31.12.15

Feliz dos mil dieciséis

Acaba un año.

Ser capaz de no caer en, digamos, un tercio de los errores cometidos en él supondría, seguro, ser y sentirse mucho mejor, si la fortuna no se atraviesa. No estaría mal hacer un repaso, marcarse unos objetivos, aunque fuesen modestos, e intentarlo.

Porque, aunque la astronomía nos recuerde que en realidad hoy no cambia nada, está bien ponerse marcas, símbolos para hacernos la ilusión de que avanzamos con cierto sentido.

Que la fortuna, como decía, no nos sea adversa, y que el resto lo pongamos nosotros.

Empieza otro.

Feliz año nuevo.

28.12.15

Táboa Redonda: de frustraciones e hijos

Un merecido homenaje a mi hija Paula.



La saxo soprano


 

Llega un momento, conforme va pasando el tiempo y un súbito aumento de metas alcanzadas parece cada vez menos probable, en que la medida de las miras de alguien viene dada por la cantidad y calidad de sus frustraciones.

Supongo que hay quien no tiene problemas para medir su éxito por sus logros. Que hay un tipo de personas -llamémoslas triunfadoras, todo el mundo lo hace- que cuando se levantan con sueño pueden recordarse a sí mismas lo que han conseguido, lo que tienen, lo que son y lo mucho que las admiran. Otras, en cambio, aunque el tener cubiertos los escalones bajos de la pirámide de Marslow les permite plantearse estas cosas, logros, logros de ese tipo, de los que a uno le gustaría poder contar en un encuentro con antiguos compañeros de estudios -¿qué tal?, ¿cómo te ha ido durante todo este tiempo?- o en esporádicas reuniones familiares donde las comparaciones comienzan al aparcar, han llegado a ver pocos.

Luego está el resto, claro, los que no están para tonterías; a los que ya les gustaría poder sentirse frustrados, por ejemplo, porque el trabajo no les llena.

Yo soy del grupo intermedio: me puedo permitir tener frustraciones, y además valen bastante la pena y las tengo de todo tipo. Y aun encima me gusta hablar de ellas.

Una de las cosas que no hago, y querría, es tocar un instrumento. Mis dos hijos, en cambio, estudian en el conservatorio. ¿Cómo? ¿Que yo…? ¡Ah, no! ¿Hijos compensando las insatisfacciones de los padres? Se equivocan. ¡Lo mío es distinto, no es lo que parece! Esto fue casualidad, salió de ellos…

El caso es que aprenden música, y ya son capaces de hablar de cosas que no entiendo. Como las que oigo durante las numerosas horas que me paso cada semana en el vestíbulo del Xan Viaño de Ferrol. Les aseguro, bromas aparte, que siempre pensé encontrarme un sitio lleno de niños obligados, hijos de, en fin, frustrados como yo; razón por la que nunca lo propuse e incluso con mi hija mayor hice de abogado del diablo. Pero nada más lejos de la realidad: niños y adolescentes normales y corrientes llenan los pasillos charlando, tonteando, alborotando, cotilleando y discutiendo con interés si era un dos por cuatro o un seis por ocho.

La semana pasada, en nuestro flamante auditorio municipal -cada tarde me maravilla el bloque verde de pizarra recortado contra el cielo-, entre otras cosas escuché a mi hija tocar con la banda. Y, a pesar de haberla visto en muchas audiciones, fue impresionante: ya parecen de verdad. Paula toca el saxo, pero al ser un soprano estaba con los clarinetes, sentada a la izquierda, de negro, levantando de vez en cuando la vista del atril hacia el director. Pasmoso.

Y todo un logro. Suyo.

 * * *

24.12.15

Noiteboa

Os deseo una muy feliz Nochebuena. Que la paséis con quien queréis y os sintáis alegres y contentos.


Es la noche entrañable del año: disfrutadla con cariño. 

Besos y abrazos. 


23.12.15

Táboa Redonda: andamiaje

Algo de cine y algo de arquitectura (vital).



Fachada

En La Plata, en Argentina, hay una casa diseñada por Le Corbusier: la casa Curutchet. En ella se rodó la película ‘El hombre de al lado’ (Cohn y Duprat, 2009). 
Leonardo, un famoso diseñador prestigioso y rico, vive en ella con su mujer y su hija. Una mañana lo despiertan unos golpes, que resultan provenir de la casa de al lado, donde su vecino ha decidido abrir una nueva ventana en el muro que da justo a su vivienda. Leonardo y su mujer consideran aquello inadmisible por razones tanto de intimidad familiar como estéticas. Y toda la película trata de sus intentos de conseguir que Víctor, el vecino, de perfil social, económico y cultural casi opuesto al suyo, abandone su idea y cierre el hueco que ha comenzado a abrir. 
La vida del protagonista va apareciendo ante nosotros, tan hueca y superficial como intelectual y glamourosa la pretende él. Poco a poco vemos que profesionalmente su éxito es solo aparente y que, en lo personal, ni siquiera eso: él y su mujer, ruines ambos, no se quieren; su hija, de la que en realidad no sabe nada, no le habla, y sus amigos, tan frívolos también, no aportan ni buscan más que un decorado favorecedor. 
Víctor, para ellos, es un cavernícola. Un hombre rudo y vulgar del que se ríen en sociedad mientras hablan de arte moderno. Pero al que temen: ese desconocido que no se guía por sus códigos, que no es de los suyos, al que no saben tratar, les da miedo. Y con su mera presencia, tan elementalmente viva, amenaza con derrumbarlo todo, poniendo de manifiesto una fragilidad y una vulnerabilidad patéticas. 

La casa no solo protege a sus pusilánimes dueños sino que confiere sentido a su vida. Y la ventana que va a permitir a un extraño asomarse a su interior es una grieta en esa fachada, por la que no van a permitirle asomarse ni, menos aun, están dispuestos a mirar ellos. Esa rendija que Víctor quiere para que entre “¡un rayito de luz, Leonardo!” iluminaría demasiadas cosas. 

Hay escenas nocturnas en las que Leonardo enciende la lámpara de su mesilla y vemos su cara en primer plano, desde muy cerca. Suda y se mueve con dificultad, sin apenas espacio. Es la cara del miedoso, por supuesto, pero también del atrapado. 
La pantalla llamativa, visible, socialmente reconocida y apreciada que recubre su vida, es al mismo tiempo el armazón que la sostiene. Y si llegara a caer dejaría ver un sinsentido compuesto, a medias, de miserias y de vacío. El vacío de quien se ha olvidado de lo importante, o ya no se acuerda de cómo buscarlo, o no se atreve

* * *

Táboa Redonda: otra vez la niñez

[Recupero este post, borrado por error, gracias a Manolo; que además me ha dado también una copia de los comentarios que había en el original, y que vuelvo a escribir.

Muchísimas gracias, Manolo.]


Hace años ya conté aquí parte de esta historia; la parte triste. Hoy soy algo menos duro y añado la otra mitad, la contrapartida amable.

Pero he estado triste casi todo el día, con una tristeza desasosegada, casi ansiedad. No soy capaz de ver de dónde viene, y menos aun cómo sacármela de encima, pero sé que tiene que ver con la insatisfacción, con una insatisfacción desdibujada pero innegable. Y esta, con buscar fuera -en los demás, podría decir- lo que debería ser algo más íntimo, algo mío, algo más callado.

