Tras el cumpleaños del
novio de Paula, en el que me sentí muy a gusto, el fin de semana comenzó yendo al cine a ver
Jane Eyre.
Por 1 €.
Me gustó mucho.
Qué época y qué paisajes más literarios, antes, y cinematográficos, ahora, los del rural inglés del siglo XIX. Qué terribles debieron de ser para la inmensa mayoría, qué lúgubres, qué tristes, y qué reprimida aquella sociedad; pero qué bien se han contado, hasta hacerlos atractivos.
La película vale mucho la pena, creo yo. Incluso aunque cueste más. La protagonista, maravillosa.
Después cenamos dentro del coche, en un aparcamiento atestado de envases, cajas y bolsas tiradas, junto al McAuto. Para resituarnos.
El sábado comimos en mi sitio preferido de Cedeira,
A calexa. Si van, búsquenlo; es pequeña, bonita y muy acogedora. Cedeira además tiene sitios muy agradables; aunque no se debe ir en domingo, por razones sociológicas.
Por la tarde, por 2,95€ en
Filmin, vimos
Las horas del verano. El tema (las relaciones familiares, y en concreto entre hermanos, vistas más de cerca tras la muerte de la madre) daría para mucho, pero me pareció que lo desaprovechaban, y me decepcionó. Creo que la película no acaba de llegar al espectador, no acaba de ofrecer algo redondo; pero, aun así, el mensaje más o menos consigue darlo. Al menos, el que yo entendí: la exposición de una relación fraterna no mala pero sí cada vez más distante, y una crítica al modo en que unos proyectos profesionales aparentemente buenos y atractivos acaban dictando todas las decisiones en la vida y subordinando todos los demás intereses personales, dejando a sus protagonistas sin capacidad ya para dejar de avanzar.
Pero, además de eso, me llamó la atención la enorme importancia que en la película se le da al arte, a los objetos de arte, y lo rápidamente que se les ve perder su valor; o, mejor dicho, lo rápidamente que su valor pasa a ser solo económico, sin que a casi nadie le importe nada más. Lo vacío que resulta al fin y al cabo, si lo comparamos con las personas.
Hay una escultura muy valiosa, rota hace años, cuando los hijos eran pequeños, que la madre conserva en una bolsa dentro de un armario. Escultura que al final se restaurará. Y yo, cuando la enseñan y cuentan qué le sucedió, pensé que si fuese yo esa madre, daría todo, la escultura y todo lo demás, por recuperar aquel momento, a aquellos niños que la rompieron jugando. Pero ella parece que no; o al menos no lo dice.
Así somos. Cada uno, un mundo.
Ayer domingo comimos aun mejor. En Betanzos, en la
Adega Lastras; un poco menos bonita que
A Calexa, pero con comida igual de rica y mejor música, junto a una ventana con vistas a dos iglesias de las muchas que tiene Betanzos.
Betanzos es una maravilla, y en mi opinión la valoramos poco, por cercano.
Comimos un arroz meloso, con no sé qué alga y pulpo a la plancha, alucinante.
Pero por la tarde tuvimos la mala suerte de decidir ver
Gritos y susurros, de Bergman.
Como una cabra; como una puta cabra.
No es que sea una película triste. A mí al menos no me emocionó ni lo más mínimo. Y decir que es deprimente es quedarse corto.
La estética, el trabajo de las protagonistas y todo eso, excelentes, claro. Pero, como ya dije una vez con otra del sueco, menos mal que en la cajita no traen una cuchilla: me pareció una película desagradable, angustiosa, que muestra (perfectamente, eso sí) un ambiente opresivo, lleno de carencias y deseos reprimidos, de sexualidad retorcida, de bocas negras, de soledad y de absoluta tristeza y desesperanza.
Vamos, que o leo antes críticas un poco positivas, o no vuelvo a ver otra suya. Porque me dejó fatal.
Menos mal que a última hora estuve con los niños, viendo la versión de
La vuelta al mundo en ochenta días de Jackie Chan...