderá….
Ya veo cercano el desenlace fatal. Realmente, no me suicido; tan solo evito prolongar mi fin, que sería en cualquier caso cuestión de días.
Verosímil o no, mi historia queda contada. Solo me resta parar mi corazón y que mi cuerpo, en venganza por mis ultrajes, por mis caprichos, deje de funcionar del todo. Pensaba no respirar, pero lo cierto es que siempre me ha angustiado mucho esa sensación de asfixia. Sin embargo, creo que lo del corazón, hacer que deje de bombear, será poco más o menos como desangrarse, una muerte tranquila.
Lo tengo fácil, no necesito más que despistarme por un momento, distraerme pensando en otra cosa y