30.11.15

Táboa Redonda: On the road, por ejemplo

La sensación de que, en contra de lo que uno daba por sentado, el tiempo pasa y nos va dejando sin oportunidades, ya, de hacer lo que queríamos, lo que imaginábamos que no podía faltar en nuestra vida.



[AQUÍ, POR FIN, EL ENLACE AL ARTÍCULO]

Teníamos tanto tiempo


Yo casi nunca me acuerdo de qué iban los libros que he leído. De casi ninguno. Sé que ‘Cien años de soledad’ (Austral) cuenta la historia de la familia Buendía, que alguien talla pececitos de plata y a una virgen la entierran en su mecedora; que en ‘Austerlitz’ (Anagrama) Sebald habla del reloj de la estación de Amberes y de cómo unificó la medida del tiempo; que en “Tres tristes tigres” (Seix Barral) se escucha jazz en locales nocturnos y conducen por el Malecón; que en ‘El ruido y la furia’ (Cátedra) un loco mira un partido de béisbol tras una reja, o que en ‘Vidas minúsculas’ (Anagrama) Michon describe una casa triste en el campo, y poco más. Bueno, lo del pelotón de fusilamiento y la nieve también, claro, pero es que eso es vox populi.
Lo que nunca olvido es qué me parecieron, si me gustaron mucho, regular, poco, nada, o si me parecieron grandes libros. Por eso puedo afirmar que esas cinco novelas, por ejemplo, me maravillaron hasta llegar a marcarme.
‘En el camino’ (Anagrama) me impresionó, y sin embargo no soy capaz de contar nada de él, más allá de lo que dice cualquier sinopsis: dos amigos, alter egos del icono beat Neal Cassady y del propio autor, Kerouac, cruzan Estados Unidos en coche varias veces durante varios años, conocen mucha gente, tienen parejas e hijos, se enfadan y se echan de menos. Únicamente recuerdo un detalle, porque me pareció aberrante: hay un momento en que, entrando en no sé qué estado, uno de ellos comenta que cree que allí vive su hermano, al que no ve desde hace años, pero que tal vez sea mejor no ir a visitarlo, porque le debe algo así como veinte dólares. Aparte de eso, solo la sensación de vivir de prisa, de intentar ahogar la angustia, de querer agotar la vida.
Tengo dos viajes comprometidos con mi hijo: a China cuando cumpla doce años, y en el Transiberiano a los quince. Sin duda cualquiera de ellos sería una experiencia increíble; veremos si tengo el tiempo, el dinero y el valor. Pero cruzar EE.UU., un coche (un Cadillac o un Ford, grande), carreteras rectas interminables, gasolineras en medio de la nada y pueblos que son el fin del mundo, junto con ciudades que se comportan como si fuesen su centro, es algo que no haré. Tal vez sería materialmente posible algún día, pero supongo que se me ha pasado la edad. Hay cosas que hay que hacer a unos años o ya no son lo que deberían.
Cuántas cosas ya no sucederán. Cuántas, de las que uno creyó, o imaginó o como mínimo soñó hacer al menos una vez, no van a pasar. Parecía que habría oportunidades de sobra para todo y, sin embargo, aquí estamos, un poco desconcertados.
Y es curioso, pero a veces me sorprendo pensando que en la próxima vida sí, que en la próxima seguro que aprovecho mejor el tiempo.

* * *


22.11.15

Táboa Redonda: no es fácil no ser un bárbaro

Es difícil decir algo con sentido sobre esto; y mucho más, aportar alguna idea en tan poco espacio. Así que me he limitado a alertar sobre el peligro de aceptar cualquiera, el peligro de ser cada vez más estúpidos.

En contra de lo que suelo hacer, este texto se lo di a leer a varias personas, porque quería saber qué reacción podía provocar. Tenía miedo de que, como digo en él, alguien sospechase de mí.

En cualquier caso, el artículo de esta semana no es plácido como de costumbre, y lo siento.

Es todo terriblemente triste. La muerte, lo primero.