Este artículo quizá sea un buen ejemplo de eso, de intento mal encaminado.





A galiña azul



Debíamos de tener ocho y seis años, o poco más. Yo creo que era la primera vez que mi hermano y yo íbamos solos a algún sitio: una sesión de cine infantil un sábado por la tarde, en el entonces instituto masculino, a solo unas manzanas de casa. No sé si daban una de los hermanos Marx o del Gordo y el Flaco. 

Después de la película sortearon varios libros. Primero me tocó uno a mí que me encantó, creo que un ‘Asterix’. Después dijeron el número de Pablo. A él, que era muy tímido, le costó salir, pero al final se levantó y fue hasta el estrado del fondo a recogerlo; y me acuerdo de cómo volvió con aquella sonrisa suya entre vergonzosa y pilla, que ahora veo a veces en mi hijo. Fue al sentarse cuando lo miró y no pudo evitar mostrar cierta decepción: era un cuento pequeño casi todo letra, y los pocos dibujos que tenía parecían hechos por un niño pequeño. Yo lo cogí y lo hojeé. “¡A galiña azul!”, exclamé con fingido entusiasmo. 

Al llegar a casa mi padre nos dijo quién era Carlos Casares y nos enseñó todos los libros suyos que teníamos. ‘A galiña azul’ (Galaxia) tardamos en leerlo, pero aún lo conservamos; hace poco lo vi. 

Hubo otra tarde aquellos años, una rara tarde de calle, en que yo había quedado con un niño de mi clase. Mientras esperábamos, mi hermano y yo íbamos a jugar al lobo; estábamos contando para ver quién pandaba cuando llegó mi compañero. Traía un balón y se dio por hecho que tocaba fútbol, que aun encima nunca me ha gustado. Pablo esperó unos segundos y luego se acercó, me tocó en el brazo y me preguntó en voz baja si ya no jugábamos. Le contesté que no podía. Creo, o quiero creer, que ya entonces lo lamenté, pero no puedo asegurar que no le dirigiese una sonrisa medio avergonzada al otro niño. Al cabo de un rato Pablo subió a casa sin decir nada. 

De toda mi infancia, no hay un recuerdo que me entristezca más que ese; que la pregunta de mi hermano, su tono de voz, su cara y mi negativa. Tanto, que, si pudiese viajar atrás en el tiempo y cambiar algo, lo primero que haría sería volver a aquel descampado, pedirle a mi compañero que esperase y decirle a Pablo que sí, que claro que jugábamos al lobo. 

La tarde de cine, la de ‘A galiña azul’, cuando la recuerdo, aparece como uno de esos momentos que llegan a iluminar, casi a dar sentido a una vida. Y compensa un poco la pena de aquella otra. Nos veo a los dos en aquellas butacas, a él mirándome contento mientras yo elogiaba su cuento, y me parece que, entre todos mis errores, una vez hice algo bien.

* * *

8.12.15

Táboa Redonda: morir de éxito

Hay muchos ejemplos de muerte por éxito: Monet, Hopper, El Ganso, el queso de cabra con cebolla caramelizada y supongo que algunos escritores de ascenso tan meteórico como previsiblemente insostenible.

El turismo precipita esa muerte, que en su caso es casi literal: los admiradores (supuestos, supuestos admiradores, porque yo la verdad es que no me lo creo; no me creo que en el fondo les gusten más As Catedráis que Benidorm) acaban con lo admirado.




Heisenberg y el turismo

Venecia es una ciudad laberíntica recorrida por multitud de canales, por lo que es conocida con el sobrenombre de la Venecia italiana. También Italia quería una, como Bélgica, Rusia, Holanda, Dinamarca o Alemania.
A uno (a mí, sin ir más lejos) le pueden gustar más otras ciudades, pero lo que es innegable es su excepcionalidad, que por mucho que se lleve sabida no deja de sorprender. Y es que, claro, una ciudad sobre el agua, donde los canales son un ingrediente normal de la vida diaria, es algo digno de ver; y si a eso le añadimos una arquitectura maravillosa y evocadora, cómo no quedarse boquiabierto y marcharse completamente impresionado y con ganas de volver con más tiempo... y menos gente.
El turismo popularizó los viajes. Es un logro indiscutible sin el cual la mayoría de nosotros no habríamos pasado de Pedrafita y Venecia solo la veríamos en los cuadros de la sala de espera del dentista. Pero se nos ha ido de las manos. Llegar frente a la casa de George Orwell en Notting Hill y coincidir con una docena de personas leyendo la misma guía, tener que apartar a manotazos a los pintores callejeros de Montmartre, visitar el valle del Jerte en masa, contemplar la Gioconda desde quinta fila o no poder pasear por Santiago sin rechazar trozos de tarta sin parar hace todo un poco lamentable. Hoy en día Stendhal lo tendría difícil para llegar a embriagarse de belleza: lo sacaríamos del éxtasis artístico a codazos.
Hace tiempo vi un reportaje sobre las islas griegas en el que se mostraba cómo llevaban a cientos de visitantes, en autobuses, a contemplar una puesta de sol desde unos acantilados. Iban bajando, se colocaban en el sitio indicado frente al Egeo y escuchaban los elogios al ocaso que veían a través del móvil. Si esto les parece ridículo, piensen en la gente recorriendo en fila la playa das Catedráis o haciendo cola para sacarse un selfie en el famoso banco de Loiba, al lado del cual ya planean hacer un aparcamiento.
Cierto tipo de viaje vale para ir tachando casillas o contar que se ha estado, y supongo que para eso es, porque ¿en qué queda la experiencia? En una época en que hay excursiones organizadas a ambos Polos y la búsqueda de lo auténtico ya se ofrece con descuentos para grupos, puede que solo quepa mirar a nuestro lado y empaparse de algo sin hacer mucho ruido.
El principio de indeterminación de Heisenberg, en versión libre para profanos en física cuántica, dice que la presencia del observador influye tanto sobre el objeto observado que impide la observación precisa. Del mismo modo, la presencia del turista tiende a acabar con el encanto que hacía atractivo el lugar que visita.
* * *

5.12.15

Ropa interior

El otro día, cuando Carlos se desnudaba para meterse en la ducha, al pasar delante de su puerta vi que hacía un movimiento raro, como intentando tapar algo. Y se rió.

Me acerqué y miré: estaba sentado sobre tres calzoncillos y tres pares de calcetines; los que llevaba puestos, que había ido añadiendo los últimos tres días.

Le pregunté si no le molestaban y dijo que no, que los estiraba bien.

30.11.15

Táboa Redonda: On the road, por ejemplo

La sensación de que, en contra de lo que uno daba por sentado, el tiempo pasa y nos va dejando sin oportunidades, ya, de hacer lo que queríamos, lo que imaginábamos que no podía faltar en nuestra vida.



