20.11.06

Un provinciano en Madrid: noche en el tren.

Domingo de noche, como saben.

Sentado en la cama, con la luz de mi compartimiento apagada y la cortina abierta voy viendo pasar pueblos. El tren es el medio de transporte que me produce mayor sensación física de estar viajando, de estar cubriendo una distancia. Ya les dije que me parecía romántico. Leer los letreros de las estaciones, que suelen ser sitios antiguos, si no simplemente viejos, y con aire de venidos a menos, y ver las farolas de las calles y las ventanas de las casas que haya por detrás, me gusta. Y me gusta ver el paisaje, de día; y de noche, imaginármelo a partir de las sombras y de alguna que otra luz aislada.

Hace media hora pasamos por Betanzos, Betanzos de los Caballeros, capital de una de las antiguas siete provincias gallegas. Se lo aconsejo, si vienen alguna vez a Coruña; es muy bonito, tiene algunas calles en las que no hay una sola casa que rompa el encanto.

Vuelvo a Madrid, y Madrid ocupa la portada de la revista Paisajes que me han dejado sobre la cama. En el interior, varias fotos de sitios en los que he estado. La sensación es buena.

Hay también un pequeño reportaje sobre Serbia (en realidad sobre Kusturica, el director de cine), y, como debo de ser tonto, me parece increíble que un paisaje tan bello y melancólico haya acogido, hace nada, la crueldad más desalmada y el sufrimiento más insoportable.

Pasamos por Guitiriz; estamos, pues, en Lugo. En una aldea de este municipio nació mi padre.
¿No es increíble, la vida? Cuando mi abuela dio a luz, ¿habría sido posible explicarle que sesenta y dos años después su nieto mayor pasaría en tren muy cerca de su casa y la recordaría y escribiría sobre ella?
A mi abuelo, su marido, esta misma vía le había llevado unos años antes la noticia más terrible de aquella generación: la llamada a filas para la guerra. También a él lo recuerdo hoy.
Los dos estaban orgullosos de mí. Mucho más que yo mismo, ni que decir tiene. Sólo espero, sinceramente, no fallarles en lo esencial: ser buena persona.

Me acuesto y desde la cama miro el cielo, iluminado por el resplandor de las luces de Lugo capital. Veo nubes y la silueta de las copas de los árboles.

Buenas noches.

18.11.06

Un provinciano en Madrid: el puente de la Almudena.

En el tren, en el TALGO de Madrid a Galicia, me he puesto a escribir, ahora que se ha hecho de noche y ya no se ve por la ventana. Es viernes y voy a casa. El domingo de noche, de vuelta.

Pasar el puente con mi familia en Madrid fue muy buena idea. Se cansaron mucho, porque no paramos de andar, pero todos disfrutamos. Ya les adelanto que lo más cercano a una actividad cultural que hicimos fue ir a ver, por fuera, la ampliación del Reina Sofía (me gusta bastante; o mucho), leer los fragmentos de libros del suelo de la calle Huertas, y pasar unas cuantas horas entre la FNAC, la Casa del Libro y las casetas del Paseo… ¿del Prado? (nunca sé qué parte es el Prado y cuál Recoletos). Todo lo demás, consumo puro y duro, hasta donde nos permitió nuestro presupuesto (poco, poco, ya les contaré), y pasear, pasear mucho mirándolo todo.

Y lo mejor de ir mirándolo todo fue poder ir contándole cosas a mi hija. La pobre acababa todos los días hecha polvo de tanto andar, pero creo que lo pasó muy bien. El jueves, el día de la Almudena, subiendo por Huertas la cogí en brazos y se quedó dormida (eran casi las dos), así que tuve que comer con ella en el colo (en el regazo, para ustedes).

Antes, como buenos madrileños del centro, pasamos por el Retiro, que estaba abarrotado. Habló con un hada blanca muy alta, escuchó la especie de jazz band gitana que, por lo que vi, es fija allí (y que, con la extraña mezcla de saxos, acordeones y percusión, yo creo que conseguían un resultado más que aceptable; tocaron My way y yo se la fui cantando a ella, como muchas veces en casa (sólo que esta vez me no me pidió que me callase)), vio el lago (me van a permitir el ombliguismo, pero he de decirles que no le impresionó mucho, la verdad) y jugó en un parque infantil.