Bárbaros 
Dice Tzvetan Todorov en ‘El miedo a los bárbaros’ (Galaxia Gutenberg) que la violencia exige ideas simples.“Para matar a mi vecino porque es tutsi [o cristiano, o musulmán u occidental] debo olvidar todas sus demás pertenencias”, afirma el escritor. Porque solo obviando al individuo, sus circunstancias, su familia y todo lo que lo rodea, solo convirtiéndonos por un momento en psicópatas podemos valorar tan poco su vida. 
Cualquier estudioso de los conflictos, sean estos personales o comunitarios, sabe que una de sus consecuencias es la polarización que provocan, que se erige como obstáculo infranqueable ante cualquier intento de razonamiento: solo cabe elegir entre dos bandos que siempre acaban por ser radicales, y quien no está del todo en el nuestro es automáticamente sospechoso de traición. Y este maniqueísmo, este casi siempre falso dilema solo es posible cuando todo se simplifica burdamente. Reduciendo al otro a un solo rasgo, por ejemplo. Teorías como la del choque de civilizaciones, aceptadas gustosamente por ambos extremos, se basan en eso, en “explicar la complejidad del mundo en términos de enfrentamiento entre entidades simples y homogéneas”. 
Y para simplificar así, para despojar a alguien de su humanidad y reducir toda una sociedad a un perfil único y claro, es necesario desconocerlo casi todo de ella. 
Es comprensible que nos duela más el muerto más próximo. Es normal que el dolor sea mayor cuanto más se nos parece la víctima, cuanto más nos identificamos con ella: al fin y al cabo tras nuestra tristeza se esconde también nuestro miedo. Y por eso es tan necesario acercarse y conocerse, para vernos las caras y que todo lo que tenemos en común con cualquier persona no pueda pasarnos inadvertido. Para reconocerla nuestra igual aunque sus circunstancias no lo sean. La característica común a todo enemigo (musulmán, occidental, alemán, rojo, japo, yanqui, chiita, negro, hutu, inmigrante, burgués, capitalista, piel roja, sarraceno o independentista) es que es diferente a nosotros. 
No necesitamos que nadie venga a filosofar sobre nuestro sufrimiento; y mucho menos que pretendan hacernos entender por qué un enajenado quiere matarnos. Pero en tiempo de tribulación deberíamos evitar agarrarnos a los clavos ardiendo que se nos ofrezcan. Aunque sea difícil, porque aguantar el equilibrio por uno mismo lo es, como explicó Fromm en su imprescindible ‘El miedo a la libertad’ (Paidós). 
La violencia exige ideas simples, decíamos. También las provoca. Y sugiere soluciones más simples aun, aunque en su contra tengan la experiencia fallida de miles de años. 
Desaprensivos y desalmados los hay en todas partes. Y todos ellos sin excepción se aprovechan de quienes por ignorancia, necesidad, miedo o desesperación buscan respuestas fáciles.

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16.11.15

Táboa Redonda: aquellas tardes



Tardes


 
Cuando estaba en el instituto empecé ‘Últimas tardes con Teresa’ (Seix Barral), pero se ve que por aquel entonces era mucho para mí, que la dejé. Tardé muchos años en volver a Marsé, y cuando lo hice me faltó darme cabezazos contra la pared por haber dejado pasar tanto tiempo.

Comencé por ‘La oscura historia de la prima Montse’ (Seix Barral), que me deslumbró. La acabé una tarde mientras esperaba por mi hija, emocionado por un final conmovedor por lo que cuenta y por perfecto. En pocas páginas, como sin querer, Marsé va confirmando lo que a lo largo del libro se había ido sugiriendo, va confirmando el drama con un ritmo preciso, con una contención desengañada, y cierra así una novela maravillosamente escrita en la que además se habla con inteligencia sobre sentimientos.

Seguí con ‘Encerrados con un solo juguete’ (Bruguera) y, por fin, con las tardes con Teresa. Después de una temporada demasiado larga de lecturas fallidas, aquello fue un reencuentro con la gran literatura. Fue volver a ella y recordar qué es y qué da. Yo creo que Marsé es uno de los mejores escritores en lengua castellana del último cuarto del siglo pasado.

