El domingo pasado acabé de leer Los emigrados. Era el segundo libro de Sebald que leía, y aunque me gustó un poco menos que el primero, Austerlitz, me encantó.
Por si no lo saben, Sebald es, o ha sido, o será (porque esto lo dice el tiempo) uno de los más grandes escritores de la segunda mitad del siglo veinte. No digan que no les avisé.
El libro, que no es una novela y que incluye, como es habitual en el autor, unas sugerentes fotografías, está formado por cuatro historias distintas que comparten tono y tema de fondo: la nostalgia.
Y por el medio no dejan de aparecer hombres o niños con cazamariposas, que es lo que más me desconcertó.
Es un libro triste, melancólico, que habla del sentimiento de desarraigo y los consiguientes intentos de encontrar un sitio propio. El sitio, naturalmente, lo conforman el lugar, las personas y lo que uno hace.
La tercera historia, que es la más larga, es para mi gusto la más interesante, además de la más intensa. Su protagonista, un pintor que Sebald conoció en Inglaterra, vive prácticamente autorrecluido en un sórdido rincón de la que aparece descrita como deprimida y deprimente Manchester de la segunda mitad del siglo pasado. Este pintor, de origen alemán, habla del pasado, de la infancia de sus padres y la suya propia, y, cómo no, de su huída del país tras la llegada del nazismo al poder. Porque, naturalmente, los protagonistas son judíos.
A veces parece que el tema de Hitler, del Holocausto, de todo aquello, cansa. Hasta que uno lee con atención a alguien que sepa contar lo que pasó. Entonces se da cuenta de que aún hay mucho de qué hablar, y que cuanto más claramente se haga, mejor. El nazismo no fue un capítulo aislado en nuestra historia, por supuesto, pero ésa es precisamente una razón para insistir en el tema, no para olvidarlo.
Sebald vuelve a tocar una cuestión que a mí me parece muy difícil de asimilar, y que al pueblo judío (como al alemán su papel de entonces) le debe de resultar dolorosísimo aceptar e incluso tratar:
En casa de mis padres no hablaban en mi presencia -o sólo lo hacían por alusiones- de los nuevos tiempos. Crispados nos esforzábamos todos por mantener la aprariencia de normalidad, incluso después de que mi padre fuera obligado a ceder la gerencia de una galería, situada en diagonal enfrente del centro de bellas artes e inaugurada tan sólo un año antes, a un socio ario. (...) y de lo que no podíamos hablar, pues de eso no decíamos palabra. Era así como también gran parte de nuestros parientes guardaron silencio sobre las razones por la que mi abuela Lily Lanzberg se había quitado la vida (...). Únicamente al tío Leo (...) le oí expresarse en ocasiones más abiertamente sobre el llamado estado de cosas, lo que sin embargo casi seimpre era acogido con cierta desaprobación.
(...) dijo el tío como si lo que habia descubierto fuera la prueba decisiva, todo era una falsedad desde el principio.
De la posibilidad de salir de Alemania no se habló ni una sola vez, al menos en mi presencia, ni siquiera cuando los nazis confiscaron en nuestra casa los cuadros, muebles y objetos de valor por ser un bien cultural alemán que no nos correspondía. Tan sólo recuerdo cómo mis padres se molestaron sobre todo por los malos modos con que los mandados de a pie se llenaron los bolsillos de cigarrillos y puros. Tras la Noche de los Cristales Rotos internaron a mi padre en el campo de Dachau. Seis semanas después volvió a casa, bastante más flaco y con el cabello rapado.(...) Aún volvimos, en la primavera de 1939, a esquiar a Lenggries.(...) Poco desués del viaje a Lenggries, mi padre, sobornando al cónsul inglés, consiguió un visado para mí. Mi madre esperaba que pronto ambos me seguirían [no fue así; murieron en un campo de concentración en 1941]. (...) El día 17 de mayo, el día en que mi madre cumplió los cincuenta años, mis padres me llevaron al aeropuerto.
Es la, en los últimos tiempos, discretamente denunciada pasividad de la sociedad judía, que o no vio o no quiso ver cómo, paso a paso y sin apenas disimulos, los dejaban de considerar ciudadanos primero, personas luego, después los convertían en esclavos y finalmente los iban matando ordenada y metódicamente. ¿Qué característica suya hizo que frente a todo eso los episodios de rebeldía fuesen contados, excepcionales? ¿Fue una virtud (altura de miras, incapacidad para concebir tanta maldad, incredulidad) o una debilidad lo que hizo que ese pueblo no muriese luchando, matando? Tal vez estas preguntas estén de más y sean el colmo de la injusticia, porque tal vez nada hicieron porque nada se podía hacer; pero cuesta aceptarlo.
Un libro triste, como les digo. No se dejen engañar por la cita de arriba, pues es mucho más personal e íntimo que un libro sobre antisemitismo. Habla de individuos, de individuos que en mayor o menor medida se sintieron perdidos, que buscaron cobijo con desigual fortuna, y que trataron de sacar adelante su vida, de poder con ella, de vivir.
Como casi todos.