Cruzó el pueblo andando, llegó a las últimas casas y continuó por la carretera. Al cabo de un rato tomó un camino sin asfaltar que se internaba en el campo. El camino fue estrechándose hasta desaparecer. Carlos siguió andando. Atravesó prados y huertas, cruzó un puente y llegó a un bosque. Entró en él. Las copas de los árboles eran tan espesas que casi no dejaban pasar la luz, y Carlos apenas veía.
Después de mucho andar logró salir al otro lado. El paisaje había cambiado. El cielo estaba cubierto de nubes grises. La hierba había amarilleado y ya no se veían flores. Soplaba un fuerte viento que hacía que le costase avanzar. Poco a poco la hierba fue desapareciendo del todo. Pronto, andaba entre piedras y charcos. A lo lejos, una montaña solitaria, alta y oscura, lo esperaba.
El terreno era cada vez más abrupto, y Carlos subía entre rocas. Se dio cuenta de que un camino estrecho iba tomando forma bajo sus pies,y serpenteaba hasta donde él podía ver. Enseguida necesitó ayudarse con las manos para seguir ascendiendo. De vez en cuando miraba a la montaña. Cuando pudo distinguir mejor la cumbre, vio que en ella se alzaba un castillo. Era un castillo de altas y torcidas torres y negros tejados.
Tras una penosa ascensión, en la que varias veces estuvo a punto de darse por vencido, llegó ante sus puertas. Carlos se acercó al enorme portón de madera, apoyó el cuerpo contra él y empujó. Se abrió. Carlos asomó la cabeza. No se veía nada. Entró.
Cuando se acostumbró a la oscuridad vio que se hallaba en un inmenso recibidor, del que no alcanzaba a ver el techo. Frente a él nacía una gran escalinata que se perdía en las sombras. Se acercó a ella, se agarró al pasamanos y comenzó a subir con la mirada fija en los escalones que iban apareciendo ante él. Por fin, la escalera acabó en un largo corredor, del que no veía el final. Carlos seguía agarrado al pasamanos.
Se soltó y comenzó a caminar. No veía más lejos de tres o cuatro pasos. Fue pasando junto a puertas cerradas y pasillos que se alejaban en la oscuridad. Anduvo mucho. Parecía no tener final. Hasta que le pareció oír un ruido. Se detuvo y escuchó. Esperó inmóvil, y al cabo de un rato volvió a oír algo. Parecía venir de un corredor que acababa de dejar atrás. Volvió sobre sus pasos y miró. No veía nada, a pocos metros la oscuridad era total. Pero se metió por él.
Fue recorriéndolo lentamente, sin oír nada. De vez en cuando tanteaba la pared, y notó que se manchaba con algo pegajoso. Volvió a oírlo, esta vez delante de él, lejos. Le pareció el ruido de algo arrastrándose. Se quedó quieto, dudando. Pero siguió adelante, andando más lentamente todavía. Hasta que le pareció ver un cambio, un movimiento, en las sombras. Carlos se paró asustado, pero enseguida continuó andando, esta vez más rápido. Algo se volvió a arrastrar, y oyó una puerta. Todas las que fue probando estaban cerradas. Al fin, una se abrió.
Entró en una habitación vacía con otra puerta al fondo. Cruzó y la abrió. Daba a una nueva puerta. Abrió. Nada. Siguió abriendo puertas, cruzando habitaciones vacías y recorriendo pasillos sin ver nada. A veces volvía a oír algún ruido. Como mucho creía notar una variación de las sombras a lo lejos. Nada más. Carlos pasó horas persiguiendo no sabía qué.
Hasta que en una de las innumerables habitaciones en las que entró vio cómo la puerta de la pared de enfrente se cerraba. Corrió a abrirla, y al hacerlo se quedó inmóvil. Todo el hueco de la puerta estaba ocupado por una masa informe que se pegaba al marco sin dejar un resquicio. Era como una enorme espalda, como una barriga que llegase al suelo y se arrastrase.
Carlos levantó muy lentamente la mano. Estaba a punto de rozar aquello, que donde los bordes de la puerta lo apretaban dejaba una espuma espesa. Pero antes de que lo hiciese, el cuerpo comenzó a agitarse, a revolverse rápidamente. Dio un paso atrás. Aquella masa estaba girando. La veía moverse al otro lado de la puerta, haciendo el ruido de una tela mojada deslizándose, goteando contra el marco. Y Carlos salió huyendo. Oyó un portazo a sus espaldas, pero no miró atrás.
Atravesó habitaciones, recorrió pasillos, abrió puertas; sin saber a dónde iba y sin dejar de correr. Alguna vez miró a sus espaldas, pero no veía nada. Tan solo oscuridad. Sin embargo lo oía arrastrarse, dar portazos, golpes. Encontró puertas cerradas, cuartos sin salida y muros que le obligaban a volver sobre sus pasos. Se cayó varias veces, y se levantaba y corría sin importarle en qué dirección. Solo trataba de alejarse de los ruidos.
Al fin, creyó reconocer en uno de los pasillos el corredor al que había subido por las primeras escaleras. Carlos dudó unos segundos hacia dónde ir. Cuando lo hizo llegó al final sin haber visto más que puertas y más pasillos. Estaban al otro lado. Tenía que retroceder. Comenzó a hacerlo poco a poco, andando muy despacio mientras trataba de ver algún movimiento por delante de él. Caminaba agachado y pegado a la pared, con la mirada fija en la oscuridad del fondo. Ahora no se oía nada.
Tras lo que le pareció una eternidad vio las escaleras a unos metros de donde estaba. Entonces oyó algo. Aquel ruido le hizo mirar tras él. La sombra que ocupaba el pasillo era ahora más oscura. Y se movía. Se acercaba. Se precipitó hacia las escaleras y comenzó a bajarlas a saltos. No acababan nunca. Llegó abajo justo cuando el pasamanos empezó a temblar. Sin volverse, corrió hacia la puerta, que seguía entreabierta.
Con medio cuerpo ya fuera miró hacia dentro, hacia la escalinata. Nada. Ni un movimiento, ni un ruido. Solo oscuridad. Entonces la hoja de la puerta que agarraba comenzó a temblar casi imperceptiblemente. Salió y de un tirón la cerró.
Se alejó corriendo cuesta abajo, levantando polvo y haciendo rodar piedras. Al llegar al primer recodo del camino se detuvo. Miró atrás. Las puertas seguían cerradas y no se oía nada. Carlos respiraba agitado y se protegía los ojos de la luz. Entonces, en una torre, la contra de madera de una pequeña ventana se empezó a abrir. Saltó tras una roca y permaneció encogido y quieto.
Poco a poco fue arrastrándose hacia abajo, y no se levantó hasta que se supo fuera de la vista del castillo. Nada, no se veía nada. Y corrió, huyó todo lo rápido que podía por el sendero, resbalando, cayendo y levantándose. Dejó atrás el terreno más abrupto y pronto marchaba entre charcos y barrizales. Luego, casi anocheciendo, llegó al bosque. Se internó entre los árboles y caminó bajo sus copas, viendo menos a cada paso que daba. Acabó saliendo al otro lado, a los prados y el camino. Era noche cerrada. Siguió andando hasta llegar a la carretera. Al fin vio, a lo lejos, las luces del pueblo. No miraba atrás.
Llegó a las primeras casas y siguió la calle principal hasta su puerta. Entró. Toda su familia dormía.
Subió a su habitación y se acostó junto a su hermana. Y se durmió.
A la mañana siguiente se despertó tarde. Abajo, en la cocina, se oía preparar el desayuno. Cuando entró, su madre le sonrió.