Un zapato
Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 01.06.18 |
Un zapato
"Es difícil decir algo sobre
Auschwitz. Sobre el Holocausto, sobre aquello. Porque ya hay quien lo ha hecho,
y bien, con la profundidad que requiere e incluso, a veces, desde la
experiencia propia; porque ya conocemos todos los datos; y porque tal vez -hay
quien sostiene- no debamos pararnos más allí, pues corremos el riesgo de agotar
todo nuestro interés y pasar por alto tragedias más recientes e incómodas.
Yo, sin embargo, cuando el
viernes pasado salí del Salón del Canal Isabel II, en Madrid, de la exposición
sobre el campo de concentración, estaba hundido. Antes, a lo largo de tres
horas de recorrido viendo documentos, objetos personales de los prisioneros y
fotografías, varias veces tuve que contenerme para no llorar.
Casi todo es susceptible de ser
bien o mal utilizado, pero creo que acercarnos a cualquier ejemplo de
sufrimiento nos hace más sensibles a todo el dolor. Aquí, podemos culpar a
Hitler, a los nazis y hasta a los alemanes, o sacar conclusiones sobre nosotros
mismos. Y podemos lamentarnos solo por los judíos o ver en ellos el paradigma
de las víctimas de la injusticia y la crueldad. La crueldad normal.
Porque seguramente sea eso, la
normalidad -incluso por delante de la frialdad del procedimiento
burocráticamente perfeccionado-, lo más aterrador y desconcertante del caso. La
normalidad de seleccionar, no entre las filas enemigas, sino en la propia sociedad,
entre los vecinos de la misma calle, a los que a partir de aquel momento debían
morir.
Las vías de tren entrando bajo el
famoso arco son escalofriantes. El vagón de carga, cerrado, es escalofriante.
Las columnas de hormigón con el alambre de espino lo son. Las fotos de niños de
la mano, a veces todavía sonriendo a la cámara, lo son hasta lo insoportable. Como
lo son los testimonios de supervivientes capaces de hablar del momento en que
vieron a su familia, a su mujer, su padre, sus hijos, quedarse en la otra fila,
en la fila mala –el ochenta por ciento de los deportados allí moría el primer
día, tras la criba que se hacía nada más llegar: en cuatro años pasaron de un
millón-. Un hombre encargado de seleccionar la ropa de los muertos contaba que
cuando abrió el primer saco se encontró el jersey de su hija.
Y todo
ese horror se concentró para mí en dos zapatos. Uno de mujer, de tacón, de
fiesta, que seguramente habría usado en momentos alegres en los que aquella
locura era inconcebible. Y otro pequeño, de niño, que todavía tenía metido,
sobresaliendo un poco, porque a lo mejor así le habían enseñado en casa a
dejarlos de noche, un calcetín bordado."
* * *
Es una exposición espectacular y espeluznante. Son tres horas que se pasan volando y de las que sales destrozados. Los videos del final de las vidas que dejaron de ser acaban por arrasarte.
ResponderEliminarCoincido contigo en que lo más terrible es la normalidad, pero es que somos unos inocentes y unos ingenuos, creemos que los culpables del holocausto fueron monstruos y fueron gente como tú y cómo yo. Así de aterrador.
Y, por cierto, las imágenes a tamaño real de los andanes, caminar entre ellas es alucinante, un trabajo de museogragfía impecable.
Lo es. Todo. Terrible.
ResponderEliminarBesos.
A mí hay una cosa que me quita el sueño cuando se habla de temas como el holocausto o similares: ¿qué pensaba/ hacía la gente que vivía alrededor de esos horrores? ¿Se quedaban mirando simplemente? No sé, es que me parece terrible y me cuesta creer en la indiferencia como respuesta a semejante barbarie (aunque visto lo visto en nuestros días...).
ResponderEliminarIré a ver la expo a Madrid en cuanto pueda, a ver si pronto.
¡Besos grandes!