Café Zimmerman.
Después de años viviendo en un erial musical, mal aliviado sólo por desperdigados oasis que florecían en un paupérrimo escenario alternativo, ayer en mi pueblo pudimos ir a un concierto en un auditorio. Y, aun encima, a un buen concierto.
En el flamante nuevo edificio de la Fundación Caixa Galicia (le estoy agradecido desde hace tiempo, a esta fundación, y le voy a hacer -como favor- publicidad gratis), tocó el grupo de cámara Café Zimmerman.
El programa incluía "sólo" música de Bach. Y fue una maravilla. Jóvenes, bastante informales, y aparentemente pasándolo bien, nos hicieron disfrutar (bueno, Bach tuvo bastante mérito, también) durante dos horas muy intensas.
Yo me sentía feliz (!) de poder escuchar aquella maravilla tan bien tocada, y no menos de pensar que de ahora en adelante oportunidades así ya no serán tan excepcionales en mi pueblo. Y tenía envidia, mucha envidia de ellos, claro.
Aunque, ¿qué pensarán ellos en realidad?, ¿llegará un momento en que el suyo será un trabajo como cualquiera, igual de monótono y tedioso que la mayoría?. Quién sabe, a lo mejor salen del escenario y dejan de malas maneras los violines, o la viola, o el chelo en sus maletas, y se sientan encima con la cabeza entre las manos diciendo "¡Joder, qué coñazo, todos los días el mismo puñetero concierto! ¡No aguanto más! ¿No podríamos trabajar en una oficina y punto?; por lo menos no tendriamos que poner esa cara de éxtasis delante de una panda de cretinos. No sé a quién soporto menos, a los que vienen arreglados como si fuesen a misa, o a los guays que vienen vestidos de intelectuales. ¡Dios, es que como te oiga otra vez el solo ése del primer movimiento me voy a hacer el hara-kiri con el puto oboe, coño!".
Espero que no, la verdad. O al menos que algo así sea excepcional. Lo cierto es que en las entrevistas a músicos importantes, ellos parecen encantados; ¿será todo fingido?
Prefiero seguir pensando que son unos verdaderos artistas que viven y aman la música. Así disfruto más y, durante unos instantes, me siento -iluso- por encima de las miserias mundanas, tocado siquiera levemente por el dedo de los dioses, la verdad y el genio (yo, por si lo dudan, soy de los guays que van vestidos de intelectuales).
En fin, que fue un concierto maravilloso. Y que ojalá que haya muchos más a partir de ahora. Porque, a pesar de todo, el arte (algún arte) ayuda a sobrellevar un poco mejor la vida.
Señor Portorosa, el día del concierto vi a los componentes de Café Zimmerman pasar por delante de mi trabajo con sus instrumentos a cuestas, supongo venían del hotel en el que se hospedaban, e iban charlando entre ellos con aspecto alegre, alguna incluso riéndose. A mi me dio la impresión de que eran felices y que se ganaban la vida haciendo algo que les encantaba. Seguramente, por la hora que era, irían a un ensayo y te aseguro que no iban con la cara que voy yo al trabajo. Los envidié yo también.
ResponderEliminarMe alegra saberlo. La verdad es que concuerda perfectamente con la imagen que daban en el escenario: se reían, bromeaban entre ellos (sin llegar a parecer por ello el coro de Pleasant Ville) y, en fin, daba la sensación de que disfrutaban.
ResponderEliminarEnvidiémoslos, pues.
De todas formas, no hace falta ser músico para poder ser feliz con tu trabajo. Que no es lo mismo que buscar tu felicidad exclusivamente a través del trabajo. (Vaya comentario sentencioso me ha salido)
ResponderEliminarLlego a ti desde la página de rythmduel y se lo agradezco. me he dado un largo paseo por tus posts y he parado en el que hablas de los gallegos, de cómo somos. Vivo lejos de Galicia desde la infancia pero soy interiormente (y hasta por fuera) muy gallega.
ResponderEliminarDe tu post de hoy yo diría, como rythmduel, que no sólo los músicos disfrutan de su trabajo. Yo, sin ir más lejos, llevo más de veinticinco años disfrutando del mío, y no soy música ...
Un placer visitarte.