El domingo volvimos a pasar por allí. El panorama era exactamente el mismo, pero antes tuvimos la oportunidad de volver a la época de la Mesta: el tráfico en Serrano y aquella zona estaba cortado, y una chica le preguntó a un policía por qué; le contestó que era por la trashumancia de las ovejas, y no pude evitar decirle si hablaba en serio. Sí, lo hacía: unos cuantos cientos de ovejas, conducidas por pastores a caballo, bajaban por la calle de Alcalá a Cibeles, y enfilaban la Castellana. Había muchísima gente viéndolas.
No sé muy bien por qué razón hacen esto (hace años oí que pretendían recordar la importancia histórica de aquellos traslados), pero lo cierto es que me pareció un poco esnob. Detrás iba un ejército de camioncitos de limpieza limpiando el pavimento de excrementos, mechones de lana y garrapatas.

El hotel donde estoy, y donde estuvimos, está en una zona muy especial de Madrid, entre Serrano, Claudio Coello, cerca de Juan Bravo, Diego de León…, por ahí. Es una zona (para el que no lo sepa) de mucho dinero. Pero mucho. Y, como siempre que estoy allí, me siento verdaderamente pobre paseando por ella. Que no les engañe mi condición aristocrática; soy, como todo noble que se precie, de una familia venida a menos, decadente. Tendrían que ver cómo está nuestro pazo.

Los escaparates de Serrano, de Lagasca, de Velázquez, de cualquier calle de aquellas, son alucinantes: hay trajes de hombre (preciosos, sólo faltaría) que cuestan más que lo que yo gano en un mes; y si uno se fija en los de ropa o complementos de mujer, entonces, si puede ver los precios (si no los ponen, peor: uno ya sabe que allí sólo pueden comprar los que no necesitan preocuparse de eso), experimenta una desconcertante sensación, mezcla de incredulidad, indignación, pérdida de fe en la razón humana (vimos, sin buscar mucho, un bolsito de Prada, muy mono, de 5.900 €), y envidia.

Pero no son sólo las tiendas, hay portales (estoy pensando en uno de Serrano, enfrente del Arqueológico) maravillosos, que permiten imaginar a qué pisos llevarán. Y hay áticos, mire uno donde mire, que parecen paraísos (entre otras cosas, porque tienden a llenar sus terrazas de árboles, de árboles hechos y derechos).

Y luego están los coches. Aquí los que conducen un Z3 son unos pringados, que lo sepan. Un día vi, aparcado en General Oraa, un Lamborggini (no sé si se escribe así) parecido al coche de la Pantera Rosa pero en negro, con unos tubos de escape por los que perfectamente cabía un adulto a gatas. Otro, en Serrano, mi cuñado (el fin de semana también vinieron mis cuñados y su hijo de un año) me llamó la atención sobre un Porsche, también negro: tenía las matrículas forradas con una película de no sé qué, supongo que para que no se le pegasen insectos, y, en el morro, hasta la mitad del capó, con unos agujeros para los faros, ¡una funda de cuero, con un ribete en piel, para proteger la chapa! Qué mundo maravilloso, ¿verdad?
Otro día, esperando en Juan Bravo al lado de un bar que tiene una pinta excelente, el Milford, enfrente de la embajada italiana, en cinco minutos vi llegar dos Jaguar SabediosquéXR, con sendos sesentones al volante. Uno de los coches tenía en el parabrisas la pegatina del parking del Hôtel du Palais, de Biarritz (si alguno de ustedes ha estado en Biarritz, que sepa que es el hotel que ocupa el antiguo palacio real, junto al mar).

