[Dedicado a M.J. e I., inestimable soporte moral de mis mañanas laborales]
Esto todavía está a caballo entre la exposición de una filosofía de vida y una declaración de intenciones. ¿Pero no es cierto que pocas cosas nos definen tanto como las intenciones?
Usted puede pensar mal en determinadas circunstancias, ser cauto y prudente. Pero el dicho de pensar mal y acertar habla de un planteamiento general, aconseja una actitud. Y es seguir ese consejo lo que me parece un grave error.
Pensar mal, desconfiar, esperar el engaño, no puede más que perjudicar a quien lo hace. Da igual la casuística, da igual si en la práctica uno acierta o no: siempre se equivoca.
Ese error se paga antes ya de saber el resultado, se paga siempre, día a día, cada vez que uno se cierra, que levanta una barrera delante de él, que se marca un nuevo límite. Se paga cada vez que uno se repliega, molesto, incluso aunque al final resulte tener motivos.
El beneficio puntual de prever la amenaza y acertar no compensa el perjuicio de vivir sospechando, en temor; no compensa lo mucho que la desconfianza nos empequeñece.
¿Ustedes quieren enseñarles a sus hijos a pensar mal, a andarse con ojo, a ser zorros viejos?
Yo no.
Yo lo que quiero es que tengan ganas de vivir y vayan construyendo una vida rica, y creo que pensando mal la estarían empobreciendo. Lo que quiero es que, de partida, tengan un horizonte mental ilimitado, que se atrevan a mirar hacia todos lados, que no tengan más techos que los que de verdad encuentren después de haberlo intentado. Y eso no es posible si uno tiene miedo; y ese curarse en salud no es, en mi opinión, más que otra manifestación (de las muchas que padecemos) del miedo. Quiero que tengan la tranquilidad necesaria para poder disfrutar, y no está más tranquilo el que más se protege; todo lo contrario. Les deseo que tengan la suficiente seguridad en sí mismos como para no necesitar ponerse vendas antes de herirse, como para que no les haga falta defenderse, de entrada, de todos.
Lo quiero para mí, que aún tengo mucho que crecer y que aprender, y lo quiero para ellos: disfrutar del camino que vamos a seguir, y decidir, dentro de las propias posibilidades, mi paso y la cara con la que voy a dirigirme a los demás; decidir el tono de mi vida. No quiero que los peores, los obtusos, los mezquinos, que los hay, me marquen el ritmo. El ritmo lo marco yo, y quiero que sea alegre y generoso (para empezar, conmigo mismo, y luego con los demás). Y me gustaría mucho que ellos, mis hijos, por su bien, tuviesen la grandeza de espíritu de esperar sonriendo y aceptar todo lo que se vayan a encontrar, bueno y malo, y lo hiciesen con valentía, convencidos de que sólo uno mismo se rebaja. Y me gustaría que de todo, aun de las decepciones, fuesen capaces de extraer vida. Y para extraerle vida a la vida hay que tener muchas ganas.