Los niños y tantas cosas
El domingo, día 25, yo acabé mis vacaciones y Paula y Carlos se fueron con su madre, que las empezaba al día siguiente. Poco los veré, en septiembre, pero no me puedo quejar, pues han estado más de un mes viviendo conmigo: el período más largo desde que me separé; tanto, que he llegado a sentirlo permanente.
Aunque me he propuesto no hacer balance, como les contaba, no puedo evitar mirar un poco atrás. Y lo cierto es que la sensación esta vez es muy buena; el principal reproche, mi insuficiente paciencia con la preadolescente Paula.
Ayer les regalé dos libros. A Carlos, una recomendación de Moli, Yo, el lobo y las vacaciones con el abu. Y yo me compré Diario de invierno, dispuesto a darle otra oportunidad a Auster. No te quejarás, Moli, aunque te confieso que en el último momento dudé y me compré una edición de bolsillo para no arriesgar mucho; pero voy por la página 18 y ya sé que tenía que haber comprado la buena.
Hoy se han ido los tres a Tenerife, hasta dentro de nueve días. Me he despertado bastante triste e inusualmente asustado. Hasta que me han avisado de que habían llegado, ya al mediodía, he estado francamente intranquilo, no sé bien por qué. Tal vez fuese una forma de pena.
Los he llevado yo al aeropuerto. Han facturado el equipaje, hemos tomado algo y se han ido. Ya sé que es poco tiempo, pero tenía un nudo en la garganta. Desde la zona de pasajeros, Carlos me estuvo saludando casi cinco minutos, de todas las formas posibles (la vigilante de seguridad se rio mucho): lanzándome besos, de espaldas, agachado, saltando, bailando claqué... Y cuando se perdieron de vista, no habían pasado ni dos minutos cuando me llamó por teléfono porque quería hablar conmigo. Le insistí en que lo pasase muy bien.
El precio de este mes, de estas vacaciones maravillosas, de la normalidad, es este vacío de ahora.