Por cierto, creo que el dinero le sienta especialmente bien a los hombres. Quiero decir que, dentro de que la gente con dinero en general justifica, por razones fáciles de comprender, la expresión de gente guapa, lo cierto es que las mujeres tampoco son tan diferentes de las de clase media, porque muchas de éstas a partir de cierta edad las imitan, y no es difícil; lo que llevan es una imitación, también, pero da el pego. En cambio hay hombres por estas calles que no se ven en otros sitios: hombres que peinan canas impecables, que visten chaquetas (no trajes, que es una vulgaridad) impecables, que a veces son realmente elegantes, y que caminan con la seguridad que debe de dar tomar café en el Palace con algún ministro, haber visto mucho mundo, y saber que estás forrado. O eso me parece a mí.

El caso es que, en medio de aquel esplendor, vimos que del Corte Inglés de Serrano salía un cola de gente, todos con un mismo libro en las manos: el último de Jiménez Losantos, que firmaba ejemplares.
Y lo curioso es que no era una cola de personas que destacasen por su ropa o su aspecto; nada de abrigos Burberry’s o Barbur, nada de joyas ni melenas rubias, nada de gente de dinero, de aquella derechona de la que hablaba Umbral antes de darse el golpe en la cabeza: había gente de toda clase y condición, más y menos humildes, de todos los perfiles, unos con mejor pinta y otros con lo que tenían, supongo que sólo unidos por su preocupación por la situación del país y su empeño en defender, en estos tiempos de falta de valores, la verdad.

Ja, ja.

En la FNAC estuvimos un par de veces, y les compramos varias cosas a los niños. Incluso a Carlos, un libro para la bañera. Es una gozada tener tanto donde elegir; y su táctica de dejar leer sin trabas todo el tiempo que uno quiera seguro que les da muy buen resultado.
Yo me compré El extranjero, de Camus, pero en La Casa del Libro.

Carlos se portó muy bien (como su hermana, muy bien). Se cansaba de estar en la sillita, claro, y cada vez que entrábamos en un sitio lo cogíamos un poco: no para de reírse.

Un día fuimos en metro (lo de las barreras arquitectónicas en su gran asignatura pendiente, creo yo, pero supongo que tiene difícil, largo y costoso arreglo), y fue gracioso, porque la falta de costumbre hacía que la niña no se comportase como, por lo que veo yo a diario, es habitual. Yo estaba de pie aguantando la silla, y ella sentada con mi mujer, y no paró de hablar conmigo en voz alta, diciéndome que me agarrara, que por qué me agarraba así y no de otra forma, que tuviese cuidado con Carlitos, que por qué se paraba el tren. Y a la gente (había poca) le hacía gracia, y me pareció (quizá exagere) que les hizo el viaje un poco más alegre.
En una parada entró un hombre de entre 50 y 60 años (era difícil de calcular), creo que mejicano, y claramente borracho. Se fijó en Carlos:

- ¡Menudo macho que tiene ahí, amigo!

- Sí, sí…

- Cuídemelo, ¿eh?, cuídemelo bien. ¿Y cuántos meses tiene?

- Cuatro.

- Pero, pero… ¡le va a dar ostias, hombre, ése le va a dar ostias! ¡Va a ser así! -y daba golpes en el techo del vagón- Cuídemelo muy bien, ¿eh?

- Sí, sí, no se preocupe -y bajó.

El sábado fuimos a Chueca. Hay sitios muy bonitos, tiendas y locales muy apetecibles; lástima que nosotros no podíamos salir de noche. En Hortaleza yo me quedé esperando por los demás fuera, en la acera, mientras compraban; me quedé con el niño en brazos más de media hora, y casi todo el mundo le decía algo; tuvo mucho éxito.

Y poco más. Hemos paseado por los sitios típicos, por la Puerta del Sol, por la Latina, por la calle Mayor hasta la plaza de la Villa, por el Prado y Recoletos, por la Gran Vía, etc. En las circunstancias adecuadas, esta ciudad es estupenda. Que nadie se moleste por las generalizaciones y las exageraciones, por favor.

El lunes por la tarde se fueron.

El resto de la semana me lo he pasado estudiando y trabajando, con el agua al cuello, pagando por esos cinco días dedicados por completo a nosotros.

Por supuesto, hice bien.

11.11.06

Un provinciano, y familia, en Madrid.

Pues eso, que estoy con mi mujer y mis hijos, que han venido a pasar el puente de la Almudena a Madrid.

