Semana Santa
Ayer, mi hija (que, por cierto, en unos días cumple ya 5 años):
- ¿Sabes qué? Los capuchones no existen, son personas disfrazadas.
- ¿Y a usted, si le concediesen todo cuanto deseara, qué le gustaría hacer en sus vacaciones? - ¿A mí? Estar sentado en una silla.
Ayer, mi hija (que, por cierto, en unos días cumple ya 5 años):
- ¿Sabes qué? Los capuchones no existen, son personas disfrazadas.
Escrito por Portarosa , 8:16 11 comentarios
- Hijos
A mi lado había un carrito de supermercado vacío con una bolsa de plástico aplastada en el fondo y las ruedas mirando cada una en una dirección. Por el suelo, papeles y restos de comida. Enfrente tenía a los fumadores en su pecera. De vez en cuando entraba alguna de las chicas del restaurante, cabizbaja y despeinada, fumaba un cigarro sin hablar y se volvía a trabajar arrastrando los zuecos, con cara de zombi y los talones de los calcetines gastados, medio transparentes. En una mesa comía una pareja joven, él hablaba a trompicones con gesto agresivo y miraba alrededor, receloso, y ella asentía con cara de docilidad. Al fondo, en una esquina, un grupo de compañeros de trabajo charlaba; el peso de la conversación lo llevaba un chico delgado que gesticulaba mucho con un bolígrafo en la mano y que, pensé yo, debía de sentirse un ejecutivo agresivo, pero que con su traje azul grisáceo, su camisa morada, su nariz grande y su melena engominada recogida en una coleta que le llegaba a la mitad de la espalda lo único que parecía era un ejecutivo de película porno.
Ni siquiera acerté a coger el aceite y el vinagre para la ensalada, y me la tuve que comer sola.
Escrito por Portarosa , 9:35 16 comentarios
Aún me falta bastante para terminarlo, pero me está gustando tanto que me sabe mal esperar más para arrojar algo de luz sobre sus oscuros panoramas literarios y hablarles de este libro, Trampa 22, de Joseph Heller.
-Pierdes el tiempo -se vio obligado a decirle el doctor Danika.
- ¿No puedes dar de baja a alguien que esté loco?
- Sí, claro. Tengo que hacerlo. Hay una norma según la cual tengo que dar de baja a todos los que estén locos.
- Entonces, ¿por qué no me das de baja a mí? Estoy loco (...) pregúntaselo a cualquiera de los demás. Te dirá hasta qué punto estoy loco.
- Ellos sí que están locos.
- Entonces, ¿por qué no les das de baja?
- ¿Por qué no me lo piden?
- Porque están locos.
- Claro que lo están -convino el doctor Danika-. Acabo de decírtelo, ¿no?, y un loco no puede decidir si tú lo estás o no, ¿no te parece?
Yossarian lo miró con calma y atacó por otro lado.
- ¿Y Orr? ¿Está loco?
- Claro que sí -respondió el doctor Danika.
- ¿Puedes darle la baja?
- Claro. Pero primero tiene que pedírmelo. Así son las normas.
- ¿Y por qué no te lo pide?
- Porque está loco -respondió el doctor Danika-. (...) Claro que puedo darle de baja, pero primero tiene que pedírmelo.
- ¿Eso es lo único que tiene que hacer para que le den la baja?
- Sí. Pedírmelo.
- ¿Y después podrás darle de baja? -preguntó Yossarian.
- No.
- O sea, es una trampa.
- Claro que es una trampa -corroboró el doctor Danika-. La trampa 22. Cualquiera que quiera abandonar el servicio no está realmente loco.
(...) seguía disfrutando de buena salud cuando acabó el período de cuarentena, y volvieron a decirle que tenía que marcharse y meterse de lleno en la guerra. Yossarian se incorporó en la cama al oír la noticia y gritó:
- ¡Veo doble!
En la sala volvío a armarse la de Dios es Cristo. Aparecieron especialistas por todas partes (...) El jefe de aquel grupo de médicos era un caballero tan majestuoso como solícito, que le puso un dedo delante a Yossarian y le preguntó:
- ¿Cuántos dedos ve?
- Dos -contestó Yossarian.
