29.4.18

Molestias en el bazo


Publicado en el suplemento Táboa Redonda del domingo 29.04.18


Molestias en el bazo




"Ya decía Al Pacino en “El abogado del diablo” que la vanidad era su pecado favorito, porque nadie está libre de caer en él, y hasta la personalidad más fuerte, la que resiste impertérrita cualquier crítica, se doblega ante el elogio.

Una forma prosaica de explicarlo es que la dopamina nos encanta y la recibimos con alegría, como bien sabían los creadores de Facebook cuando decidieron incluir algo que cambiaría por completo la experiencia de sus usuarios y los encadenaría para siempre: el like. Sea por eso, sea por una más trascendental necesidad de reconocimiento, basta echar un vistazo a las esquelas de ABC para comprobar cuánto nos importa tener méritos. O a los perfiles de Linkedin, donde nadie parece tener un trabajo corriente ni, desde luego, modesto.

Estamos desnortados. Yo al menos lo estoy, sobre todo algunas épocas en las que de repente parezco un pollo sin cabeza, con la diferencia de que en lugar de correr me paro con las manos en los bolsillos y miro alrededor, entre embobado y cansado. Y peor es cuando, en lugar de observar lo que me rodea, me veo moviendo el pulgar pasando pantallas del móvil en busca de no sé qué. De un vídeo de caídas o un artículo sobre el número de comidas diarias recomendable.

Esa astenia, hay quien se la achaca a la primavera, como otros a la lluvia. Yo, si tuviese que pronunciarme, diría que a mí lo que me desasosiega es la llegada del calor, pero lo cierto es que soy reacio a relacionar mi humor con la meteorología. Demasiado superficial. Yo soy más de la frustración, el irremisible paso del tiempo, el miedo a la muerte y cosas así. Pero, sea como sea, ese mal de los que no sufrimos grandes males, de los que no tenemos graves problemas, esa angustia vital de causa difusa o directamente imposible de explicar, llega y me ataca de vez en cuando, cargada de consecuencias reales. Y me entra una apatía vital, a medias entre el hastío de la rutina y la desorientación existencial, que me quita las ganas de casi todo. Quiero y no puedo. O no quiero. Y ardo en deseos de arder en deseos, de una vez, por algo.

Me ataca el spleen de los románticos, el spleen de Baudelaire, pero sin la vertiente artística, sin que surja la poesía. Puedo ponerme un batín de seda, tumbarme en una otomana, acariciar desmayadamente a mi gato y, mirando a la ventana, suspirar, pero nada: creatividad cero. No paso de los lamentos por lo que yo habría podido ser… si hubiese sido otro."

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22.4.18

Levita y chaleco blanco


Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 22.04.18



Levita y chaleco blanco




"Leo “Viajes de entreguerras”, de John Dos Passos. En el capítulo titulado “Orient Expres” cuenta sus viajes por el este entre los años 1921 y 1926. Describe lugares de la Turquía derrotada: las plazas de Estambul y sus mercados llenos de comerciantes persas, judíos y armenios de narices grandes, los reflejos del mar azul vistos entre los cipreses durante un paseo o, a lo largo de varios días, el Hotel Pera Palace, en cuyo salón rojo se concentraban diplomáticos, militares y periodistas británicos y franceses, damas aferrándose a sus últimos vestidos buenos para sobrevivir, algún alemán, algún griego, italianos y norteamericanos, bebiendo whisky y hablando de los avances y retrocesos de las tropas de Kemal mientras fuera, en las calles, mendigaban soldados rusos. Fue no muy lejos de allí, en Creta, en Heraclión, donde hace años entré en un pequeño quiosco en el que encontré varias estanterías enteras llenas de novelas de Dostoievski, Tolstoi, Turguénev. El dueño me explicó que los leían las prostitutas rusas de la ciudad. Tampoco habían tenido suerte, como aquellos soldados rubios de ojos azules. Siempre me pregunté si alguna de ellas habría hablado alguna vez de literatura con algún cliente. Creo que pensamientos así me salvarán algún día, si no me salvan ya.

El misterio del Mediterráneo, mayor cuanto más nos acercamos a Levante. Su historia, su geografía, su cultura y su mitología, exóticas y al mismo tiempo cercanas, no en vano somos hijos suyos. Hijos de legisladores que vistieron túnica y sandalias y mojaban pan en el garum, y de legionarios que se acabaron casando con mujeres vacceas y hoy viven en Villalpando; pero también hijos de filósofos del Ática, de sacerdotes de Delfos, de sabios de Asia Menor, de navegantes fenicios y de pastores beduinos que cambiaron los rebaños por el alfanje.

