[El tema del taller de esta semana era el retorno.
He intentado enfocar la cosa de otro modo. Por influencia de doña Graça Pina de Morais me he aventurado en el resbaladizo terreno del narrador con tendencias intimistas.]
No dejamos nunca de regresar.
Walter Benjamin
Aquel viernes, como acostumbraba a hacer un par de veces al mes durante la carrera, J volvía a su ciudad en autobús, a casa de sus padres.
Había llegado a la estación con varios amigos, comentando entre bromas la noche anterior, y se habían repartido entre los andenes, excepto uno que viajaba con él. Era noviembre, llovía, y al poco de salir ya se había hecho de noche. Al quedarse los dos solos la conversación se había vuelto algo más seria, pero el tono era todavía el de la universidad, el de cada día. Se aventuraban a tocar cuestiones personales pero sin llegar a entrar en intimidades. En aquel asiento aún eran estudiantes, jóvenes independientes en un mundo nuevo, y ambos intentaban prolongar esa sensación. Pero conforme se acercaban a casa su vida de siempre se iba imponiendo. Hasta que al entrar en la ciudad se quedaban los dos en silencio mirando las calles. Al llegar bajaban con sus bolsas, se despedían hasta el domingo y se marchaba cada uno por su lado.
J iba andando. A veces apenas levantaba la vista del suelo, pero algunos viernes lo observaba todo. Las calles, los edificios: no había pasado nada, nada cambiaba. También la gente estaba igual; hasta las caras conocidas que se encontraba, que no parecían reaccionar en absoluto, no hacían más que confirmar la falta de posibilidades. De pequeño, cuando vivieron unos años fuera y volvía con sus padres y su hermano en vacaciones, sufría al descubrir que su emoción no era correspondida por casi nadie, que a los que en la distancia había echado tanto de menos él no les importaba. Ahora no sentía añoranza por nada de esto, más bien al contrario, pero encontrárselo todo idéntico lo entristecía profundamente. Todo igual de gris, igual de sucio, igual de inmóvil, de muerto, para él.
Al fin entraba en su calle y llegaba al portal.
- ¿Quién?
- Yo - y mientras subía trataba de adivinar, por el tono de voz de aquel quién, qué se iba a encontrar.
Al salir del ascensor solía abrirse al mismo tiempo la puerta de casa. Uno delante, sosteniéndola, y el otro detrás, esperando. Más bajos, encogidos. Mayores. A veces, de repente, mucho mayores (mucho más, de hecho –pero eso no lo sabía ni podía sospecharlo entonces-, que casi veinte años después, cuando sus propios hijos cambiarían la vida de todos). Y en las dos caras una sonrisa y una mirada llenas de tristeza, a las que nunca fue capaz de responder con el ánimo que hubiese querido. Y unos abrazos prolongados, colgándose de él, que le dejaban muy claro su papel de consuelo en aquella familia. Un papel que tanto le pesaba.
La casa estaba casi toda a oscuras. Algunos días los cogía en la cocina, preparándose la cena, y eso ya le bastaba, era para él una señal de vida. Otros, una lámpara sola iluminaba la esquina del sofá donde se sentaban. Él dejaba las cosas en su habitación, hacía ruido, se movía, pero los veía. Se movían despacio, como con cuidado, en un intento de no molestarlo que solo le producía incomodidad, mal humor y culpa. Estaban acobardados. La pena los acobardaba. Todo les resultaba amenazador, el exterior, los demás, la vida, los asustaba. Tenían miedo. Hasta a él lo miraban como tratando de confirmar si estaba de su parte.
Cuando ya no había nada que hacer, cuando ya había recogido su ropa, había ido a comer algo a la cocina, o al baño, volvía a la sala y se sentaba. Respondía a sus preguntas con impaciencia, ausente, hasta que hacía la que debía.
- ¿Y F?
- Pues F, como siempre.
- ¿Dónde está?
- Por ahí, estará.
- ¿Qué tal?
- Como siempre…
- ¿Y las clases, y eso?
- ¿Y qué sabemos nosotros? Además las clases son lo de menos.
Y, sin llegar tampoco a decirlo nunca todo, una semana más a J le iba quedando clara la situación de desánimo y desesperanza que parecía ocupar sus vidas enteras.
- ¿No vas a salir?
- No, hoy no.
- ¿No has quedado?
- No. Si seguramente ni están. Supongo que mañana.
Pasaba así la velada, leyendo a su lado, tratando de que aquella noche de cada quince días se notase algo, de darles algo, de valer de algo.
A él, solo su cama, ya tarde, al acostarse de último tras agotar las posibilidades de la televisión, le ofrecía un poco de lo que pedía. Solo al meterse en la cama y reconocer el olor de las sábanas y el tacto de su almohada, y ver la misma rendija de luz de siempre entrando desde el pasillo, sentía que aún tenía un hueco donde quedarse, que todavía había algo, aunque fuese un recuerdo, que lo protegía. Que estaba en casa. Aunque fuese un recuerdo.