En breve estoy con ustedes, y les cuento.

2.11.06

Un provinciano en Madrid: convertido en alumno, pero resistiendo.

Como ven, apenas escribo. Es que estoy estudiando.

El curso éste avanza y cada vez nos hacen trabajar más. Por ahora, mis resultados son desiguales: en lo que más tiempo exige (léase exámenes) debo mejorar, como corresponde a un vago, pero todo lo que tiene que ver con escribir me va permitiendo ir aguantando el tipo, creo (de algo tenía que servir llevar un año y pico practicando con ustedes, ¿no?).

El caso es que por semana estoy bastante ocupado, y el sábado y el domingo ni encendí el ordenador, en casa. Encontré a los niños cambiados: mi hija me pareció mayor (sé que fue sólo una impresión), y vi a Carlos muy grande.

(Por cierto, para que vean que incluso los más grandes artistas a veces se repiten, les contaré que, según mi cuñado, mi hija volvió a demostrar su personal concepto de la lectura: en una caja leyó de, o, de, o y t; y cuando él le preguntó qué ponía contestó toallitas.)

Del metro ya apenas puedo contarles nada, porque ahora leo mientras viajo. Sé que me estoy perdiendo curiosidades sociológicas, y que joyas antropológicas estarán pasando ante mis narices sin que yo me entere, pero la verdad es que, por un lado, el trayecto se me hace mucho más corto, y por otro, es la única manera de poder leer algo no profesional (ahora, Expiación, de Ian McEwan, que a pesar de las dificultades ambientales me está gustando bastante).

Pero a cambio puedo hablarles de los viajes de once horas en tren desde mi casa a Madrid, los domingos de noche. En litera, tuvo que ser en litera, y eso me ha permitido comprobar que ya no soy el que era. No exactamente por incomodidad, pues un servidor duerme cómo y dónde sea (se lo aseguro), sino por una necesidad de espacio vital, de intimidad y de higiene que siendo más joven no era tan acusada. Pero de todos modos no estuvo tan mal: viajar en tren me parece, incluso en las peores circunstancias, algo literario; y hacerlo en ése es como trasladarse al pasado, lo cual a efectos prácticos es horrible pero le da al asunto un aire romántico.

Y ya en Madrid, les hago saber que la semana pasada Xavie y yo quedamos y fuimos a cenar (de postre tomé Helado de chicle de fresa con peta-zeta, supongo que pensado exclusivamente para nuestra generación, y estaba riquísimo), y que anteayer, martes, fui con Rythmduel, Cal y Paquete, su novio, a ver Scoop, la última de Woody Allen; y luego, ya con Xavie unido al grupo, tomamos algo. La película, en mi opinión, es una vuelta a las comedias más típicas de Allen, y aunque la historia no tiene nada de especial es la excusa perfecta para ir engarzando diálogos magníficos, inteligentes y graciosos.

Ayer salí a comer con unos amigos (los que me están acogiendo desde que llegué a Madrid) y dimos un pequeño paseo por la parte más bonita, para mí, del barrio de Salamanca, al final de Claudio Coello, Lagasca, Velázquez y por ahí, donde todas esas calles tan largas, tan elegantes y tan llenas de tiendas (tiendecillas humildes, de barrio, ya saben) desembocan frente al Retiro. Se respira dinero, y uno puede echar la imaginación a volar y pensar en vivir en uno de esos pisos, o asomarse a una sima insondable al calcular cuánto le costaría.

Hoy le comentaba a Rythmduel una cosa que siempre me ha asombrado: ¿cómo hacemos para cantar o silbar justo en el tono que queremos (dejaré al margen a los que carecen por completo de oído) ?, ¿cómo somos capaces de hacerlo sin ir probando, sino a la primera? Porque con un instrumento uno sabe la posición de las manos, o la tecla, es algo totalmente controlable; ¿pero qué mecanismo intuitivo es el que nos permite dar directamente la nota exacta que pretendemos dar? A mí me intriga mucho. [¿Miranda?]


Y la crónica se acaba aquí. Otro día, pensaré un poco más.

Saludos a todos.