17.6.18

El señor Hansen

Publicado en el suplemento cultural 
Táboa Redonda del domingo 17.06.18


El señor Hansen




"Para salirme un poco del habitual tono de alegres castañuelas de estos artículos, les voy a contar una triste historia. Una que, en realidad, cuenta John Dos Passos en su interesantísimo “Viajes de entreguerras” (Península, de segunda mano).

El escritor, en un viaje en barco de Norteamérica a Europa, se encuentra con un tal señor Hansen, un anciano danés discreto y educado, contable de profesión, que vuelve a su país después de veinticinco años trabajando en Estados Unidos. Veinticinco. Durante ese tiempo nunca ha regresado, porque no quería hacerlo sin haber conseguido ahorrar lo suficiente; pero tampoco –y aquí empieza a formarse el drama- ha sido capaz de construir una verdadera vida allá en Los Ángeles. Lo achaca, él, al idioma, que no hablaba con la naturalidad de un nativo y en su opinión había supuesto siempre una pequeña barrera a la hora de intentar pasar de las relaciones profesionales o de cortesía a otras más personales; y por eso ahora quiere comprobar que en danés sigue siendo un buen conversador. Le preocupa también que lo tomen por millonario y lo quieran casar con alguna mujer simplemente buscando su dinero, pero aun así está ansioso por regresar a su tierra y poder volver a ver por fin a sus amigos de antes, después de tanto tiempo. Veinticinco años después de marcharse.

Pero, a los pocos días de llegar a Copenhague, Dos Passos se lo encuentra paseando solo. El señor Hansen se alegra de verlo, de ver a un americano; tal vez demasiado. Y mientras toman algo le cuenta que en su pueblo ya no conoce a nadie, y que además ya no se habla el dialecto de su niñez. Que, de hecho, hablar le había costado más de lo que había supuesto. Que había mandado poner una lápida nueva en la tumba de sus padres, pero luego se había quedado sin saber qué hacer. Y le confiesa a Dos Passos que tal vez regrese a Estados Unidos. Que seguramente lo readmitan en su antiguo trabajo. Y parece a punto de llorar.

Veinticinco años. Esperando, reservándose para el regreso a partir del cual comenzaría a disfrutar. Un cuarto de siglo viviendo por y para llegar a la situación que daría sentido a todo. Posponiendo la vida.

Por eso, cuando llega ese momento final y no trae nada de lo que él imaginaba, cuando la meta está desierta, cuando en realidad no hay ninguna recompensa y comprende lo terrible de su tragedia, al señor Hansen las fuerzas lo abandonan. Y únicamente puede mirar atrás y preguntarse si aún estará a tiempo de volver y aprovechar unos últimos años. Aunque solo sean como los de antes, como todos esos que perdió."

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10.6.18

La tristeza secreta



Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 10.06.18

 La tristeza secreta




“Todos tenemos nuestra propia tristeza secreta”: esa es la extraordinaria frase que alguien dice en un capítulo de la serie inglesa “Endeavour”. Una serie -precuela de otra de los 90 titulada “Inspector Morse”- que me ha encantado, y en la que se cuentan los primeros pasos del agente Endeavour Morse en la policía de la ciudad de Oxford. Las tramas, la parte puramente policial, no me parecen gran cosa, tienen poco suspense y no demasiado interés; en cambio, el escenario, el ambiente y los protagonistas son magníficos. Sobre todo él, Morse, un chico excelente, buena persona, inteligente, culto, honesto e idealista.

Al pobre, sin embargo, no le va muy bien. En el trabajo, su talento despierta recelos; en lo personal, está casi siempre solo y su vida sentimental apenas conoce esporádicas alegrías que ni duran mucho ni llegan a colmar sus necesidades -elevadas también, como era de esperar-. No, desde luego, no le va como se merece.

Y da bastante pena. Él no se queja, sigue trabajando con seriedad, eficiencia y mucho interés, y no se queja. Lo cual hace que dé más lástima todavía, por descontado. Porque no se compadece de sí mismo ni llora por las esquinas. La suya es una resignación madura, la de quien sufre pero tiene claro que la vida no acaba ahí; y menos aun la de los demás, que bastante tienen con lo suyo sin aguantar los lamentos de otro. Da pena, pero despierta simpatía y admiración, y como mucho uno le daría un empujoncito.