[AQUÍ, POR FIN, EL ENLACE AL ARTÍCULO]

Teníamos tanto tiempo


Yo casi nunca me acuerdo de qué iban los libros que he leído. De casi ninguno. Sé que ‘Cien años de soledad’ (Austral) cuenta la historia de la familia Buendía, que alguien talla pececitos de plata y a una virgen la entierran en su mecedora; que en ‘Austerlitz’ (Anagrama) Sebald habla del reloj de la estación de Amberes y de cómo unificó la medida del tiempo; que en “Tres tristes tigres” (Seix Barral) se escucha jazz en locales nocturnos y conducen por el Malecón; que en ‘El ruido y la furia’ (Cátedra) un loco mira un partido de béisbol tras una reja, o que en ‘Vidas minúsculas’ (Anagrama) Michon describe una casa triste en el campo, y poco más. Bueno, lo del pelotón de fusilamiento y la nieve también, claro, pero es que eso es vox populi.
Lo que nunca olvido es qué me parecieron, si me gustaron mucho, regular, poco, nada, o si me parecieron grandes libros. Por eso puedo afirmar que esas cinco novelas, por ejemplo, me maravillaron hasta llegar a marcarme.
‘En el camino’ (Anagrama) me impresionó, y sin embargo no soy capaz de contar nada de él, más allá de lo que dice cualquier sinopsis: dos amigos, alter egos del icono beat Neal Cassady y del propio autor, Kerouac, cruzan Estados Unidos en coche varias veces durante varios años, conocen mucha gente, tienen parejas e hijos, se enfadan y se echan de menos. Únicamente recuerdo un detalle, porque me pareció aberrante: hay un momento en que, entrando en no sé qué estado, uno de ellos comenta que cree que allí vive su hermano, al que no ve desde hace años, pero que tal vez sea mejor no ir a visitarlo, porque le debe algo así como veinte dólares. Aparte de eso, solo la sensación de vivir de prisa, de intentar ahogar la angustia, de querer agotar la vida.
Tengo dos viajes comprometidos con mi hijo: a China cuando cumpla doce años, y en el Transiberiano a los quince. Sin duda cualquiera de ellos sería una experiencia increíble; veremos si tengo el tiempo, el dinero y el valor. Pero cruzar EE.UU., un coche (un Cadillac o un Ford, grande), carreteras rectas interminables, gasolineras en medio de la nada y pueblos que son el fin del mundo, junto con ciudades que se comportan como si fuesen su centro, es algo que no haré. Tal vez sería materialmente posible algún día, pero supongo que se me ha pasado la edad. Hay cosas que hay que hacer a unos años o ya no son lo que deberían.
Cuántas cosas ya no sucederán. Cuántas, de las que uno creyó, o imaginó o como mínimo soñó hacer al menos una vez, no van a pasar. Parecía que habría oportunidades de sobra para todo y, sin embargo, aquí estamos, un poco desconcertados.
Y es curioso, pero a veces me sorprendo pensando que en la próxima vida sí, que en la próxima seguro que aprovecho mejor el tiempo.

* * *


22.11.15

Táboa Redonda: no es fácil no ser un bárbaro

Es difícil decir algo con sentido sobre esto; y mucho más, aportar alguna idea en tan poco espacio. Así que me he limitado a alertar sobre el peligro de aceptar cualquiera, el peligro de ser cada vez más estúpidos.

En contra de lo que suelo hacer, este texto se lo di a leer a varias personas, porque quería saber qué reacción podía provocar. Tenía miedo de que, como digo en él, alguien sospechase de mí.

En cualquier caso, el artículo de esta semana no es plácido como de costumbre, y lo siento.

Es todo terriblemente triste. La muerte, lo primero.




Bárbaros 
Dice Tzvetan Todorov en ‘El miedo a los bárbaros’ (Galaxia Gutenberg) que la violencia exige ideas simples.“Para matar a mi vecino porque es tutsi [o cristiano, o musulmán u occidental] debo olvidar todas sus demás pertenencias”, afirma el escritor. Porque solo obviando al individuo, sus circunstancias, su familia y todo lo que lo rodea, solo convirtiéndonos por un momento en psicópatas podemos valorar tan poco su vida. 
Cualquier estudioso de los conflictos, sean estos personales o comunitarios, sabe que una de sus consecuencias es la polarización que provocan, que se erige como obstáculo infranqueable ante cualquier intento de razonamiento: solo cabe elegir entre dos bandos que siempre acaban por ser radicales, y quien no está del todo en el nuestro es automáticamente sospechoso de traición. Y este maniqueísmo, este casi siempre falso dilema solo es posible cuando todo se simplifica burdamente. Reduciendo al otro a un solo rasgo, por ejemplo. Teorías como la del choque de civilizaciones, aceptadas gustosamente por ambos extremos, se basan en eso, en “explicar la complejidad del mundo en términos de enfrentamiento entre entidades simples y homogéneas”. 
Y para simplificar así, para despojar a alguien de su humanidad y reducir toda una sociedad a un perfil único y claro, es necesario desconocerlo casi todo de ella. 
Es comprensible que nos duela más el muerto más próximo. Es normal que el dolor sea mayor cuanto más se nos parece la víctima, cuanto más nos identificamos con ella: al fin y al cabo tras nuestra tristeza se esconde también nuestro miedo. Y por eso es tan necesario acercarse y conocerse, para vernos las caras y que todo lo que tenemos en común con cualquier persona no pueda pasarnos inadvertido. Para reconocerla nuestra igual aunque sus circunstancias no lo sean. La característica común a todo enemigo (musulmán, occidental, alemán, rojo, japo, yanqui, chiita, negro, hutu, inmigrante, burgués, capitalista, piel roja, sarraceno o independentista) es que es diferente a nosotros. 
No necesitamos que nadie venga a filosofar sobre nuestro sufrimiento; y mucho menos que pretendan hacernos entender por qué un enajenado quiere matarnos. Pero en tiempo de tribulación deberíamos evitar agarrarnos a los clavos ardiendo que se nos ofrezcan. Aunque sea difícil, porque aguantar el equilibrio por uno mismo lo es, como explicó Fromm en su imprescindible ‘El miedo a la libertad’ (Paidós). 
La violencia exige ideas simples, decíamos. También las provoca. Y sugiere soluciones más simples aun, aunque en su contra tengan la experiencia fallida de miles de años. 
Desaprensivos y desalmados los hay en todas partes. Y todos ellos sin excepción se aprovechan de quienes por ignorancia, necesidad, miedo o desesperación buscan respuestas fáciles.

* * *


16.11.15

Táboa Redonda: aquellas tardes



Tardes


 
Cuando estaba en el instituto empecé ‘Últimas tardes con Teresa’ (Seix Barral), pero se ve que por aquel entonces era mucho para mí, que la dejé. Tardé muchos años en volver a Marsé, y cuando lo hice me faltó darme cabezazos contra la pared por haber dejado pasar tanto tiempo.

Comencé por ‘La oscura historia de la prima Montse’ (Seix Barral), que me deslumbró. La acabé una tarde mientras esperaba por mi hija, emocionado por un final conmovedor por lo que cuenta y por perfecto. En pocas páginas, como sin querer, Marsé va confirmando lo que a lo largo del libro se había ido sugiriendo, va confirmando el drama con un ritmo preciso, con una contención desengañada, y cierra así una novela maravillosamente escrita en la que además se habla con inteligencia sobre sentimientos.