Además a mí Marsé me cae bien. Es un señor que se dedica a escribir, que ha rehuido siempre cualquier protagonismo añadido y habla poco, pero que, cuando lo hace, además de decir cosas con las que estoy de acuerdo, demuestra su independencia de opinión y la honestidad intelectual del que no va de nada; del que no sigue la corriente ni se las da de contracorriente, que es otra pose fácil que se ve mucho.

En la contraportada de ‘Últimas tardes con Teresa’ hay una foto suya en un escritorio, con su hijo sentado en sus piernas. Él casi sonríe y le señala la cámara con lo que parece una pluma. Es en los años setenta y me recuerda a mi infancia, a nuestras últimas fotos en blanco y negro, a una época de mi vida que considero muy feliz; y Marsé, con un jersey de cuello redondo por el que asoma la camisa, y tan joven, a mi padre y a mi tío. Detrás hay una estantería llena de libros, como en nuestra sala de entonces. Mi padre ponía música clásica y se sentaba en una butaca, al lado, a leer, el sol entraba por la ventana y le daba a mi madre, que calcetaba algo rojo o verde oscuro en la mesa camilla, y mi hermano y yo jugábamos o leíamos ‘Asterix’ comiendo el bocadillo.

En varias ocasiones Marsé ha advertido del peligro de confundir el éxito con la felicidad. A veces temo estar persiguiendo el objetivo equivocado, cuando en realidad, si pudiera darles a mis hijos un recuerdo que un día les hiciese sentir algo parecido a lo que yo siento al pensar en aquellas tardes, creo que casi todo habría valido la pena.

9.11.15

Táboa Redonda: formas de recorrer el camimo

Una de las cosas más fascinantes de escribir es observar las reacciones de quienes te leen.

Las pocas personas de las que tengo una respuesta a estos artículos hacen siempre unas lecturas e interpretaciones diferentes y sorprendentes. Esta semana, en especial, ha sido muy llamativo: varios me han dicho, nada más leer el artículo, que se sentían muy identificados conmigo y con lo que contaba; pero cada uno se refería a una cosa distinta, que en varios casos no tenía nada que ver con lo que yo había intentado decir.

En fin, es eso que ya sabemos de cómo lo escrito abandona inmediatamente al autor (que ha terminado su parte, que deja de tener un papel en el momento en que da por acabado lo escrito) y pasa a formar parte del mundo de cada uno de los lectores. Como debe ser. Como advertía Amos Oz:

Aquel que busca el corazón del relato en el espacio que está entre la obra y quien la ha escrito se equivoca: conviene buscar no en el terreno que está entre lo escrito y el escritor, sino en el que está entre lo escrito y el lector.




De fondo



Hubo veranos, todavía escolares, largos y aún solitarios, en los que cada mañana ponía la misma música nada más despertarme: me levantaba, llegaba hasta el salón, colocaba un disco, subía un poco el volumen y me iba a la cocina a prepararme el desayuno.

Una de esas músicas fue un disco de los Platters que empezaba, cómo no, con ‘Only you’: la orquesta tocaba los cuatro tresillos del primer compás, un acorde de sol y entraba la voz de Tony Williams, perfecta. Otra, que duró varios veranos, fue el concierto para violín de Beethoven. Es un vinilo de Deutsche Grammophon, dirige a la Filarmónica de Berlín un casi joven Karajan y el solista es Christian Ferras. Beethoven solo compuso un concierto para violín, pero, como dice mi padre, después de ese para qué iba a escribir más. Algunos domingos por la mañana todavía lo pongo.

Eran mañanas largas, porque aunque empezaban tarde acababan tardísimo, y sobre todo porque no tenía prisa. Ni prisa ni planes, y no era raro que me quedase leyendo en pijama varias horas. Y creo (aunque a lo mejor se lo inventa mi memoria, que conoce el final, que es ahora) que era consciente de cómo pasaba el tiempo, y que me daba cuenta de que era un tiempo valioso.

