Quizá algunos de ustedes recuerden lo que en verano les conté sobre mis vacaciones en Dinamarca. Entre las cosas que comenté, dije:
- En un municipio próximo a Copenhague el ayuntamiento contrajo una deuda que no pudo justificar, y sobre la que hubo incluso una inaudita acusación de corrupción. Desde entonces, y hasta que liquiden el endeudamiento público, los vecinos pagan un 2,5% más de impuestos. Se considera que quienes actuaron mal eran sus representantes; y los vecinos entienden (es de suponer) que la próxima vez deberán pensarse mejor a quién votan.
Ahora, así, rápido, sin pensar, cierren los ojos y repitan conmigo: Marbella.
Alguna que otra vez ha surgido en este blog la recurrente cuestión de si los políticos (por ejemplo los nuestros) son lo peor de la sociedad, una especie aparte que merece nuestro desprecio debido a sus de sobra conocidos defectos, o si por el contrario son en realidad nuestros representantes en un sentido mucho más amplio que el estrictamente político y lo que en ellos criticamos no es más que la quitaesencia de nuestra propia forma de ser: o lo que es lo mismo, que no son sino una muestra de la sociedad que los crea y sostiene.
Yo soy de la opinión de que cada país, cada sociedad (bueno, dejémoslo en cada sociedad democrática, para no meternos en análisis sociopolíticos de hondo calado, que ya bastante quedo en evidencia con los de andar por casa), tiene los políticos que se merece. Para mí, no cabe duda de que la responsabilidad, eficiencia y honradez de la clase política de un país democrático es un reflejo de la salud de esas mismas cualidades entre el electorado. No quiero decir con ello que se correspondan con la media nacional, pues parece que el nivel entre los profesionales del poder es, se diría que por definición, especialmente bajo, pero sí que su altura es directamente proporcional a la madurez política, el civismo, la responsabilidad y el sentido ético de los ciudadanos.
Piensen ustedes en el ejemplo de Dinamarca y lo que significa: los habitantes de ese municipio (se trata de Farum, una media hora al norte de la capital), son los responsables directos de los errores de sus representantes (que como tales son vistos y tratados), y esto hace que deban pagar tanto por haber elegido mal como por (ya que su papel político no se limita al de votantes) no haber evitado que un comportamiento negligente y -creo recordar- delictivo haya tenido lugar delante de sus narices.
Ahora echemos un vistazo a nuestra Marbella:
a) un municipio donde la población, pensando que el fin justifica los medios, y buscando además que ese fin no fuese otro que una ciudad cómoda y segura para el dinero, y lo fuese a cualquier precio, da el poder a un partido que les promete precisamente eso, que enseguida presume de haberlo logrado, y que ni siquiera se molesta en disimular, como los otros, hablando de justicia, progreso, y tonterías por el estilo (lo cual, para más inri, era visto por bastantes -que me acuerdo yo muy bien- como una muestra de sinceridad, de pragmatismo, como la merecida bofetada en la cara a los hipócritas partidos tradicionales);
b) un municipio donde la población era por supuesto consciente desde hace años de la cantidad de barbaridades que, sobre todo en el terreno urbanístico (¿en cuál si no?) se estaban cometiendo, barbaridades que, por haches o por bes, eran aceptadas en silencio (y me atrevo a decir que el principal motivo de cabreo en lo que a todos estos robos se refería era el que a uno no le tocase ningún trozo en el reparto del pastel);
c) un municipio, o mejor dicho un país, en donde a nadie se le pasa por la cabeza ni en sueños pedir explicaciones, ni mucho menos responsabilidades, a esa población y a esos votantes por ninguna de esas dos cosas, a pesar de que ambas hayan sido culpa suya y de casi nadie más.
Piensen en eso, y calculen en cuántos ayuntamientos se darán situaciones parecidas (en el mío, estoy convencido de que esas cosas, aunque menos llamativas, pasan); piensen sobre todo en las grandes capitales y en las zonas turísticas, donde la tentación es mayor, y admitirán que esto tiene que ser sólo la punta (vistosa, eso sí) del iceberg. Y hagan memoria a ver si alguna vez han tenido noticia de que tales hechos, comentados como algo normal en la calle, se hayan denunciado. Es más, traten de recordar cuántas veces han hablado o han oído hablar de toda esta sarta de delincuentes sin escrúpulos con envidia e incluso con poco disimulada admiración.
Estas cosas no ocurren por fallos en las instituciones, en las leyes o en los procedimientos administrativo y judicial. Esto ocurre por cómo somos nosotros, los ciudadanos. Lo de Marbella, lo del 3% en Cataluña, lo de las inmobiliarias en Madrid, lo de los pelotazos de los 80, lo de los subsidios trampeados, lo de las bajas médicas fraudulentas, lo de las más que sabidas corruptelas municipales de todos los días, existe por nuestra culpa, la de todos los españoles (y ya de paso digo que, lo de Berlusconi, por la de los italianos).
Y el único modo de acabar con ellas pasa, en mi opinión, por:
1) Conseguir que a todos nos parezcan mal. Lo cual, hoy en día, y por mucho que ustedes y yo seamos los más honrados del mundo, no es cierto.
Cuando a base de educación logremos que la inmensa mayoría de la población las considere moral y éticamente inaceptables; que rechace cualquier comportamiento incívico; que deje de envidiar al que de la noche a la mañana y con métodos inconfesables se hace de oro; que deje de darle palmaditas en la espalda al que se la cuela a Hacienda (y no le pregunte además cómo hacerlo, claro), etc., etc., el primer y más importante paso estará dado.
2) Abandonar la actitud, propia de países inmaduros democráticamente (como nosotros) o directamente no democráticos (dictaduras personales o de partido, oligarquías, etc.), consistente en considerar que el gobierno (estatal, autonómico, municipal, lo mismo da) y, en general, las instituciones públicas, no dependen de nosotros ni nos deben servir, sino que nos vienen dados y hay que aceptarlos como son, sin pedirles cuentas y sin poder decir o hacer nada por muy insatisfechos que nos tengan.
La sociedad, que conformamos todos nosotros, es la que debe ser responsable, madura, cívica y honrada. Lo demás, lo de los políticos y el resto de los poderes fácticos, vendrá dado por añadidura cuando por fin nos creamos que esto es una democracia.
No es fácil, desde luego. Pero empecemos por dejar de quejarnos de en qué manos estamos; porque hace tiempo que estamos sólo en las nuestras.