Seguí con ‘Encerrados con un solo juguete’ (Bruguera) y, por fin, con las tardes con Teresa. Después de una temporada demasiado larga de lecturas fallidas, aquello fue un reencuentro con la gran literatura. Fue volver a ella y recordar qué es y qué da. Yo creo que Marsé es uno de los mejores escritores en lengua castellana del último cuarto del siglo pasado.

Además a mí Marsé me cae bien. Es un señor que se dedica a escribir, que ha rehuido siempre cualquier protagonismo añadido y habla poco, pero que, cuando lo hace, además de decir cosas con las que estoy de acuerdo, demuestra su independencia de opinión y la honestidad intelectual del que no va de nada; del que no sigue la corriente ni se las da de contracorriente, que es otra pose fácil que se ve mucho.

En la contraportada de ‘Últimas tardes con Teresa’ hay una foto suya en un escritorio, con su hijo sentado en sus piernas. Él casi sonríe y le señala la cámara con lo que parece una pluma. Es en los años setenta y me recuerda a mi infancia, a nuestras últimas fotos en blanco y negro, a una época de mi vida que considero muy feliz; y Marsé, con un jersey de cuello redondo por el que asoma la camisa, y tan joven, a mi padre y a mi tío. Detrás hay una estantería llena de libros, como en nuestra sala de entonces. Mi padre ponía música clásica y se sentaba en una butaca, al lado, a leer, el sol entraba por la ventana y le daba a mi madre, que calcetaba algo rojo o verde oscuro en la mesa camilla, y mi hermano y yo jugábamos o leíamos ‘Asterix’ comiendo el bocadillo.

En varias ocasiones Marsé ha advertido del peligro de confundir el éxito con la felicidad. A veces temo estar persiguiendo el objetivo equivocado, cuando en realidad, si pudiera darles a mis hijos un recuerdo que un día les hiciese sentir algo parecido a lo que yo siento al pensar en aquellas tardes, creo que casi todo habría valido la pena.

9.11.15

Táboa Redonda: formas de recorrer el camimo

Una de las cosas más fascinantes de escribir es observar las reacciones de quienes te leen.

Las pocas personas de las que tengo una respuesta a estos artículos hacen siempre unas lecturas e interpretaciones diferentes y sorprendentes. Esta semana, en especial, ha sido muy llamativo: varios me han dicho, nada más leer el artículo, que se sentían muy identificados conmigo y con lo que contaba; pero cada uno se refería a una cosa distinta, que en varios casos no tenía nada que ver con lo que yo había intentado decir.

En fin, es eso que ya sabemos de cómo lo escrito abandona inmediatamente al autor (que ha terminado su parte, que deja de tener un papel en el momento en que da por acabado lo escrito) y pasa a formar parte del mundo de cada uno de los lectores. Como debe ser. Como advertía Amos Oz:

Aquel que busca el corazón del relato en el espacio que está entre la obra y quien la ha escrito se equivoca: conviene buscar no en el terreno que está entre lo escrito y el escritor, sino en el que está entre lo escrito y el lector.




De fondo



Hubo veranos, todavía escolares, largos y aún solitarios, en los que cada mañana ponía la misma música nada más despertarme: me levantaba, llegaba hasta el salón, colocaba un disco, subía un poco el volumen y me iba a la cocina a prepararme el desayuno.

Una de esas músicas fue un disco de los Platters que empezaba, cómo no, con ‘Only you’: la orquesta tocaba los cuatro tresillos del primer compás, un acorde de sol y entraba la voz de Tony Williams, perfecta. Otra, que duró varios veranos, fue el concierto para violín de Beethoven. Es un vinilo de Deutsche Grammophon, dirige a la Filarmónica de Berlín un casi joven Karajan y el solista es Christian Ferras. Beethoven solo compuso un concierto para violín, pero, como dice mi padre, después de ese para qué iba a escribir más. Algunos domingos por la mañana todavía lo pongo.

Eran mañanas largas, porque aunque empezaban tarde acababan tardísimo, y sobre todo porque no tenía prisa. Ni prisa ni planes, y no era raro que me quedase leyendo en pijama varias horas. Y creo (aunque a lo mejor se lo inventa mi memoria, que conoce el final, que es ahora) que era consciente de cómo pasaba el tiempo, y que me daba cuenta de que era un tiempo valioso.

De lo que sí estoy seguro es de la sensación que me provocaban, unos años después, otras horas de lectura; estas, nocturnas. También estaba solo, y me quedaba tumbado en el sofá leyendo suplementos culturales atrasados que había ido acumulando hasta que repasaba seis o siete de golpe. Y según acababa uno lo iba dejando caer a mi lado, en el suelo, y cogía el siguiente. Y al final había un montón de papeles de periódico, y yo lo miraba con los ojos cansados y como en otro mundo. Tantas reseñas y opiniones y referencias y títulos por leer me dejaban medio enardecido, como Alonso Quijano. Y pensando en qué iba a hacer con todo lo que me iba quedando dentro.

Aquello formaba parte de la sensación que durante muchos, demasiados años, he tenido: la de pasar la vida tomando impulso. Impulso no sabía bien para qué, pero para algo que (por favor) valdría la pena.

Hace tiempo que comprendí que el momento de saltar se había pasado. Y no salté. Tal vez haya avanzado algo a pequeños pasos, pero desde luego nunca salté.

Y ahora, impulso, ya poco. Supongo que esto ya es lo que hay. Pero por alguna extraña razón no me ha invadido la frustración que tanto temí siempre. Es como si esos pasos me hubiesen acabado llevando a algún sitio. Un sitio que a lo mejor es una actitud, que a lo mejor es resignarse, o haber comprendido algo. Pero donde no estoy mal, y en el que por los rincones hay muchas lecturas de madrugada y de fondo a veces se oye el concierto para violín.

3.11.15

Táboa Redonda: tras la muerte de Henning Mankell




Escandinavia profunda  

A pesar de que hace mucho frío y suele ser de noche, Escandinavia es envidiable por muchas razones: sus economías, sus paisajes, su civismo, sus políticas sociales, la educación finlandesa, las galletas danesas y un largo etcétera. Incluso tengo motivos fundados para sospechar que son verdaderas democracias donde los poderes sirven y rinden cuentas a una ciudadanía que asume sus responsabilidades, y todo. Además, a mí el frío me gusta.

Pero siempre me ha chocado cómo, de ser la personificación del terror, pasaron a convertirse en lo que son. Los descendientes de los fieros vikingos que saquearon y quemaron media Europa ahora discuten si la nueva ópera afea la ciudad, en las garitas de la guardia del palacio real danés tienen adornos en forma de corazón y asolan el mundo entero con sus mesas Lack.

Hace años leí tres novelas de Mankell prácticamente seguidas: Cortafuegos, La falsa pista y Antes de que hiele (Tusquets). Y en ellas encontré unas tramas que enganchaban, un protagonista atractivo en su normalidad y un entorno poco habitual. Sin embargo, no me parecieron bien escritas (ni traducidas). De hecho, la tercera me pareció francamente mala.

