27.5.18

Escala

[Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 27.05.18]

Escala



"Un día te metes en una discusión cualquiera en la red. Podías haber pasado por allí sin decir nada, pero al final decides dejar un comentario, que resulta desencadenar una conversación tensa que acaba siendo desagradable. Y, aunque ni siquiera conoces a tu interlocutor, como eres tonto y quieres tener razón y que el otro te la dé, te quedas mal. Un par de días mal, jodido por eso pero más aun por permitir que te afecte.

Después te sucede algo parecido, pero en el trabajo. Discutes con un compañero y no logras evitar que se vaya enfadado. Y, como siempre has tenido la necesidad de que los demás te consideren, antes que nada, buena persona, te disgustas. Una semana, durante la que quieres arreglarlo y piensas cómo. Y lo de internet se te olvida.

Pero también eso se te olvida cuando una mañana te comunican que sí. Que te vas. O, mejor dicho, que el momento de decidir ha llegado y las alternativas se han ido reduciendo hasta que no te queda más que lo que suponías. Te vas a ir. Te vas a ir a vivir a Madrid. Tú. En Madrid, no aquí. Y de repente, lo que solo era una teoría, un escenario sobre el que imaginar situaciones, deja de serlo y se convierte en una realidad que ya, ya, ha aparecido allá lejos y no ha tardado ni un minuto en comenzar a crecer hacia ti. Y que ahora, desde aquí, parece llena de despedidas, de soledad y de distancia.

Y claro, el disgusto aquel no recuerdas ni por qué era.

Y entonces, cuando parece que no hay sitio en tu cabeza para nada más, suena el teléfono. A tu hijo le pasa algo y tienes que ir. No es nada, un pie que no puede apoyar, una visita (la enésima) a Urgencias y listo. Él incluso está encantado, porque le has conseguido unas muletas y va a aparecer con ellas en clase, y va a ser guay. Pero en ese momento, en esa media tarde esperando a que te digan que repose y hasta la próxima, te da tiempo a pensar muchas cosas. No quieres, no debes, no tiene sentido dejarse llevar cuando sabes de sobra que puedes estar tranquilo. Pero aun así, a veces lo observas sentado a tu lado mirando alrededor, mirándote, y de reojo ves, durante una fracción de segundo, pasar por detrás de ti una sombra inmensa. Y sientes un escalofrío de terror tan inconcebible que todo tu cuerpo se tensa, se cierra, se crispa, casi histérico, y te aparta inmediatamente de allí. Y le das la mano, con cuidado de no apretarle mucho, y le sonríes otra vez y le señalas un cartel en la pared, con una foto de una ciudad cualquiera que no sabes si es Madrid, y te da igual."
 
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20.5.18

Solo en casa

Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 20.05.18


Solo en casa




"Conozco gente que trabaja desde casa. No de vez en cuando, sino habitualmente. Casi todos relacionados con la edición, la traducción o directamente la escritura. Y la mayoría niega que sea la maravilla que los demás enseguida suponemos. Echan de menos el encuentro diario con los demás, con unos compañeros, aunque les caigan mal. Dicen que acaban por sentirse aislados, demasiado al margen. Por no hablar de la disciplina que les exige tener todo el día por delante. Es duro, dicen.

Este martes me quedé por la mañana en casa. El lunes había cometido la temeridad de agacharme a coger unas monedas de encima de una silla y, al doblarme, fue como si me clavasen un puñal en la espalda. La consecuencia fue un día sin ir a trabajar. Pero me levanté temprano igual, porque en la cama estaba peor, y desayuné a la hora normal. Solo que al acabar me fui en pijama al salón y me senté –con mucho cuidado- delante del ordenador, a terminar mi trabajo de fin de máster y a renovar mi juramento de que, una vez lo acabe, no vuelvo a estudiar en mi vida. O en muchos años. O en algunos.

Y eso que estuve bien. Tuve puesta Radio Clásica toda la mañana, esa torre de marfil que a veces necesito. Un placer todo, excepto un programa que, con motivo del San Isidro, se detuvo en la zarzuela más de lo que me habría gustado –o sea, se detuvo-. Además Bartlet, mi gato, no se separó de mí. Al principio hizo lo normal en cualquier gato, que es adivinar cuál es el papel que estás leyendo y tumbarse en él. Luego se sintió estola de visón de señora de antes y se acostó en mi cuello; y allí estuvo más de media hora, hasta que mi espalda me preguntó si era tonto o qué. Entonces se puso a dormir sobre mis piernas, y me las calentaba tanto que en dos ocasiones lo levanté para mirar, porque estaba convencido de que se había meado. Pero no, es muy bueno y solo hace pis en nuestro nórdico y en mis jerséis.

El problema es el móvil. E internet. Y en especial Facebook, que puede echarte por tierra cualquier plan de trabajo. Facebook es el diablo. Sobre todo si entras y ves una discusión sobre Cataluña, otra sobre el machismo en general y la sentencia en particular, y otra sobre un bautizo chipriota, y en todas quieres convencer a todo el mundo y dejar claro que tienes razón, ¡que tienes razón tú! Terrible.

Pero al final trabajé bastante. Y a gusto. Fue una mañana agradable y, aunque no dudo de la necesidad de socializar, no me importaría probar durante una temporada a pasar sin tanto prójimo. Total, un poco más de misantropía, qué daño me puede hacer."