Describe ancianos turcos de fez rojo y barba blanca, discutiendo grave y lentamente a la sombra de un plátano, vestidos de levita oscura y chaleco blanco. Y pienso que hoy en día ya nadie vestirá así, ni siquiera en Anatolia, ni siquiera en Trebisonda, que no en balde ha pasado de capital de un imperio a puerto exportador de anchoas, avellanas y té. Todo pasa. Y es Dos Passos, ya en la primera página del libro, en el capítulo “El descubrimiento de Rocinante”, dedicado a España, quien cita a Jorge Manrique y su cualquier tiempo pasado fue mejor.

No todo lo anterior fue mejor, ni mucho menos. Lo que sí es cierto es que el pasado es en general algo que hemos perdido. Y eso deja, inevitablemente, cierto poso de tristeza."

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15.4.18

Chicas con pecas

Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 15.04.18


Chicas con pecas


"Yo conocí “Good vibrations”, de los Beach Boys, una de las canciones más caras de la historia, por el anuncio de Bitter Kas. No fue la única. Como casi toda mi generación, también conocí el reggae, a Bob Marley y a sus “Three little birds” por el anuncio de Lois. Además, en misa aprendíamos y cantamos canciones que luego resultaron ser “Blowing in the wind”, de Dylan, o “Los sonidos del silencio”,  de Simón –así, como suena- y Garfunkel.
El anuncio de Bitter Kas era cortito, tan solo veinticuatro segundos, y en él aparecían unos chicos haciendo windsurf entre las olas. Y luego, un vasito raro con hielo donde se servía la amarga y roja bebida. La música era ese sensacional inicio de la canción, aunque por exigencias del guion se abreviaba y saltaba enseguida al estribillo, que hablaba del sabor y la gente biterkás.
Estos días he puesto un cedé de los hermanos Wilson y compañía – por cierto, tan solo el primo Dennis, el batería, hacía surf- y me he quedado dándole vueltas a ese tema, a esos coros del principio, y a por qué, con independencia de su genialidad musical, me resultan tan sugerentes, tan atractivos. Y he pensado en aquel anuncio, que es del año 1984 –tenía yo 14- y lo he vuelto a ver. Y sin duda la música, como tantas otras elegidas por la marca vasca, era un acierto, y las imágenes tampoco estaban mal, pero había algo más. El resultado era más que la suma de los ingredientes más evidentes, era un ejemplo de sinergia en una época en la que no sabíamos lo que era eso, un resorte que hacía despertar otra cosa.
Lo veo y me doy cuenta de que allí había sin duda algo sexual. Buceo un poco en lo que queda de la mente de aquel adolescente y creo ver imágenes de chicas americanas. Chicas riéndose a la orilla de un mar dorado o alrededor de una hoguera de noche en la playa, en vaqueros o en biquini. Chicas rubias con pecas. Una, al sonreír, se muerde un poco el labio inferior. Junto a ellas, tíos cachas que hacían cosas increíbles como hablar en inglés, navegar sobre una tabla o cantar. Cosas que yo nunca podría hacer y que les permitían estar con mujeres como yo nunca conocería. Porque eso era lo fundamental: que todo –el surf, los músculos, el sol, esa playa, esa hoguera y la noche californiana-, pero sobre todo aquellas chicas de melena trigueña, sobre todo sus pecas, eran inaccesibles. Un paraíso inalcanzable. Tanto más paraíso cuanto más inalcanzable."

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9.4.18

Un lazo fuerte


[Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 8 de abril de 2018]