Por eso, lo que más me gusta de él es la serie de la BBC, que usa sus magníficas historias pero las cuenta mejor. Y que está protagonizada por Kenneth Branagh, que borda el papel de Wallander y consigue mostrar esa otra parte del inspector, la íntima, la de sus problemas con la bebida, su carácter depresivo y obsesivo, sus dificultades para las relaciones personales y su soledad, y logra que importe tanto como sus casos o más.

Y resulta que esta y otras series norteñas tan de moda últimamente, como The bridge o The killing, me han puesto delante una realidad distinta a la que leo en los suplementos dominicales o he conocido paseando por Helsinki, Oslo o Copenhague. Porque los protagonistas salen al campo y no se encuentran cabañas rojas de madera al borde de un fiordo, con su sauna y su barquita a la puerta: acaban en casas viejas, con almanaques atrasados colgando de una punta en la pared, un alpendre de bloque con los restos de una moto y un perro lobo ladrando sin parar mientras da tirones como de la cadena a la que está atado. Y nada como el aldeano de la zona de Ystad, cuando se baja del tractor con sus katiuskas embarradas y una mirada torva y desconfiada, para desmitificar a los civilizados escandinavos.

Que tampoco digo que recuerde a un vikingo, pero yo por si acaso no le movería los marcos.





26.10.15

Táboa Redonda: Franzen y lo insuficiente

Hoy les facilito la lectura


Lo que falta

 
‘Las correcciones’, de Jonathan Franzen (emecé), es una obra maestra.
Ahí queda eso.

La novela nos habla de una familia de clase media alta: un matrimonio ya casi anciano y sus tres hijos, con sus respectivas parejas, niños, amistades y buenos trabajos, con dinero, con vidas supuestamente colmadas, materialmente envidiables y comparativamente deseables, y sin embargo desesperados. Todos ellos. A medida que los vamos conociendo y escarbando en sus intimidades, al entrar en sus casas, lo que descubrimos es desolador: su ansiedad, su ambición desbocada y sin norte, sus sentimientos de culpa, su huida hacia delante, su búsqueda angustiada de no se sabe qué, su profunda soledad. Deprimente y, en cierto modo, incomprensible.
Porque no se trata del simple contraste entre posibilidades y satisfacción, no es solamente el consabido el dinero no da la felicidad; sino de algo para mí mucho más desazonador: porque, rompiendo todos mis esquemas, se nos muestra a unas personas no solo pudientes, informadas, formadas, cultas, de mundo y bien relacionadas, sino también inteligentes, con inquietudes intelectuales y compromisos sociales, reflexivas, sensibles, etc., etc... a las que todas esas ventajas y virtudes parecen valerles de bien poco.

Algo parecido a lo que le ocurre al protagonista de ‘Falconer’ (Salamandra), del gran Cheever: un hombre al que le gusta nadar, y que mientras lo hace percibe la sal en su cuerpo y se fija en las piedras del fondo, y al que sin embargo eso no le sirve de nada.
En contra de mi ingenua presunción, unas cualidades que deberían garantizar una forma de ver la vida, que tendrían que llevar emparejadas cierta actitud y determinadas prioridades, a ellos no les dan lo que necesitan. Están hundidos y nada de eso los salva. Todo se queda en la superficie, construyendo capas que solo envuelven un vacío.

Cuando mis hijos no tienen que madrugar casi siempre cenamos viendo una película. Elegimos, nos sentamos con una pizza (que el niño no empieza hasta que en la peli alguien habla por primera vez) y le damos al play. Esa película nocturna en el sofá, hablando de vez en cuando, es uno de los momentos más bonitos, más entrañables y llenos de cariño del día.
Y yo además creo que sirve para ir llenándolos de algo bueno. De algo que les va quedando en el fondo y les servirá (ojalá) si algún día no saben a qué otra cosa agarrarse.


21.10.15

Táboa Redonda: de señoras

Lo bueno de recuperar (y corregir) textos antiguos es que uno ve cómo ha cambiado.
 

11.10.15

Táboa Redonda: mi primera rabieta de divo

En algún momento iba a pasar, y ha sido en el tercer artículo.




Es una pena, porque esa frase me gustaba mucho. Pero bueno, aguantemos el tipo y pongamos buena cara, que es domingo.



5.10.15

Segundo Táboa redonda

He superado la primera prueba, y ya tengo segundo artículo. Casi me hace más ilusión la referencia que hacen a mí en la portada que mi propio texto. Es una nueva dimensión en la vida de Portorosa...


Seguimos en papel hasta para enlazarlo, como ven. Pero unos días después de su publicación el suplemento se puede descargar entero. Aquí les dejo el anterior, por si tienen curiosidad. Yo creo que está bastante bien:



Sigo contento, y con el próximo ya enviado.

*****
Y aquí está el último:




28.9.15

Mi primer Táboa Redonda

Pues aquí está. Esto fue.

Más en papel, imposible, como ven. Pero por ahora no hay otra forma de enseñarlo. Si pinchan sobre la imagen se puede leer perfectamente. A los habituales, de todos modos, les va a sonar.

Táboa Redonda incorpora (...) la visión emotiva de Portorosa, una mezcla precisa de literatura y vida, dicen.




Estoy contento. Es bonita, la edición, ¿no? Solo me sobra la O de O Vicedo, porque para mí siempre ha sido Vicedo; pero a lo mejor me lo arreglan.

Estoy muy contento, claro que sí.

Gracias.

24.9.15

A mí lo de Cataluña me entristece

Es difícil, por no decir imposible, hablar de esto sin hacerse enemigos a uno u otro lado. Y probablemente a la vez. Pero quiero dar mi opinión.

Partiré de dos premisas que les permitirán a ustedes saber desde el primer momento si me odian o no:

1) Un país democrático es, así en general, lo que los ciudadanos decidan que sea.

2) El nacionalismo (y cuando hablo de nacionalismo hablo de todos, no importa cuál sea la nación objeto de su devoción, que conste) me parece, hoy en día y aquí, una estupidez, un paso atrás, llevar a la política algo que pertenece a la esfera sentimental y afectiva, y darle un rango (y no hablo de importancia, sino de tipo de importancia) que no tiene. El nacionalismo cumplió su papel hace tiempo, cuando había imperios que sojuzgaban, pero no ahora. Claro, si alguien cree que eso es lo que pasa actualmente entre España y Cataluña, yo simplemente no estoy de acuerdo, y me parece una paranoia.

Yo me siento gallego, español, europeo y terrícola; y quiero defender lo mío, y que se respete, por supuesto. Y me siento de verdad en casa cuando veo mi mar y ando por mis montes. Pero, en cuanto a gobernabilidad, lo que quiero es que se me gobierne bien, que la sociedad esté organizada, sea justa, tenga herramientas para dirimir sus conflictos, recursos suficientes para garantizar una vida digna y contribuir a que los demás la tengan, etc., etc. Nada de eso tiene que ver con si la capital está en Madrid, en Bruselas o en Santiago de Compostela, en principio y mientras no se demuestre lo contrario.