- ¿Y ahora? -preguntó el médico, sin levantar ningún dedo.
- Dos -contestó Yossarian.
El rostro del médico se distendió con una sonrisa.
- ¡Cielo santo, tiene razón! -exclamó jubiloso-. ¡Lo ve todo doble!
Llevaron a Yossarian en una camilla a la habitación que ocupaba el soldado que veía doble y pusieron en cuarentena al resto de la sala durante otros catorce días.
- ¡Lo veo todo doble! -gritó el soldado que veía doble cuando entró Yossarian.
- ¡Lo veo todo doble! -le gritó Yossarian con igual fuerza y un guiño de complicidad.
- ¡Las paredes, las paredes! -chilló el otro soldado-. ¡Retirad las paredes!
Uno de los médicos hizo como si moviera las paredes.
- ¿Está bien así?
El soldado que veía doble asintió débilmente y se desplomó otra vez en la cama. Yossarian también asintió débilmente y contempló a su sagaz compañero de habitación con humildad y admiración. Sabía que se hallaba ante un maestro. Saltaba a la vista que se trataba de una persona digna de ser estudiada y emulada. Por la noche, su compañero de habitación murió, y Yossarian decidió que no debía seguir su ejemplo hasta tan lejos.
- ¡Lo veo todo una vez! -se apresuró a gritar.
Otro grupo de especialistas acudió en tropel hasta su cama provisto de diversos instrumentos para comprobar si decía la verdad.
- ¿Cuántos dedos ve? -preguntó el jefe, levantando un dedo.
- Uno.
El médico levantó dos dedos.
- ¿Cuántos dedos ve?
- Uno.
El médico levantó diez dedos.
- ¿Y ahora?
- Uno.
El médico se volvió hacia los otros, asombrado.
- ¡Lo ve todo una vez! -exclamó-. Lo hemos curado.
- Y justo a tiempo -añadió el médico (...)-. Han venido a verlo unos familiares. No, no se preocupe -dijo riendo-. No son familiares suyos. Son la madre, el padre y el hermano de ese chico que ha muerto. Han venido desde Nueva York a ver un soldado moribundo, y usted es el que tenemos más a mano.
(...)
Los tres avanzaron con timidez, muy juntos, formando un grupo fúnebre y sigiloso, casi al mismo tiempo, hasta que llegaron junto a la cama y se quedaron contemplando a Yossarian (...) Cuando ya no lo pudo soportar, Yossarian se aclaró la garganta, y el viejo se decidió a hablar.
- Tiene un aspecto horrible -dijo.
- Está enfermo, papá.
- Giuseppe -dijo la madre, que se había sentado en una silla con las venosas manos en el regazo.
- Me llamo Yossarian -replicó Yossarian.
- Se llama Yossarian, mamá. Yossarian, ¿no me reconoces? Soy tu hermano John. ¿No sabes quién soy?
- Claro que sí. Mi hermano John.
- ¡Me ha reconocido! Papá, sabe quién soy. Yossarian, papá está aquí. Dile hola.
- Hola, papá -dijo Yossarian.
- Hola, Giuseppe.
- Se llama Yossarian, papá.
- No me acostumbro a verlo así -dijo el padre.
- Está muy enfermo, papá. El médico dice que va a morirse.
- No sé si creérmelo -replicó el padre-. Ya sabes cómo es esa gente.
- Giuseppe -repitió la madre, en un tono dulce y desgarrado de angustia contenida.
- Se llama Yossarian, mamá. Ya no se acuerda de las cosas. ¿Cómo te tratan aquí, chaval? ¿Te tratan bien?
- Bastante bien -le dijo Yossarian.
- Me alegro. No dejes que te mangoneen. Eres igual que todos los demás, a pesar de ser italiano. También tú tienes derechos.
Yossarian hizo una mueca de dolor y cerró los ojos para no tener que mirar a su hermano John. Empezó a sentirse enfermo.
- Si es que tiene un aspecto terrible -observó el padre.
- Giuseppe -dijo la madre.
- Mamá, se llama Yossarian -la interrumpió el hermano, impaciente-. ¿Es que no te acuerdas?
- No importa -le interrumpió Yossarian a su vez-. Puede llamarme Giuseppe si quiere.
