Hoy, con foto y todo. De Dalton Trumbo y su mujer.
El enemigo del pueblo
"Bien aconsejados,
hace unos días vimos “Trumbo”, la película que cuenta los problemas que, por
sus ideas políticas, tuvo el guionista Dalton Trumbo (“Johnny cogió su fusil”,
“Espartaco”, “Vacaciones en Roma”, “Papillón”…) en la época de la caza de
brujas de McCarthy. Problemas que incluyeron once meses de cárcel. El
protagonista es Bryan Cranston, el inolvidable W. W. de “Breaking bad”. La
película no puede evitar ser previsible, pero eso no impide que sea muy buena.
Entre otras cosas porque el mensaje, aunque conocido e incluso manido, llega
perfectamente y con toda la fuerza que merece. Mensaje que, por descontado, no
es otro que la denuncia de la intolerancia.
La intolerancia, ya
saben, esa cosa de radicales e integristas. Suerte que nosotros estemos ya muy
lejos de ella.
La intolerancia surge
siempre de creerse en posesión de la verdad. De considerar que la propia
interpretación de la realidad es la única válida. Todos los dictadores han
asegurado (y a menudo creído) defender el bien común. Que la patria, el pueblo,
la revolución, la raza o Dios hablaban por ellos, y que sus enemigos no eran
otros que los de todos: Comité de Actividades Antiamericanas, se llamaba el
instrumento anticomunista; “Hoy se celebrará un concierto de obras de
Shostakóvich, el enemigo del pueblo”, cuenta Julian Barnes en su estremecedora “El
ruido del tiempo” (Anagrama); no más enemigos “que aquellos que lo fueron de
España”... Se decide dónde está la línea que separa el bien del mal y se les impone
a los demás.
Algo ajeno a
nosotros, decíamos. Seguro que ninguno de ustedes vacila en condenar esos
ejemplos. Y sin embargo, yo me canso de ver cómo aceptamos o rechazamos a los
demás en función de su color político. Y me refiero a rechazarlos como
personas, a considerarlos, al final, peores. Es curioso, siendo tan tolerantes.
Tengo la suerte de frecuentar
a gente que no opina como yo. Y hace muchos años que sé que, como explicaba
Manuel Veiga Taboada en un imprescindible artículo publicado en julio (“Por que
votei PP”, Sermos Galiza), casi todo el mundo ha llegado a pensar lo que piensa
tras un intento honesto -oh, claro, y lastrado por sus miedos, desconocimiento,
prejuicios y simpatías: quién no- de explicarse la realidad y buscar solución a
sus problemas. Que las malas personas son pocas y están muy repartidas.
Por supuesto que
todos tenemos principios a los que no renunciaríamos, líneas rojas que no
estamos dispuestos a cruzar. Pero deberían ser muy pocas. En política tendría que
haber pocos dogmas de fe y muchas ideas. Y así como el científico se distingue
del brujo y del homeópata en que él es el primer interesado en cuestionar sus
hipótesis, nosotros deberíamos diferenciarnos de los fanáticos en nuestra
disposición a confrontar las propias convicciones con las de los demás. En su
novela “Mantícora” (parte de una trilogía que vale su peso en oro, en Libros
del Asteroide), Robertson Davies dice: “¿No sabe usted qué es el fanatismo? Es
sencillo: se trata de un exceso de compensación frente a la duda”. Es una
definición muy esclarecedora: quien defiende ideas y no doctrinas debería ser
capaz de ponerlas sobre la mesa y debatirlas, sin sentir que el mundo entero se
resquebraja bajo sus pies. La traición a las opiniones previas se llama
recapacitar.
La capacidad de tolerar
ideas discrepantes es un gran logro. Muchos no tuvieron la suerte de beneficiarse de él. Pero, en
una sociedad que se presume avanzada, la tolerancia no puede consistir
únicamente en aceptar vivir rodeado de gente equivocada, sino en asumir que los
demás podrían tener razón.
Y de eso también
estamos lejos. Todos. Cada día."
* * *