[El tema era "lo inaccesible". Lo que no pretendía yo era que su lectura también lo fuese...]
Era el aniversario de mis padres, y como todos los años íbamos a comer a su casa. Mi hermano Louis estaba en la ciudad, así que no faltaríamos ninguno: él y Céline, su mujer; mi otro hermano, Guillaume, el pequeño, y Margueritte y yo y los niños, Valentine y Vincent.
Como de costumbre en aquella época, Margueritte y yo habíamos venido discutiendo en el coche durante todo el camino. Los niños incluso nos habían mandado callar en el ascensor, pero no lo hicimos hasta llamar a la puerta, justo para oír a mi madre acercarse por el pasillo.
- ¡El timbre! ¿No oís el timbre?
Nos abrió secándose las manos en el delantal y tratando al mismo tiempo de apartarse el flequillo de delante de los ojos
- Hola. ¡Hola, niños! –se agachó a besarlos.
- Hola, abuela.
- ¿Qué hay de comida?
- Ah, sorpresa…
- Hola, Anne.
- Hola, chica. Hola, Jacques. Ay, cada día estás más delgado.
- Pero mamá, si me viste el lunes.
Mi padre apareció por el fondo del pasillo.
- ¡Pero qué horas son estas! A ver esos niños. ¿Y mis besos?
- ¡Hola, abuelo!
- No le hagáis caso –aclaró mi madre-; si la comida todavía no está.
- ¿No felicitáis a los abuelos? –les recordó Margueritte.
Guillaume, que aún vivía con mis padres, estaba en su habitación, en el ordenador.
- ¡Qué, chaval, no vayas a levantarte!
- Hola, Jacques –me saludó, con esa sonrisa suya tan franca. Guillaume, mucho menor que yo, todavía me sorprendía cada vez que demostraba ser un adulto; y, por cosas como esa sonrisa, me imaginaba que un adulto que además valía la pena.
- ¿Qué tal?
Acababan de entrar los niños en el cuarto, cuando sonó el timbre de nuevo.
- Niños, id a abrirles a Louis y Céline.
- Papa, ¿Céline es nuestra tía?
- Claro. ¿No es la mujer de vuestro tío? Es vuestra tía. Vuestra tía política, en realidad –pero ya se habían vuelto a ir.
- ¿Qué tal tú?
- Bah, bien –dijo con un encogimiento de hombros.
- ¿Sí?- insistí.
- Bueno, regular –contestó en voz más baja.
- ¿Y eso?
- Colette.
- ¿Qué pasa?
- Pues es que estamos medio así. Se ha quedado en París, no viene a pasar el puente.
- ¿No? Vaya, no lo sabía… ¿Pero muy mal, o qué?
- Buf, no sé, la verdad es que no lo sé. Pero mejor no hablamos de eso, ¿vale?, que es que me pongo fatal. Y además no quiero que papá y mamá se enteren; para que no se preocupen, y eso.
- Vale, vale.
Louis y Céline habían llegado el día anterior, y todavía no los habíamos visto; desde el verano, hacía ya casi tres meses. Aquel año la madre de Céline había pasado una mala racha, y ella estaba preocupada. Era hija única y tenían una relación muy estrecha, y de vez en cuando viajaba, sola, para pasar con ella unos días.
- Hola. Hola, Céline, qué tal.
- Hola. Bien, todo bien. ¿Y vosotros?
- Muy bien.
- ¡Bueno, cuando queráis, que esto ya está! –anunció mi madre.
- ¡Pues venga, a la mesa todo el mundo!
Nos sentamos en nuestro sitios de siempre, con Valentine junto a mi padre y Vincent al lado de mi madre, cerca de la puerta.
- ¡Oh, no, carne! –protestó Vincent.
- Sí, carne asada –explicó mi madre-. Y de primero, estos espárragos, pero tú no tienes que tomarlos, si no te gustan.
- Mamá…
- ¡Pues la carne tampoco me gusta!
- Vincent, sí que te gusta. No empecemos, ¿eh? –dijo Margueritte- Cómo no te va a gustar la carne asada.
- Pues no.
- Bueno, pues da igual –corté yo-. La has comido mil veces, y te gusta.
- ¡Con pimientos, no!
- Los pimientos ya te los aparto yo, cariño –le tranquilizó mi madre, aún de pie a su lado-. Dejadle que hoy coma lo que quiera, ¿eh?
