Táboa Redonda: nuestro campo
Hacía tiempo que no iba a la aldea. Es triste; todo: no ir y lo que se ve al ir.
La aldea
Los suplementos culturales, los dominicales, las series de la HBO y algunos enlaces de Facebook nos pueden hacer creer, a pesar de que el drama está entre nosotros, que vivimos en una sociedad donde las discusiones versan sobre pedagogía infantil, pactos electorales o diseño, donde todo el mundo lee Jot Down, se participa en grupos de trabajo social con gran aparato teórico y el aislamiento es cosa de Minnesota. Hasta que uno acompaña a alguien a Urgencias y se pasa una tarde viendo a la gente, y de una bofetada vuelve a la realidad.O hasta que va a la aldea.Todos los gallegos tenemos aldea, aunque a veces sea una calle en un ensanche. La mía es de verdad; se va por la Nacional y al llegar a las señoritas hay que torcer a la izquierda. En ella está la casa de mi familia paterna, donde nacieron varias generaciones y en la que todavía viven dos de los siete hijos que tuvo Pepa, mi bisabuela, que conocí siempre sentada en la lareira, de negro, sin cara, solo pañoleta, removiendo el fuego con un palo largo. Yo me ponía a su lado y creo que me hablaba.Este fin de semana fui. Carmen se muere. La que volvía andando desde el mercado de Guitiriz con una cesta llena en la cabeza, la que se ponía un tizón sobre la palma de la mano y nos decía que le sopláramos para verlo ponerse al rojo. Ahora, esa misma piel parece que se le va a romper. En cama en la única habitación templada de la casa, cerrada con un radiador, me miraba y empezaba frases con las mismas palabras de siempre, pero no sabía seguir.Voy con mi padre paseando hasta el verdadero Portorosa. Me va contando qué campos se trabajaban, cuáles estaban a prado y se regaban, y que en la eira de al lado de la capilla se jugaba al fútbol cada domingo después de misa. Hoy no hay ningún niño. Tampoco se cuidan los campos y las casas vacías se caen. Un anciano rastrilla un camino con una fouciña como la señora que friega el portal un sábado por la tarde, para sentir que hace algo. Y la fuente, donde antes bebían tres o cuatro vacas a la vez, está comida por la maleza, de la que sale un indigno caño de plástico. Pero ya nadie tiene vacas.Porque en la aldea no hay gente. No en la mía, al menos. Y la que queda vive sumida en la miseria cotidiana de la vejez, el frío y el aburrimiento. Qué estúpida idea de progreso la que ha despoblado nuestro campo, la que ha decidido que irse a cualquier ciudad era mejor y ha acabado por hacer que sea verdad, porque la alternativa es inasumible, excepto para los que no la tuvieron y esperan allí, solos, a que se acabe todo.El suelo estaba fregado del día anterior y aún no había secado.