Entre padres e hijos
[De la mano del prestigioso inquisidor Portorosa nos llega una nueva entrega de su aclamada serie Juzguen al juez]
He pontificado varias veces sobre cuestiones de paternidad. Es bien fácil señalar defectos; sobre todo de los demás.
Y hoy lo haré una vez más.
De entre las muchas críticas que se me ocurren observando y observándome, hay dos que se repiten:
1. Hacer la pelota a los hijos
Que es diferente de mimar. Mimar está también muy mal, pero se hace desde una posición de superioridad, lo hace quien manda. Hacer la pelota, en cambio, solo es posible cuando la relación de fuerzas, como mínimo, no se tiene clara.
Hace décadas, los males de la paternidad eran otros bien distintos; y no seré yo quien eche de menos ningún tiempo pasado, en este tema. Pero me parece que ahora a veces cojeamos del pie contrario.
Creo que hoy en día es bastante habitual encontrarse con padres [entiéndase como genérico: padres y madres] que no dominan a sus hijos, y que por tanto temen que en cualquier momento la situación se les vaya de las manos. Es fácil verlos, en consecuencia, atrapados en un continuo poner paños calientes, en un continuo tratar de tener al niño contento, y así mantenerlo tranquilo. Porque si el niño se cabrea, es la debacle.
Nunca me resultó tan evidente este problema como cuando, hace un par de veranos, fuimos los niños, su madre y yo a Disneyland París. En un sitio donde se supone que las cosas deberían ser más agradables y fáciles, los ánimos deberían estar no ya calmados sino radiantes, y sería lógico esperar que los niños estuviesen contentos y encantados de estar allí (y agradecidos a sus padres por haberlos llevado); en un sitio así, digo, cada vez que nos sentábamos a tomar algo o hacíamos cola y tenía la oportunidad de escuchar conversaciones familiares ajenas (la mayoría de españoles, por cuestiones lingüísticas), me sorprendía oyendo amenazas patéticas, promesas angustiadas y ruegos ansiosos, destinados a mantener a los niños bajo control. Porque demasiados padres no podían permitirse una escalada del conflicto, pues carecían de la suficiente autoridad sobre sus hijos para ponerle solución.
No estoy hablando de prevenir y evitar con buen criterio los problemas, que normalmente es lo que hay que hacer, sino de recurrir a cualquier concesión (como mínimo poco defendible, y a veces claramente contraproducente) para que el niño se dé por satisfecho. Vamos, lo que es hacer la pelota.
Me parece que no es necesario explicar las consecuencias que algo así puede tener. Y no solo en la adolescencia.
2. Necesitar que se alegren mucho de vernos, y tratar de convencerlos de ello
Ya sé que suena un poco tonto, esto, pero es que se trata exactamente de eso. Y de verdad que creo verlo muchísimo, sobre todo en una situación muy corriente: al recogerlos en el colegio.
En el momento del encuentro, hay caras (casi todas) de lógica alegría, y respuestas más o menos expresivas por parte de los niños. Quizá estemos todos un poco chalados, pero la verdad es que yo creo que nos alegramos mucho de verlos.
No me refiero a eso, claro.
Me refiero a esas caras (y aquí viene la parte en que todo se basa en mis propias observaciones/deducciones subjetivas e indemostrables), todas ansiedad, que están diciendo, con una sonrisa de joker y unos ojos como platos bajo unas cejas de delatora concavidad, ¡¿A que verme es lo más alucinante que te podía pasar, y para ti es TAN importante como para mí?! Caras acompañadas de aperturas de brazos propias de reencuentros postergados durante años, que normalmente acaban degenerando en un tirón al niño para que ¡nos abrace, hombre! Y continúa la sombra de duda en la mirada imploradora, buscando una señal...
Y hay otra variante, que sabrán ustedes reconocer: necesitar que se entristezcan cuando nos despedimos de ellos, y tratar de conseguirlo.
Los abuelos también hacen bastante eso, pero ellos son abuelos y tienen excusa. Lo preocupante es la neurosis de los padres.
Demasiadas expectativas, demasiada ansiedad.
Es lógico que necesitemos que nos quieran. Lo ilógico es no dejar de dudarlo. Porque así es imposible hacer las cosas bien, con un mínimo de cordura y equilibrio.
Tanto el mal 1 como el mal 2, que por supuesto admiten grados y pueden no pasar de anecdóticos o llegar a convertirse en problemas serios, surgen en mi opinión de nuestra inseguridad como padres (y, en el fondo, de nuestra fragilidad general). Y nuestra inseguridad, ese sentirnos débiles, nos hace muy poco fiables.