Llego a casa unos minutos después de las doce de la noche. Es domingo. Ha sido un buen día; un día sin ningún problema y pasado junto a alguien a quien quiero, que me quiere y con quien quiero estar.
Y sin embargo, una vez más (y como casi siempre, en domingo; y como casi siempre, cuando no estoy con los niños), acabo triste, el día ha ido terminando y me ha dejado esta sensación de vacío.
Al encender el ordenador leo una entrada de Jesús que me dice lo que ya sé. Solo que él parece llevarlo a la práctica, y yo no. Yo, demasiado a menudo me quedo en la teoría.
Y no sé por qué. A veces pienso que es cuestión de química, que en mi interior hay alguna reacción que no siempre sale bien, alguna hormona un poco desequilibrada, alguna enzima de menos, o de más, y el resultado es que, simplemente, tengo esa tendencia: a la melancolía, cuando no al desánimo. Otras, me digo a mí mismo que no, que esa forma de ser, como todas, puede ser fuerte, puede estar muy arraigada, pero que es resultado de mi historia, y que por tanto se puede cambiar, se puede trabajar y tratar de mejorar. Aunque no sé cómo.
Pienso en lo que siento, a ver si entiendo algo, y descubro sobre todo miedo. Precisamente me decía el otro día un compañero de trabajo, en una conversación que me sorprendió, que creía que la felicidad era básicamente vivir sin miedo. Algo que yo no hago, no cabe duda. Me miro, como digo, y veo temor; concretamente a la muerte. A la de quienes quiero y, también por perderlos a ellos, a la mía. Es mi decorado de fondo; a veces no se aprecia, parece no estar, y en cambio otras su presencia es evidente. Pero nunca desaparece del todo, y siempre me condiciona: mi percepción del tiempo, mi idea de la vida.
Sobre todo desde que tengo hijos. El miedo es mayor y más consciente.
Aunque no sé si hablar de miedo es del todo exacto. Se trata más bien de angustia. La angustia que me produce la certeza de que la vida es algo que acaba mal, porque nos morimos todos.
Por supuesto, soy consciente del daño que me hago y le hago a los demás. A mí, porque eso que tanto valoro, eso que parece escurrírseme entre los dedos, que es el tiempo, no lo aprovecho, yo mismo me lo impido. A ellos (que principalmente son los niños, pero no solo ellos), porque mi pesadumbre me lleva al exceso de preocupación, a la dificultad para la normalidad, a poner demasiadas expectativas (y por tanto, presión) en el tiempo que compartimos. Y a mi pareja, porque me da la sensación de que me convierto en un lastre con el que tiene que cargar; y además temo (un miedo más) que se canse.
Pero qué hacer. No lo sé. Me da la sensación de que solo cuando estoy con Paula y Carlos contengo toda esa inquietud. Pero al mismo tiempo sé que no es una solución real. Sé que nuestro tiempo juntos tiene un límite cierto, un final, y que incluso antes de que ese final natural llegue dejaremos de compartirlo como ahora; y sé que las cosas deben ser así, y que en parte es su vida la que lo exige. Pero la sensación es que el tiempo se me acaba, que se agota. De ahí esta intranquilidad.
A veces pienso que ellos, lo que son, es un seguro, una barrera que me impide penetrar en ciertos terrenos. Que su presencia tiene tanta fuerza, es una influencia tan positiva que mantiene todo lo demás a raya; y que cuando no están entran otras cosas. Y eso, que tiene una parte lógica y comprensible, creo yo, se parece peligrosamente a la dependencia. Yo tengo claro que no puedo vivir para ellos ni por ellos; para empezar, por su propio bien; pero a menudo siento esa vulnerabilidad.
No tengo preocupaciones serias ni problemas graves. Es cierto que durante estos años, desde la separación, ha habido momentos muy dolorosos y muy difíciles, y que el miedo marcó mi día a día, pero ahora la verdad es que todo está muy bien, y yo me siento tranquilo y contento. Además, he tenido la suerte de conocer a una persona maravillosa. Es, lo mío, algo así como una insatisfacción crónica que parece no encontrar consuelo en ninguna parte. Una insatisfacción con una base en parte real (llamémosle la parte profesional, o la social, o incluso la intelectual, siempre y cuando entendamos bastante mal todos esos conceptos, como es mi caso), pero que se traduce solo en lamentos. En ocasiones, creo que lo que me sucede es que me faltan ilusiones. Algo hacia donde ir. En estos casos, el resultado es lo que me parecen huidas hacia adelante (el doctorado a veces me tiene toda la pinta), en pos sabe Dios de qué .
Como si no supiera que el problema está en mí y no en mis actos...
La hipótesis de la razón fisiológica cobra fuerza cuando pienso en mis padres, y en mi familia en general, en su forma de ver la vida y en cuánto habré heredado de ellos. Pero no solo por eso: siempre, de repente, en un segundo, por un detalle insignificante, o sin que parezca haber motivo alguno, en mi cabeza hay un clic y todo cambia. Lo que era gris y causa de desánimo se llena de luz y me muestra mil razones para estar alegre. Con un clic. Como si algo se ajustase. O se desajustase, quién sabe; tal vez es un desajuste, una cierta sedación, lo que precisamos. Y salgo de ese estado de abatimiento, y ya estoy contento.
¿Por qué? ¿Por qué en esos momentos veo lo mismo tan distinto? Porque de eso se trata, de percepción, de manera de mirar, o de ver.
Yo lo que quiero son unas gafas para ver bien.