Vuelta a Vicedo
Algunos de ustedes ya conocen Vicedo.
Ayer mis hijos fueron por primera vez. La excusa era una comida familiar. Hacía tiempo que no iba, yo, y me apetecía mucho; esperaba que fuese un buen día, y por una vez la realidad superó las expectativas.
Los motivos fueron varios, relacionados casi todos con la familia: que algunos conocieran ayer a mi hijo pequeño (y cayesen rendidos a sus pies...), que mi hija jugase con primos suyos que prácticamente no trata, poder estar con algunas personas a las que aprecio de verdad y apenas veo, etc., etc.
Pero hubo un par de cosas que hicieron de la de ayer la, probablemente, mejor tarde de este difícil verano.
Si leen (o recuerdan) esto verán lo que significa para mí la lancha de mi tío Camilo. Bueno, pues fuimos a dar una vuelta en ella por la ría. Y mi hija venía sentada a mi lado.
Los padres tendemos a intentar que nuestros hijos disfruten de las mismas cosas de las que disfrutábamos de pequeños nosotros. Es lógico, y aunque supongo que con eso en parte lo que buscamos es vivirlas otra vez a través de ellos, me parece que casi siempre obedece a la mejor de las intenciones. Pero no deja de ser un error: por un lado nos lleva a hacer suyo nuestro criterio, en lugar de estar más atentos a lo que ellos nos van dando a entender, y por otro, podemos creer que los niños son más o menos felices dependiendo de lo que su infancia se asemeje o se diferencie de la (tal vez idealizada) nuestra, lo cual es una equivocación, pues de lo único que depende su felicidad es de lo bien que ellos se sientan, no de si encajan o no en el molde que les tenemos preparado.
En cualquier caso, creo que ayer ambas cosas coincidieron, porque cuando mi primo encendió el motor de la lancha mi hija se puso tan contenta que no podía parar de chillar, de reírse, de apretarme el brazo y de gritar ¡Vamos a ir en la lancha! ¡Vamos a ir en la lancha! Y cuando le dejaron llevar el timón repetía a voz en grito, casi histérica, ¡Soy la capitana!
Y yo, por mi parte, que sé que poco más voy a ir en lancha y que ella tampoco va a tener demasiadas oportunidades, me sentí inmensamente afortunado por verla tan entusiasmada, por (sí, claro) verme a mí mismo hace más de treinta años igual de contento, y por haber podido (también, como si fuese algo que yo le debía, algo que yo le debo a mis hijos mientras dependan de mí) darle un momento que, como yo los míos, recordará toda su vida con cariño y alegría (dos horas después, aún no había dejado de gritar y de contarles a todos lo que había hecho).
No acabó ahí la cosa.
A las nueve de la tarde nos fuimos, unos pocos, a esta playa a bañarnos.
Llegamos con los niños, que se quedaron vestidos y con los chaquetones puestos jugando en la arena. Como suponíamos (si no son ustedes de aquí no tengan en cuenta este comentario), el agua estaba buenísima. Yo anduve hasta que me llegaba por la cintura; entonces miré atrás y vi a mi hija, miré enfrente y vi esto,
y me metí del todo y nadé hacia fuera, despacio, despacio, con el pecho a punto de estallar de belleza, de calma, llenándome de aquel instante de felicidad que sabía que recordaría todo lo que me queda de vida.