La tristeza secreta
Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 10.06.18
La tristeza secreta
“Todos
tenemos nuestra propia tristeza secreta”: esa es la extraordinaria frase que alguien
dice en un capítulo de la serie inglesa “Endeavour”. Una serie -precuela de otra
de los 90 titulada “Inspector Morse”- que me ha encantado, y en la que se
cuentan los primeros pasos del agente Endeavour Morse en la policía de la
ciudad de Oxford. Las tramas, la parte puramente policial, no me parecen gran
cosa, tienen poco suspense y no demasiado interés; en cambio, el escenario, el
ambiente y los protagonistas son magníficos. Sobre todo él, Morse, un chico
excelente, buena persona, inteligente, culto, honesto e idealista.
Al pobre,
sin embargo, no le va muy bien. En el trabajo, su talento despierta recelos; en
lo personal, está casi siempre solo y su vida sentimental apenas conoce
esporádicas alegrías que ni duran mucho ni llegan a colmar sus necesidades -elevadas
también, como era de esperar-. No, desde luego, no le va como se merece.
Y da bastante
pena. Él no se queja, sigue trabajando con seriedad, eficiencia y mucho interés,
y no se queja. Lo cual hace que dé más lástima todavía, por descontado. Porque
no se compadece de sí mismo ni llora por las esquinas. La suya es una
resignación madura, la de quien sufre pero tiene claro que la vida no acaba
ahí; y menos aun la de los demás, que bastante tienen con lo suyo sin aguantar
los lamentos de otro. Da pena, pero despierta simpatía y admiración, y como
mucho uno le daría un empujoncito.
En
cambio, la protagonista de la pesadísima película francesa “El porvenir”,
Isabelle Huppert, es una buena y entregada profesora de filosofía, casada con
un colega y madre de dos buenos chicos, culta, reflexiva, reconocida en su
ambiente, dueña de una casa sin alardes pero repleta de libros y acogedora, y
protagonista de una vida intelectual llena de conversaciones intelectuales con gente
intelectual. Y sin embargo resulta patética. Incluso antes de saber que su
esposo la engaña y va a dejarla por otra.
Patética
porque le falta lo esencial, le falta el centro en el que todo se apoya y, con
toda su inteligencia, parece no saberlo. Porque actúa como si todo fuese bien,
al contrario que Morse, que tiene claro que no. Por eso es cuando se desmorona,
cuando se resquebraja su armazón racional y sale el dolor, al que no hay teoría
filosófica que sirva de consuelo, el único momento en que parece vivir. Solamente
cuando se derrumba y llora con la cabeza apoyada en la ventana del autobús da la
sensación de estar al fin viva. Cuando no le da la espalda a su propia tristeza
secreta."
* * *
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