[El tema del taller, al que tuve la oportunidad de asistir, o casi, en vivo, era el mar.]
HE NAVEGADO
He navegado. He visto el mar azul, verde, gris, marrón y negro. Lo he visto tocando la costa, y también a mi alrededor, interminable, ocupando el mundo entero (en el mar uno se cree por fin que la Tierra es redonda). Lo he visto como un espejo y como un monstruo gigantesco que nos quería devorar. He visto pájaros, peces, delfines y ballenas, cielos transparentes y cielos que rozaban los palos; he tomado el sol en cubierta y he caminado agarrándome a lo que podía bajo lluvias delirantes. He visto amaneceres y ocasos desde toldilla, y con la frente apoyada en el cristal del puente he mirado cómo la proa rompía el agua. He navegado en un mar de mercurio y, no sé por qué, me he fiado de los barcos y nunca he tenido miedo aunque pareciese que las olas nos iban a enterrar. Y me he sentido viviendo lo excepcional.
He estado en medio de un mar de velas. He cruzado el Ecuador y el Círculo Polar Ártico, y llorado de miedo por culpa de un islote ridículo. Y una noche nos despertaron porque faltaba un hombre. Un chico que se cayó al agua, al agua negra, y que probablemente gritó mientras veía las luces del barco alejarse, alejarse hasta dejarlo solo, solo en el mar inmenso, negro y profundo con solo las estrellas sobre él, hasta que todo fue agua y oscuridad.
He estado subido al trinquete a la luz de la luna en mitad del Atlántico, y he aferrado paño con tanto viento que no oía los gritos de quien estaba codo con codo conmigo en el palo. Y una mañana vi unas luces y era América. He conocido muchos sitios y a muchas personas. Y prometí escribir a una chica que quién sabe qué podría haber sido.
He estado en otra época y en otro mundo, donde los hombres no mandan.
He navegado. He visto soltar amarras y cómo nos apartábamos del muelle, del nuestro y de muchos otros, y he sentido cómo esa franja de agua que poco a poco se iba ensanchando era desde el primer metro, desde que se retiraba el portalón, un abismo insalvable que me separaba de quienes quería. Y los he visto hacerse pequeños saludando con la mano, y darse la vuelta, meterse en el coche y seguir viviendo esa vida que, de repente y durante días, semanas o meses, para mí dejaba de existir y solo era un recuerdo, teoría, ganas y pena.
Y la ciudad se alejaba también. Las ciudades, tantas, añoradas, olvidadas. Se quedaban allí, donde estaban la gente, los edificios, las calles, las luces, los niños en los colegios y señoras paseando, perros, carteles, escaparates, conversaciones en la acera, cafés, portales, escaleras, salas con un sofá y una tele, y ruido y risas y enfados, y los árboles.
Y desaparecíamos, y todos desaparecíais.
Y no era posible estar al mismo tiempo allí, en el mar, y aquí.
He navegado, y nunca volveré a navegar.