De lo que sí estoy seguro es de la sensación que me provocaban, unos años después, otras horas de lectura; estas, nocturnas. También estaba solo, y me quedaba tumbado en el sofá leyendo suplementos culturales atrasados que había ido acumulando hasta que repasaba seis o siete de golpe. Y según acababa uno lo iba dejando caer a mi lado, en el suelo, y cogía el siguiente. Y al final había un montón de papeles de periódico, y yo lo miraba con los ojos cansados y como en otro mundo. Tantas reseñas y opiniones y referencias y títulos por leer me dejaban medio enardecido, como Alonso Quijano. Y pensando en qué iba a hacer con todo lo que me iba quedando dentro.

Aquello formaba parte de la sensación que durante muchos, demasiados años, he tenido: la de pasar la vida tomando impulso. Impulso no sabía bien para qué, pero para algo que (por favor) valdría la pena.

Hace tiempo que comprendí que el momento de saltar se había pasado. Y no salté. Tal vez haya avanzado algo a pequeños pasos, pero desde luego nunca salté.

Y ahora, impulso, ya poco. Supongo que esto ya es lo que hay. Pero por alguna extraña razón no me ha invadido la frustración que tanto temí siempre. Es como si esos pasos me hubiesen acabado llevando a algún sitio. Un sitio que a lo mejor es una actitud, que a lo mejor es resignarse, o haber comprendido algo. Pero donde no estoy mal, y en el que por los rincones hay muchas lecturas de madrugada y de fondo a veces se oye el concierto para violín.

3.11.15

Táboa Redonda: tras la muerte de Henning Mankell




Escandinavia profunda  

A pesar de que hace mucho frío y suele ser de noche, Escandinavia es envidiable por muchas razones: sus economías, sus paisajes, su civismo, sus políticas sociales, la educación finlandesa, las galletas danesas y un largo etcétera. Incluso tengo motivos fundados para sospechar que son verdaderas democracias donde los poderes sirven y rinden cuentas a una ciudadanía que asume sus responsabilidades, y todo. Además, a mí el frío me gusta.

Pero siempre me ha chocado cómo, de ser la personificación del terror, pasaron a convertirse en lo que son. Los descendientes de los fieros vikingos que saquearon y quemaron media Europa ahora discuten si la nueva ópera afea la ciudad, en las garitas de la guardia del palacio real danés tienen adornos en forma de corazón y asolan el mundo entero con sus mesas Lack.

Hace años leí tres novelas de Mankell prácticamente seguidas: Cortafuegos, La falsa pista y Antes de que hiele (Tusquets). Y en ellas encontré unas tramas que enganchaban, un protagonista atractivo en su normalidad y un entorno poco habitual. Sin embargo, no me parecieron bien escritas (ni traducidas). De hecho, la tercera me pareció francamente mala.

Por eso, lo que más me gusta de él es la serie de la BBC, que usa sus magníficas historias pero las cuenta mejor. Y que está protagonizada por Kenneth Branagh, que borda el papel de Wallander y consigue mostrar esa otra parte del inspector, la íntima, la de sus problemas con la bebida, su carácter depresivo y obsesivo, sus dificultades para las relaciones personales y su soledad, y logra que importe tanto como sus casos o más.

Y resulta que esta y otras series norteñas tan de moda últimamente, como The bridge o The killing, me han puesto delante una realidad distinta a la que leo en los suplementos dominicales o he conocido paseando por Helsinki, Oslo o Copenhague. Porque los protagonistas salen al campo y no se encuentran cabañas rojas de madera al borde de un fiordo, con su sauna y su barquita a la puerta: acaban en casas viejas, con almanaques atrasados colgando de una punta en la pared, un alpendre de bloque con los restos de una moto y un perro lobo ladrando sin parar mientras da tirones como de la cadena a la que está atado. Y nada como el aldeano de la zona de Ystad, cuando se baja del tractor con sus katiuskas embarradas y una mirada torva y desconfiada, para desmitificar a los civilizados escandinavos.

Que tampoco digo que recuerde a un vikingo, pero yo por si acaso no le movería los marcos.