En cambio, la protagonista de la pesadísima película francesa “El porvenir”, Isabelle Huppert, es una buena y entregada profesora de filosofía, casada con un colega y madre de dos buenos chicos, culta, reflexiva, reconocida en su ambiente, dueña de una casa sin alardes pero repleta de libros y acogedora, y protagonista de una vida intelectual llena de conversaciones intelectuales con gente intelectual. Y sin embargo resulta patética. Incluso antes de saber que su esposo la engaña y va a dejarla por otra.

Patética porque le falta lo esencial, le falta el centro en el que todo se apoya y, con toda su inteligencia, parece no saberlo. Porque actúa como si todo fuese bien, al contrario que Morse, que tiene claro que no. Por eso es cuando se desmorona, cuando se resquebraja su armazón racional y sale el dolor, al que no hay teoría filosófica que sirva de consuelo, el único momento en que parece vivir. Solamente cuando se derrumba y llora con la cabeza apoyada en la ventana del autobús da la sensación de estar al fin viva. Cuando no le da la espalda a su propia tristeza secreta."

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3.6.18

Cuatro docenas


Publicado en el suplemento cultural
Táboa Redonda del domingo 03.06.18

Cuatro docenas




"No sé por qué, hay algunas cosas que todavía se cuentan por docenas: los huevos, las sardinas, los churros o las rosas. Y resulta que yo esta semana he cumplido cuatro, cuatro docenas de años.

Como a tantos otros, también a mí, al llegar a alguna fecha simbólica, me sale lo de mirar atrás y juzgar cómo ha ido todo. Y algo peor todavía: mirar el presente y compararlo con el que yo esperaba. El resultado, caprichoso, volátil y embarullado en porqués como es, suele dar, sin embargo, un mensaje claro y fácil de entender para cualquiera que quiera verlo.

Cuando era pequeño, una tarde que jugaba con mis primos cerca de casa de mi abuela, el perro de una vecina, un perro lobo gris y feo, se escapó y salió de repente al patio donde estábamos. A mí no me dio tiempo a subirme a las ventanas y me mordió. En el culo. Aunque, como la dueña, mis tías y mi madre no paraban de repetir, morder morder no me mordió, solo fue un arañazo. Y la dueña además insistía en que era muy bueno, y para demostrarlo contó que a veces le daba para cenar una tortillita francesa. Pero a mí me hizo un siete en el pantalón, otro en el calzoncillo y sangre, y yo, entre hipidos, no veía esa diferencia de matiz por ningún sitio.

Hubo épocas en que mirar atrás solo me producía tristeza. Volver a los sitios y a las personas me entristecía, porque me decían que algo iba mal, que yo no estaba donde quería. La sensación de pérdida era total, sin que nada pareciese compensarla. Después, en cambio, las cosas mejoraron y esos regresos me reconfortaban. Fui capaz de pasear por donde el “Che”, aquella hiena, me había… arañado, y contárselo a mis hijos, y enseñarles las ventanas a donde no me había dado tiempo a trepar. De hacerlo y sentirme bien, contento con quien había acabado siendo. En aquel tiempo yo me imaginaba a mí mismo tranquilo en medio de una llanura en la que no se veían caminos y tampoco había prisa por tomar ninguno.

Ahora, con 48 años, creo que estoy bien. Al menos dentro de lo que cabe, porque en mí siempre hay algo que falla, una insatisfacción que no desaparece y yo llamaría existencial: estupidez existencial, más concretamente. Tengo una edad que hace un siglo se consideraría provecta y, sin embargo, sigo con esa sensación de que algo crucial, lo más importante, está todavía por ocurrir. A veces creo que voy a pasar de esa espera por no sé qué eclosión, directamente, a la incredulidad de ver que todo ha llegado a su fin. Y que me quedaré pensando, con cara de tonto, qué estaba esperando, si la vida no era otra cosa que aquello que me había pasado."

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