Y ahora:

1. La consulta y el derecho a decidir

A mí esto me parece muy claro. Y no hablo de leyes: esto no es una discusión jurídica, sino política. Un país es lo que su población quiere que sea; al menos si hablamos de una democracia. No hay líneas (en este sentido de identidades, tamaños o integrantes) sacrosantas ni infranqueables.

Si yo soy de un club, yo elijo si quiero seguir siendo socio o no; no los demás. Los demás podrán echarme, pero nunca retenerme; y en último caso me podrán obligar a pagar las cuotas atrasadas o a compensarles por lo que el club haya hecho por mí, pero yo pago y me voy.

Y si la ley no recoge eso, que lo recoja, por si alguna vez la realidad política lo demanda.


2. Cómo se decide

El argumento de que, si Cataluña se independiza de España, por qué no se va a independizar, por ejemplo, Badalona de Cataluña, me parece una chorrada: hace falta una realidad sociopolítica muy clara y fuerte para que plantear algo así tenga sentido.

Sin embargo, si yo creo que un país es lo que quieran sus ciudadanos, ¿dónde se pone el límite, el mínimo, para que el resultado de una consulta se considere claro y representativo de la opinión general de la ciudadanía catalana? No digo que no se pueda (Quebec lo hizo, pero no muy bien), pero es difícil, ¿no? ¿Qué pasa con los disconformes, si no son una minoría despreciable?

Es decir, en el ejemplo del club está muy claro qué es un socio; pero en este, ¿a partir de qué momento se considera que Cataluña es un solo socio, con una sola voz? ¿Y qué más socios hay en el club? A mí esto me parece complejo; tanto, que dudo mucho que la solución que se adoptase me convenciera del todo.



3. El debate político

Me indigna que este tema desplace nuestra atención de los asuntos verdaderamente importantes para una sociedad. Y más ahora que tenemos tantos tan urgentes.

Yo no quiero hablar de esto. Quiero ese debate, que me parece de niños pequeños, fuera de la política. Y que vuelvan (o aparezcan de una vez) la economía, la educación, la sanidad, la investigación, la cultura, el gasto social y el tipo de sociedad que queremos, nuestra política exterior, etc. ¡Con las cosas que hay que hacer!

Se me dirá que no me preocupe, que esos temas los van a tratar enseguidita que sean independientes; y yo no lo dudo. Pero, de entrada, el día 27 se presentan juntos el partido económicamente más de derechas de España y la supuesta extrema izquierda, y a mucha gente parece que le va a dar igual; y por el otro lado, se nos pretende unir a todos (igual de dispares) contra ellos. Y mientras, no miramos lo que hace la otra mano.

Y si tenemos que soportarlo, que por favor sea un debate serio, no un ejercicio de manipulación y amenazas (por uno y otro lado), de tergiversaciones y mentiras, que nos toma por tontos (bueno, en eso quizá tengan razón). Si no hay más remedio, que se hable con sinceridad de razones, de pros y contras.

Pero claro, si ningún debate político nuestro es serio, por qué iba a serlo este...


4. Mi tristeza

Yo prefiero que Cataluña siga aquí. Porque me gusta Cataluña, porque me gusta Barcelona, porque tengo amigos catalanes y me gusta que no sean extranjeros, como me gusta ser algo más que vecino de Pla, Gimferrer, Casals o Jordi Savall. Pero reconozco que si se van no se me va a romper nada. Entre otras cosas, porque yo quiero que ellos también quieran.

Lo que me entristece les va a parecer un poco tonto. Lo que me entristece es que nos queramos separar; lo que me entristece es que queramos ir cada uno por nuestra cuenta cuando lo que pide el mundo y me pide el cuerpo es todo lo contrario: unir, sumar, aunar esfuerzos, compartir.

Pero claro, me entristece lo mismito que el otro bando diga que no te vas porque no.

¡Si es que yo no quiero que la discusión de a quién quieres más, a papá o a mamá, provoque esta tensión, este malestar!

Por el lado independentista, no sé cuánto tiene de económico todo esto, pero sospecho que mucho (¿alguien puede, con Mas delante, no pensarlo?). Y tal vez sea injusto, pero no puedo evitar ver algo de "A mí me va bastante bien y mucho mejor me iría sin estas rémoras, así que prefiero ir por libre". No pretendo negar unos sentimientos que sin duda existen, pero me da la impresión de que están mezclados con otros no tan confesables (por ejemplo, no acabo de comprender que los mismos que en Facebook piden derribar fronteras por doquier quieran levantar una aquí).

Por el otro, es todo un poco de locos, porque, vamos a ver: media España le tiene manía a los catalanes (como se vio en la saña con que se seguía el boicot hace unos años), y precisamente es la mitad que bajo ningún concepto quiere que se independicen. ¿Tiene algún sentido, eso? A mí me parece que un poco no se les deja ir precisamente porque quieren irse; por fastidiar. Pero claro, la economía ya es otra cosa, y los políticos lo saben.




En cualquier caso, a mí esto me entristece. No avanzamos. Me parece todo muy irracional, muy tonto, muy desmoralizador. Muy triste.



20.9.15

Voy a escribir en papel

Este jueves me llegó a esta dirección un mensaje de un reportero de cultura de El Progreso de Lugo, Santiago Jaureguízar, pidiéndome un número de teléfono para llamarme.

Yo reaccioné con la desconfianza del que ve su anonimato amenazado, y pregunté para qué, mientras comprobaba quién era él. Tras cruzarnos varios mensajes, me va diciendo de qué se trata, yo voy asombrándome más y más hasta que hablamos: su periódico, junto con el Diario de Pontevedra, va a sacar un suplemento cultural, y quiere saber si me interesaría colaborar en él...

Joder.

Digo que sí, claro, pero que por qué: en resumen, por el blog, del que ha sabido (gracias, Ana) y le ha gustado. Y me pide varios posts de ejemplo para proponerme a su jefe. Y el viernes a media mañana me lo confirma.

Quieren que escriba sobre literatura (o cine, o música, o pintura, pero algo con la etiqueta de cultura) y cotidianidad. Mi cotidianidad. Como en el blog, insiste. Sin perder la frescura, insiste más aun.

El suplemento se llama Táboa Redonda y ha salido hoy, pero yo empiezo el domingo que viene. Para el miércoles tengo que enviar dos artículos, pero por ahora (y en atención a mi tesis y a la premura con que ha surgido todo) me deja tirar de material mío de aquí.

Intentaré subir al blog lo que mande allí, si es que no hay forma de enlazarlo directamente.

Sé que es algo modesto, y que... en fin, muchas cosas. Pero para qué hacerme el duro: es casi casi un sueño hecho realidad. Alguien ha leído esto y me ha ofrecido escribir en un suplemento cultural.

Se ha cumplido.

Estoy muy contento. No me pagan un duro, pero conozco ese mundo y lo suponía. Estoy muy contento, un poco nervioso e ilusionadísimo.

Y bueno, creo que vosotros, que al seguir ahí me habéis dado motivos para continuar aquí, os merecéis también mi agradecimiento: va por vosotros.

Deseadme suerte.

Besos y abrazos.

16.9.15

La radio de mi coche

La explicación de Erich Fromm sobre nuestra relación con la capacidad de elección, y la responsabilidad e incertidumbre que conlleva, es clara y no muy halagüeña. Así que, mejor, me quedo con la frase de Henry Wadsworth Longfellow, Decídete y serás libre, más amable.