- Giuseppe -le dijo la madre.
- No te preocupes, Yossarian -dijo el hermano-. Todo irá bien.
- No te preocupes, mamá -dijo Yossarian-. Todo irá bien.
- ¿Has visto a un sacerdote? -se interesó el hermano.
- Sí -mintió Yossarian, e hizo otra mueca de dolor.
- Muy bien -dictaminó el hermano-. Lo que importa es que te den todo lo que necesites. Hemos venido desde Nueva York. Teníamos miedo de no llegar a tiempo.
- ¿A tiempo de qué?
- De verte antes de que murieras.
- ¿Y qué importancia tiene eso?
- No queríamos que te murieras solo.
- ¿Y qué importancia tiene eso?
- Debe de estar delirando -dijo el hermano-. Repite las cosas cien veces.
- Es curioso -replicó el padre-. Yo siempre había pensado que se llamaba Giuseppe, y ahora resulta que se llama Yossarian. Muy curioso.
(...)
Sus ojos tumefactos se llenaron de lágrimas y se echó a llorar, meciéndose lentamente en la silla con las manos sobre el regazo, como mariposas muertas. Yossarian temía que empezara a gimotear. También el padre y el hermano se pusieron a llorar. Yossarian recordó de pronto por qué lloraban y también él se echó a llorar. Entró en la habitación un médico (...) El padre se enderezó muy serio para despedirse.
- Giuseppe -dijo.
- Yossarian -le corrigió su hijo.
- Yossarian -dijo el padre.
- Giuseppe -le corrigió Yossarian.
- Vas a morirte.(...) Cuando hables con el hombre de ahí arriba, quiero que le digas una cosa de mi parte. Dile que no hay derecho a que la gente se muera cuando es joven. Lo digo en serio. Dile que, si tienen que morirse, que lo hagan cuando sean viejos. Quiero que se lo digas. No creo que Él sepa que no está bien, porque al parecer es muy bueno y lleva ahí muchísimo tiempo. ¿De acuerdo?
- Y abrígate bien -le dijo la madre, que parecía hablar con conocimiento de causa.
- ¡Estás loco! No lo digo en broma -insistió Clevinger.
- Están intentando matarme -le explicó Yossarian con tranquilidad.
- ¡Nadie está intentando matarte! -vociferó Clevinger.
- Entonces, ¿por qué me disparan? - preguntó Yossarian.
- Disparan contra todo el mundo. Quieren matar a todo el mundo.
- ¿Y eso qué tiene que ver?
Escrito por Portarosa , 8:34 14 comentarios
Me pareció que hacía demasiado frío. A la policía, por teléfono, le dije que creía que era una mujer.
Escrito por Portarosa , 11:20 14 comentarios
Todos tenemos claro, más o menos, cuáles son las profesiones penosas. Con ligeras diferencias en el número y en su orden relativo, casi todos coincidiríamos en qué trabajos nos parecen más duros.
Y seguro que no aparecería en ninguna de nuestras listas, pero qué tristeza, qué alejamiento de cualquier ilusión, qué monotonía infinita, qué desmotivación sin esperanzas, qué hastío insondable veo (y no me extraña) en la cara de la chica morena de la fotocopistería.
Escrito por Portarosa , 11:01 20 comentarios
[Basado en la tradición oral de la remota aldea de Somede]
Aunque el voluntarismo me parece infantil, irrealistamente optimista, empiezo a comprender (a mis 37 añitos; con dos cojones) que en la vida las alas nos las cortamos, más que nadie, nosotros mismos.
Nuestras inseguridades, nuestros miedos, tiñen lo que vemos, deforman a los otros. Y, temerosos, cerramos puertas a nuestro alrededor; puertas que prohíben la entrada, y también la salida.
Nos dice Mrs. Woolf en sus Diarios (1925-1930):
Mi instinto enseguida levanta una barrera, que (...) condena (...). Pero todo esto es un gran error. Estas barreras me aíslan. No pongas barreras, porque las barreras están hechas de nuestro propio integumento.
Escrito por Portarosa , 10:11 27 comentarios
- Observaciones y reflexiones desde una silla, Un viaje sentimental