9.3.05

Lola.

Solté un lagarto por la ventana para ver si había pasado la sequía, y volvió corriendo y sudando. Esperé unos días, y lo solté otra vez; no volvió. Entonces, esperanzado, dejé salir una rana, y volvió húmeda y fresca como una lechuga, con una brizna de hierba metida en un ojo: la sequía había pasado.
Y cuando me disponía a abordar cuestiones interesantísimas, Lola se interpuso en mi camino y me invitó a un café. Me hice el que no quiere molestar pero al final acepté encantado. Me puso un café solo en un vasito duralex y dos rosquillas.
Lola tiene sesenta años y es viuda desde hace veintisiete, cuando ya tenía tres hijos. Le quedan cinco años para retirarse de un trabajo que a mí me agotaría. No digo que sea una mujer ejemplar, ni su caso tan excepcional (no al menos tanto como debiera), pero sí que oyéndola contarme su vida me he sentido, paradójicamente, reconciliado con la gente, y al mismo tiempo más asqueado de lo normal, si cabe, de algunas personas.
"Hay que luchar", dice Lola, "la vida viene así y hay que andar".

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