El caso es que la radio de mi coche, desde la última vez que pasó por el taller, no funciona. Ningún mando: ni on/off, ni el volumen, ni la selección de canales o canciones en los cedés, etc. Lo único que puedo hacer es meter un disco, escucharlo desde el principio y sacarlo cuando quiero parar; ni repetir, ni adelantar, ni nada.

Y es curiosa la sensación de liberación que me produce.

25.8.15

Observado e intuido

El otro día, todavía de vacaciones, salimos a cenar los niños y yo. Y a Paula se le ocurrió hacer el juego de describir a los demás con cinco adjetivos.

Yo la describí a ella, entre otras cosas, como muy observadora e intuitiva (dos rasgos que no siempre coinciden e incluso, creo yo, suelen no hacerlo), y lo demostró con lo que dijo de mí:

- Que me enfado fácilmente (por si no lo tenía claro, esto me lo dijeron los dos).
- Que hago muchas cosas que me propongo, auque me cuesten.
- Original, diferente a los demás padres (esto no sé muy bien si era positivo o negativo...).
- Y la que más me sorprendió: que nada me da igual y de todo tengo opinión, que todo me gusta o me disgusta.

Me parece que me conoce muy bien.

16.8.15

Cádiz y fin de vacaciones

A mediados de los noventa viví dos años en la provincia de Cádiz. Tal vez porque fue un momento personalmente duro para mí, en el que me sentí muy solo, no guardo buen recuerdo de aquello, y los pueblos de la zona y el paisaje en general, a pesar de lo elogiados que son, no me dicen gran cosa.

Sin embargo, Cádiz capital es probablemente la ciudad que más me gusta de España (bueno, con el permiso de Santiago; pero es que son tan distintas). Me parece (de puerta Tierra para adentro, por supuesto; pero en qué ciudad la parte nueva tiene algo especial que ofrecer) una maravilla: unos edificios que, a pesar de cambiar por barrios, guardan una armonía envidiable (aun sabiendo que el motivo es, en parte, las décadas de pobreza, que impidieron construir); unas calles largas, estrechas y umbrías con el agua al fondo; esa agua verde claro; la luz; las plazas frondosas de aire colonial; las casas-palacio, etc. Y su ambiente, su personalidad: una ciudad llena de gente noche y día, llena de niños y llena de risas (que taparán tanto).

Cádiz ha sido durante décadas la capital de provincia con más paro de España. Y la pobreza (a veces verdadera miseria) asoma por muchas, muchas ventanas abiertas, hasta en los sitios más visitados. La vida en la calle no solo responde a la juerga ni al calor, sino que se nota que muchas veces es una alternativa preferible a quedarse en casa: matrimonios jóvenes, familias enteras de hasta tres generaciones, a veces comparten banco, bolsa de papas fritas y botella de dos litros, y pasan la tarde. No parece que las cosas sean fáciles. Pero el tópico que dice que el gaditano sobrelleva todo eso con humor y una filosofía especial (además de con una economía sumergida que supongo yo que debe de batir récords) también parece cumplirse: los grupos de desocupados hacen bromas, los camareros hacen bromas, el socorrista de la playa las hace, el que te cruzas por la calle las hace y las señoras las hacen, de camino a la Caleta con su silla de playa a cuestas. Y aun encima tienen gracia, gracia de verdad, con lo difícil que es eso.

Me quedé con muchas ganas de ver a don Microalgo, y de poder preguntarle por todas estas cosas; pero tareas más trascendentales lo tenían justamente ocupado. Seguro que la mitad de mis impresiones me las explicaba mejor y la otra mitad me la desmontaba. Pero desde fuera Cádiz se ve una ciudad con una personalidad extraordinaria, con una vida y una alegría que no deben de ser fáciles de encontrar y sin embargo lo llenan todo. No sé cuánto hay en esa actitud de pose, de alimentar un estereotipo, pero si es así lo hacen muy bien.

Cádiz no es monumental, quitando la catedral; ni falta que hace. Es el conjunto el que la hace bonita: sus calles, los edificios venidos a menos (hay un claro parecido con ciertas zonas de Lisboa, en las sensaciones) con patios maravillosos, sus ficus, las plazas Mina y Candelaria, el parque Genovés y la alameda Apodaca (que ya solo esos nombres los hacen encantadores), la playa de la Caleta (donde uno descubre un concepto distinto de playa -hasta una mesa Lack verde, vimos-, y que ni los Morancos ni las chirigotas exageran, porque eso no se puede exagerar), sus torres y su mar tan distinto. Y los gaditanos. Y su historia, que ves por todas partes en cualquier paseo, y su pasado americano. Y sus plazas otra vez. En fin.

Nos alojamos en un apartamento junto al Mercado Central, en pleno meollo del tipismo. Y callejeamos mucho. Y no pasamos mucho calor a pesar de que la temperatura nunca bajó de los 30º. Y comimos muchísimo (este verano, mi peso de los últimos veinte años de repente ha quedado atrás). Y volví a la librería Quorum en la calle Ancha, donde tantas horas entretuve, pero ahora feliz de hacerlo llevando a mis hijos, y todos compramos libros. Y a la Falla, donde me aconsejaron un par de novelas del local Fernando Quiñones.

Fuimos también al Puerto de Santa María y a Conil, a ver sitios donde habíamos estado y que queríamos recordar y enseñar a los niños.

Además, pude volver a visitar a una antigua amiga, una vecina de aquellos años. Alguien que me salvó la vida y a quien tan agradecido estoy y tanto quiero.

En el viaje paramos, a la ida, en Plasencia (de donde tantos blogs frecuenté en su día, y donde todavía leo a Gonzalo Hidalgo Bayal), y en Cáceres a la subida. Al fin conocí algo de Extremadura. Preciosos los dos sitios, como parte de su paisaje, y en especial, como era de prever, el impresionante casco histórico de Cáceres.

Pero yo tenía a Cádiz ocupándome la cabeza.


Castillo de San Sebastián, allá al fondo



Una antigua torre de cargadores a Indias


Desde la Torre Tavira. Los árboles de la derechas son el Genovés.

Mina

Ahora hemos pasado una semana en casa. Una semana solo con Paula y Carlos que necesitaba.

Y esta noche se van. Los voy a echar muchísimo de menos. Pero mejor no dejarme llevar.

Y no solo eso, sino que hasta noviembre me espera un encierro obligatorio para trabajar, porque en esa fecha debo entregar mi tesis, para bien o parar mal. No me apetece nada y solo pienso en acabar. Mañana empiezo.

En cualquier caso, afronto esto y afronto la separación desde la alegría de este verano inolvidable, completo y lleno de amor.



Han sido unas vacaciones maravillosas


1.8.15

Vicedo 2015 se ha acabado

Ayer, viernes 31, nos vinimos de Vicedo. Los últimos días apenas dejó de llover, lo que en parte sirvió para sentir un poco menos la marcha. Pero aun así estos quince días se me han hecho muy cortos, y me vuelve a surgir la idea de alargarlos un poco el próximo verano; y, de nuevo, esa certeza o ese deseo de vivir en algún momento allí.

