2.5.05

El instinto, por suerte.

El jueves 28 mi cuñada dio a luz, y estos días estamos yendo a menudo al hospital; lógicamente, a la planta de maternidad.
Y estando allí pienso, como pensé cuando nació nuestra hija, en la abrumadora fuerza con que, por encima de asumidas racionalidades y refinamientos, nuestros instintos siguen dictando nuestras reacciones más básicas. En este caso, nuestro instinto de conservación, sin el cual probablemente a los recién nacidos no les iría tan bien, pero cuya presencia en lo más hondo de nuestra personalidad hace que nuestros hijos sean, ni más ni menos, lo más importante del mundo.

Sólo así (es decir, al margen de razones no ya objetivas sino "racionales") es posible explicar que un bebé más, un bebé entre millones, sea para nosotros no sólo alguien único -pues único es, al fin y al cabo- sino incomparable (circunstancia que indefectiblemente se encargan de dejar clara varias señoras de las presentes mediante incesantes y paradójicas comparaciones), y que el menor de sus gestos y la más insignificante de sus particularidades tengan de inmediato el aura de lo maravilloso.
Porque esto (salvo en dolorosos casos que prefiero dejar al margen de esta tontería de comentario) jamás falla: siempre se recibe a un niño como si fuera algo único -insisto- y sobrenatural (y tal vez lo sea).
Estamos en la habitación, y a nuestro lado otra familia (padres, abuelos, tíos, primos, vecinos, padrinos, cuñados, amigos, etc.) rodea a "un" bebé, estudiándolo, piropeándolo, ríéndole las gracias y comentando y celebrando, incrédulos (y ésta es la clave del éxito del mecanismo instintivo: con cada niño, todo vuelve a ser increíble), cómo se mueve, cómo se pone, cómo chupa el dedo, cómo abre un ojito, la fuerza que tiene (de TODOS los bebés se dice "¡Es increíble la fuerza que tiene!"; así que no, no debe de ser increíble en absoluto, debe de ser la fuerza normal de un bebé) y, en fin, asombrándose de todo cuando parte del que indiscutiblemente es el centro del universo. Y nosotros, que por un resquicio que dejan lo hemos visto y sabemos que es violeta, arrugado, con granos y arañazos por toda la cara, y que tiene los ojos cerrados y una especie de caspa en los sitios más insospechados (e, increíblemente, nadie se molesta porque digan que se parece a él), y que además grita como una criatura venida del Averno, no entendemos de quién hablan.
Y salimos al pasillo y pasamos por delante de habitaciones en las que más familias se agolpan en torno a más niños y niñas que creen excepcionales, y que como tales son recibidos.

Y no salimos de nuestro asombro. Y estamos tentados a decirles que se equivocan, que el bebé realmente lindo, gracioso, dulce y tierno, no es ninguno de ésos; que el bebé de verdad maravilloso, el verdadero protagonista, es éste, el nuestro.

1 comentario:

  1. De lo más hermoso que has escrito, de verdad. Gracias por esta reflexión.

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