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13.5.18

El éxito


Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 13.05.18


El éxito


"Preguntarse por la felicidad, a mí me parece pertinente y lógico. Desde que somos intelectualmente capaces lo hemos hecho siempre; lo hicieron nuestros padres griegos y, desde entonces, casi cualquier filósofo y cualquier hijo de vecino que tuviera un momento libre y se pudiera permitir divagar un rato. Era una pregunta digna, que buscaba una digna y necesaria respuesta, hasta que fue banalizada e infantilizada por los libros de autoayuda primero y las tazas de Mr. Wonderful después.

Por eso me pareció muy apropiado que el otro día un amigo me comentase que llevaba un rato pensando en qué consistía el éxito. El éxito y no la felicidad. La felicidad se puede ir mucho por las ramas. Mis hijos, cuando me preguntan qué pediría si me concedieran un deseo, me aclaran que me deje de paces en el mundo y de su salud y bienestar futuros; que concrete: algo mío bien delimitado. Y hablar de éxito es un poco más concreto y delimitado. Digamos que, con él, nos centramos en uno de los ingredientes.

Mi amigo, que lleva en la música toda la vida como aficionado pero apenas dos años como intérprete, acababa de vivir una situación que le parecía prácticamente perfecta: había tocado con su grupo delante de la gente que quiere, todo había salido bien y no había recibido más que abrazos, besos y felicitaciones. Y me decía luego, todavía descendiendo de las nubes, que aquello, aquel momento, si no lo era, se parecía mucho a alcanzar el éxito en la vida. Y a mí no me cabe duda de que tenía razón.

Como siempre, para saber si hemos llegado a nuestro destino debemos saber a dónde íbamos. Ya lo dijeron Séneca y Lewis Carroll. Y parece lógico pensar que el éxito, esa empresa finalizada, tiene que ver con un objetivo y unas expectativas. Por eso no hay dos respuestas iguales. Una casa, un título, dinero, acabar una maratón o escribir en un suplemento. Por eso, porque es tan íntimo y personal, nadie puede convencernos de que lo hemos logrado si nosotros no lo vemos. Y por eso es un error garrafal perseguir las metas de otros.

A veces esas expectativas son asequibles y otras no. A veces, si uno es muy rallante, resultan imposibles de cumplir. Yo creo que me contentaría con saber en qué consisten las mías, y superar así esta sensación crónica de desorientación, de estar dando palos de ciego, de buscar sin tener claro el qué. Quién sabe, tal vez un día, después de hacer algo, después de que algo que parecía normal pase, de repente me pare, como Fran, y le diga a quien camina a mi lado: coño, ya está, era esto."

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6.5.18

Bajo un ardiente sol


Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 06.05.18


Bajo un ardiente sol




"La canción más graciosa del mundo se compuso para mi ciudad: “Ferrol, Ferrol, Ferrol, donde yo nací bajo un ardiente sol”. El anónimo autor al que en 1910 se le ocurrió tenía que ser un coñero. Hubo unos años en que a última hora del día la ponían con las campanadas del ayuntamiento, y era fascinante oírla sonar sobre los paraguas que cruzaban la plaza de Armas.

Ustedes son de Lugo o Pontevedra, o de más lejos si cabe, así que nunca han venido a Ferrol. Ni falta que hace, pensarán. Es tan feo, tan aburrido y cerrado, y está tan deprimido económicamente que nos han comparado con Mordor, Corea del Norte y Detroit. Y aun encima está en la esquina: no vale la pena.

Eso sí, seguirán sin conocer su conjunto patrimonial, el segundo más importante de Galicia. Y no pasearán por el centro ni se enterarán de que las galerías de nuestras rectilíneas calles no solo fueron las pioneras, allá en el XVIII, sino que siguen siendo preciosas. Ni sabrán que ir de vinos es cada vez más diferente, y que también aquí se come muy bien. Ni les llevarán a los dos castillos que llevan tres siglos guardando la ría, ni a las playas casi vírgenes que hay a diez minutos. Nadie les contará que desde 1983 mantenemos una perfecta y neurótica alternancia izquierda-derecha en el gobierno municipal, ni que, a pesar de que la economía es la que es y, efectivamente, tiene las flaquezas de todos los monocultivos, ni nos hemos muerto ni estamos moribundos, y hay vida. Y cultura. E iniciativas. No vengan y no conocerán una ciudad segura, abarcable y acogedora donde es un lujo poder criar a los hijos, y que no se merece casi ninguno de los tópicos que pesan sobre ella.

Excepto uno, que es cierto: no nos valoramos. Es verdad. Nos quejamos, protestamos para que alguien venga a resolvernos los problemas y hablamos mal de lo que tenemos, que siempre es peor que lo de fuera: las casas se caen, aunque seamos la ciudad gallega donde más se rehabilita; no salimos porque no hay nadie, y no hay nadie porque vamos a salir a otros sitios; y no abren las tiendas porque no hay gente por la calle, y no hay gente porque, total, está todo cerrado. Tenemos la autoestima por los suelos. No nos queremos.

Y eso hace mucho daño. Porque el derrotismo siempre acierta: si dices que no, va a ser no.

Por eso –y sin querer caer en un positivismo estúpido ni obviar nuestros problemas- estaría bien, sería fantástico, revulsivo y revolucionario, que en Ferrol dijéramos que sí. Que pusiéramos buena cara. Que nos quisiéramos un poquito. Porque, a veces, quererse lo cambia todo."

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