El penúltimo día fueron mis padres, mi hermano y su novia a vernos. No pudieron disfrutar de la playa y el mar, pero sí del paisaje y de una comida al aire libre en Xilloi que todos recordaremos con cariño. Es sorprendente la facilidad de Cibrán para acercarse a mi familia, y supongo que el deseo de sentirla suya.

Volvimos a pasar por la librería A Brela, donde por un momento, cuando la encantadora Alicia me sorprende hablándome del blog, me acuerdo con cierta nostalgia de otras épocas de más vida en estas páginas. Me compro los Cuentos completos de Kingsley Amis, en Impedimenta. Y los niños, que con la lluvia han descubierto las cartas, se compran una baraja española. Ayer comían unos holandeses a nuestro lado, con los que hablamos un poco: supongo que volverán contando que en España, los niños, en la mesa, en lugar de jugar con móviles o maquinitas, hacen solitarios.

Lo único que ha fallado estas semanas he sido yo, como tantas veces (¿como siempre?). No sé si es que lo que me espera tras las vacaciones me pesa, o tal vez mi incapacidad para asumirnos a los cinco a la vez sin dificultades, pero lo cierto es que mi mal humor a menudo nos molesta a todos; empezando por mí, por supuesto, que voy alimentando con mis errores mi malestar.

Ayer, a pesar del mal día, cogí el neopreno y bajé a la playa antes de desayunar. Nadé bajo la lluvia, y volvió a ser algo maravilloso. Algo fuera de la vida normal. Algo que hace que el regreso mental a la ciudad tarde muchas horas, o días, desde que estamos efectivamente de vuelta.

Cuando nos íbamos paramos a despedirnos de Oliva, que deseó que este año no fuese peor que el pasado.

Si de todo esto, de tantas personas próximas y de paso, yo al menos aprendiese lo que cualquier libro de autoayuda sabe, todas esas cosas del camino y eso...

Mañana nos vamos los cinco a Cádiz. A Cai Cai, en pleno centro histórico. Si no fuese por Santiago, sería la ciudad de España que más me gusta, y además quiero enseñarles a los niños dónde viví.

Corto, se me ha hecho corto. Pero volveremos. Y, mientras, seguimos siendo nosotros.





29.7.15

Vicedo 2015: más días con sus mañanas y sus noches

Los niños tienen una capacidad prácticamente ilimitada para bañarse. Siempre quieren más. Incluso Carlos, al que unas gafas de bucear parecen haberlo hecho inmune al frío. Y si alguna vez están fuera y me ven meterme en el agua, tardan dos segundos en venir y pedirme que juegue con ellos.




Vamos probando playas, además de la nuestra: el Caolín, que es la cala perfecta, turquesa y con el faro blanco al lado; A Brela, nueva para nosotros; Xilloi, con demasiada gente para mi gusto pero donde a veces comemos; Esteiro, tal vez la más bonita, y Bares, creo que mi preferida, y desde la que se ve la isla de A Coelleira.





Precisamente en Bares, anteayer, al bajar entre la vegetación que cubre las dunas, pensando qué lujo es tener acceso a esta naturaleza casi intacta, y ver el pueblo y la costa de enfrente, pensaba una vez más que yo quiero pasar más tiempo aquí. Que me gustaría probar, en algún momento, cómo es vivir aquí. Supongo que, en invierno, terriblemente solitario y aburrido, como dice cualquier vecino; apto solamente para quien busque una época de retiro. Pero juego a imaginarme qué rutina seguiría: cuándo trabajaría (en casa escribiendo, claro, no hay otra opción), cuándo saldría a pasear y al Cacheiro a tomar un café, qué días iría a comer el menú del día y cuáles haría la compra, si sería capaz de meter el mar en mi día a día, con quién charlaría (una parte de mí me dice que integrarme mucho me pesaría, por esto), cuándo haría ejercicio y cómo, cuánto visitaría los demás pueblos, cuándo me permitiría acercarme a Viveiro, etc. 

Mientras tanto, a ver si este invierno somos capaces de venir algo.

Ayer charlamos bastante con Oliva, la del café. Es un encanto de mujer. Por supuesto, los estándares de su negocio no se parecen en nada a lo que ahora se exige; ni falta que hace. Cuánta formación suele hacer falta para conseguir que los profesionales se acerquen remotamente a esa forma de tratar a la gente, que a ella le sale sola y que abre cualquier barrera. Si viviese en Vicedo, ir allí sería una de mis citas diarias, sin duda.

El tiempo es bueno, para estar aquí. Ha habido un par de días con algo de lluvia, que nos ha permitido ir de paseo a Viveiro y al cine (Del revés: bastante divertida y original), y justo hoy ha amanecido fatal. Pero en general las noches han sido agradables y cálidas.




He leído Stoner, de John Williams, comprado con NáN en mi penúltima visita a Madrid. Me ha encantado. Aunque últimamente leo cosas que me están gustando mucho, este ha sido de los mejores de estos meses: la historia de la vida de una persona, capaz de hablar de las nuestras; como suele pasar. Un gran libro, de verdad.

Hace ya días que no estudio, porque es raro que no veamos una película por la noche y nos acostemos antes de las dos, pero madrugamos bastante, para estar de vacaciones. Y casi todos los días bajamos a bañarnos nada más levantarnos. Es seguramente el momento del día más extraordinario, literalmente.


Yo, feliz



23.7.15

Vicedo 2015: días

Hemos ido a pasear a Arealonga con marea baja.



Media ría queda al aire. Como ya les he repetido demasiadas veces, el paisaje es espectacular. De los que, si uno los ve en el cine, se pregunta a qué fin del mundo se habrán tenido que ir para encontrarlo.





La de la derecha es nuestra playa

  
¿Me ven?

Estamos pasando los días solos, sin más contacto que el de la cafetería o el supermercado. Ayer fuimos ya a la librería y todos compramos libro, menos yo, que estaba indeciso.

El otro día fuimos a conocer la playa que tenemos enfrente de casa, Vilela. Resultó otro sitio paradisíaco, aunque la vegetación dejaba claro que lo normal es que sople mucho el viento. Está en esta foto, pero la oculta la forma de la costa.

Niebla en Cañoles
Nuestra vecina, Hilda, es la matriarca de una familia madrileña que hace un par de años celebró su verano número 50 en Vicedo. Yo los recuerdo de siempre, por tanto. Y ella, que se ha enfrentado a pruebas terribles en la vida, es una persona que desde el primer contacto demuestra no solo lo amable que es, sino su gran personalidad. El invierno pasado, con ochenta y pico años, ganó un premio Goya por un reportaje titulado "Maestras de la República", basado en la historia de sus padres, procedentes de un pueblecito de la montaña asturiana (con un inusitado, para la época, porcentaje de jóvenes con estudios, y cuyo rasgo diferenciador era que casi todas las familias eran protestantes; saquen ustedes conclusiones). El otro día la acercamos a la tienda en coche y me decía que se notaba bastante mal.

Aparece Marta. Hoy, los niños, después de dos noches durmiendo en una tienda de campaña en el jardín, se despiertan más tarde. Bajamos a la playa.