- Sí, claro, y luego lo aguantas tú. En el colegio come de maravilla, y en cambio en casa…
- Louis, tú, vino no quieres, ¿no? Qué tal el viaje –preguntó mi padre.
El primer plato transcurrió entre quejas por el precio de la compra y comentarios sobre las cosas de los niños. Todos nos dirigíamos a ellos a cada poco, con preguntas sobre el colegio, las notas y las actividades.
- ¿Qué tal tu madre, Céline? –preguntó al cabo de un rato Margueritte.
- Bueno, mejor.
- Eso no es nada –intervino mi madre. Céline se calló, miró a Louis y bajó la vista al plato-. Si me acostara yo cada vez que me duele algo…
- ¿Qué le pasa a su madre? –me preguntó en voz baja Valentine.
- No le pasa nada, mujer –se apresuró a decir mi padre-. No le habléis de esas cosas a los niños.
Guillaume murmuró algo.
- Estaba enferma –contesté-. Bueno, aún lo está, ¿no?
- Sí. Estos días está algo mejor, pero no bien del todo –explicó Céline, mirándome solo a mí. Margueritte le sonrió, y me pareció ver que acercaba disimuladamente la mano a la suya, pero Céline la apartó y siguió comiendo.
- ¿Entonces vinisteis por París, o atajasteis? – insistió mi padre.
Entre plato y plato, aprovechando que Guillaume ayudaba a mi madre en la cocina, pregunté cómo le iban los estudios.
- No tengo ni idea, no dice nada –contestó mi padre en un tono que quería ser de indiferencia-. Pregúntale tú, a ver si a ti te cuenta algo.
Volvieron y empezamos con la carne.
- ¿Y cómo es Lyon? ¿Os gusta? –les preguntó mi madre.
- Sí, más o menos –le contestó Louis.
Guillaume apenas hablaba, ni siquiera con los niños. A ratos se quedaba quieto, con la mirada perdida en cualquier cosa, sin comer.
- ¿Y tú qué tal, Guillaume? ¿Va bien, el curso? –me decidí a preguntarle, cuando me recogía el plato vacío.
- ¡Ya me parecía raro a mí que no me preguntaseis! ¡Qué pesados, coño! –me gritó, y salió.
En el pasillo mi madre le dijo algo y él volvió a contestar mal. Nos quedamos un rato callados.
- ¿En qué curso está? ¿En segundo? –dijo Louis.
Mi padre apoyó la frente en una mano y mantenía la mirada fija en la mesa mientras con la otra iba juntando las migas del mantel.
- Creo que sí –respondí.
Margueritte y Céline se habían levantado a echar una mano a mi madre y los niños ya estaban en la sala, viendo la tele. Permanecimos los tres en silencio.
- ¡Tú te crees! ¿Qué os parece? –se quejó mi padre cuando al fin levantó la cabeza.
- Es que, vamos a ver –dije-, le estáis pagando la carrera. Tendrá que rendir cuentas, ¿no?
Louis me miró, y dando un suspiro se levantó de la mesa.
- ¡¿Acaso no es verdad?! –le dije mientras se iba del comedor- No, si al final el imbécil soy yo. ¡Al final voy a tener que pedir perdón por haber hecho bien las cosas, coño!
Doblé la servilleta, y también me levanté. Fui hasta la sala, donde casi todos veían la tele sin hablar.
- ¡Vincent, siéntate bien!
Oía a mi madre metiendo los platos en el lavavajillas. Me asomé al cuarto de Guillaume, que estaba echado en la cama y tenía los ojos cerrados.
- Guillaume. Eh, Guillaume –susurré. Pero no contestó.
Volví al salón. Mi padre estaba absorto, sentado solo con la vista fija en la ventana, y no entré. Fui a la cocina y me senté.
- Bueno, genial –dije, tratando de reírme.
Mi madre fregaba de espaldas a mí, y no respondió. Estuvimos así unos minutos.
- Bueno, y por lo menos tú qué tal –me preguntó sin volverse.
- ¿Yo? Bien, como siempre, todo bien.
Siguió limpiando, hasta que de repente se quedó quieta y la oí llorar
- Tranquila –solo supe decirle. Nada más; ni levantarme y abrazarla, ni darle un beso, ni decirle nada más.