Un lazo fuerte

 
"Una noche de esta semana despedí a mi hija Paula, que solo se iba unas horas a Viveiro a tocar en una procesión, como si se fuera de casa, a la universidad o a vivir -porque sí, por la vida- a otra ciudad. Creo que fue la primera vez que anticipé su futura marcha. Y la abracé, supongo que desproporcionadamente, con unas ganas un poco fuera de lugar. Lo curioso fue que me pareció que ella me respondía igual.
Luego me quedé de pie en el aparcamiento, bajo el paraguas, empapándome los pies esperando a que el autobús se fuera, mirando por las ventanas al interior iluminado, lleno de jóvenes con corbata saludándose, y mirándola: qué pensará, qué sentirá, ella que deja ver tan poco.
Ahora atraviesa la adolescencia, tan conocida como inescrutable. Una etapa que incluso cuando –como en su caso- es plácida y tranquila, no puede desprenderse de ciertos elementos, el primero de los cuales es colocarse a una misma en el centro del mundo y, por tanto, del pensamiento. Y me pregunto cómo saldrá de ahí, cómo será ella cuando lo haga, después de atravesar ese maremágnum de autoevaluación, de comparaciones continuas, de dudas, altibajos de autoestima, ensoñación constante y una especie de prisa por crecer.
Y, mientras todo eso pasa, ¿qué hago? ¿Qué debería recibir de mí? No lo sé. Imagino que, en el fondo, lo mismo de siempre. Por un lado, la tutela material que se nos presupone, la que nos exige el Código Civil. Por otro, esa especie de orientación que yo llamaría, por resumir, educación, y esperar que de nuestras referencias, adoctrinamiento y consejos le llegue algo. Y por último y sobre todo, la base sentimental y afectiva que le sirva de asidero, que no puede perder nunca de vista y en la que tiene que saber que siempre se puede dejar caer, porque está allí para ella.
Hace unos cuantos fines de semana mi hijo me trajo una ramita con flores de un arbusto que crece donde los sábados esperamos por la furgoneta de surf. Hemos cogido alguna flor alguna vez, los dos. Me la dio y me dijo: “Para que escribas un artículo”.
También él llegará a la adolescencia, que no sé si será tan pacífica. Tal vez lo pasemos peor. Pero yo me pregunto si es posible que algo así se llegue a perder, si hay adolescencias capaces de deshacer lazos tan fuertes. Y a pesar de los ejemplos en contra me cuesta creer que, por mucho que cambie y crezca, por muchas turbulencias que vaya a atravesar, el niño que me trajo unas flores recogidas dos días antes pueda irse.
Confío en que no.  Como Paula no se va del todo, aunque a veces esté lejos."

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1.4.18

Una tapa de ensaladilla


Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 01.04.18



Una tapa de ensaladilla




"A veces, la filosofía de almanaque nos enseña más que una estantería llena. El día 4 de agosto de 2016 mi taco de calendario decía: “La pena del ayer y el miedo al mañana son los dos ladrones que nos roban el hoy.”

Y no hay mucho más que añadir. Así es. Pero yo voy a matizar un poquito la primera parte. Porque creo que una cosa es sentirse atado por el pasado, por un pasado que nos lastre y nos ahogue, y otra muy diferente caer en el mecánico “hay que seguir adelante”, un poco tonto, que parece invitar a la inconsciencia. E imagino que en algún punto entre ambos extremos debe de ser posible hallar un equilibrio, de manera que logremos seguir viviendo pero evitemos vivir como si nada, como si no hubiese mayor prioridad que sentirnos bien a toda prisa y a toda costa.

Pablo Milanés, en su archiconocida “Yo pisaré las calles nuevamente”, adelanta el momento del triunfo, de la alegría del regreso –de los libros, las canciones-, pero deja un espacio para acordarse de los que ya no lo verán: cuando se detenga a llorar por los ausentes. Porque qué menos que dedicarles unas lágrimas. Si cambio la toma del Palacio de la Moneda por cualquier día mío, qué menos que recordar a quienes lo hicieron conmigo. 

Algún domingo, de niños, fuimos con nuestros padres a tomar una tapa de ensaladilla al “Las Pías”. En una mesa rectangular junto a la ventana, en unas sillas de capitoné granate de escay. Ahora paso en coche por delante y me acuerdo y me alegra. Y el día es un poco mejor así, mejor que si allí no me hubiera ocurrido nunca nada. Sean épicos, líricos o dramáticos, los recuerdos son parte de nuestra vida, y nosotros somos, por encima de muchas otras cosas, la suma de nuestros recuerdos.

Por eso, y a pesar de entender que tras ese tipo de comentarios únicamente hay buena intención, me resulta irritante oír, en un funeral cualquiera, frases de consuelo recomendando no pensar, no volver la vista atrás. Bienintencionado pero, en el fondo, injusto. ¿O no lo es, pretender, ante la muerte de un ser querido, hacer lo que sea por continuar sin él?

Las personas que quise están, sin ningún tipo de misticismo, en mí. Siguen formando parte de mi vida y así deseo que sea, como me gustaría formar parte de la de quienes quiero ahora y me sobrevivirán. No como un peso ni una sombra triste, sino como algo que contribuye a llenar y dar valor a la vida.

El ayer no debería causarnos demasiada pena. Y, efectivamente, nuestros recuerdos no deberían robarnos nuestro presente. Pero sí hacerlo mejor, como aquella tapa de ensaladilla hace que dos tardes de cada semana sean un poco mejores."

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