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Publicado en el suplemento Táboa Redonda del domingo 2 de julio de 2017 |
La toalla de Cheever
“Anoche, al doblar la toalla de manera que se
viera la inicial bordada, me pregunté qué hacía yo allí”, dice John Cheever en
sus “Diarios”, sembrados del doloroso desánimo de quien fue un desdichado.
Leo otra vez a
Cheever. Estoy con la que fue su primera novela, “Crónica de los Wapshot”, y
nada más empezar vuelvo a comprobar cuánto me gusta. “Bajo una penetrante
lluvia otoñal, en un mundo muy cambiante, la plaza de Saint Botolphs daba una
impresión de insólita permanencia”: eso es construir algo real en una sola
frase.
Sus relatos son
extraordinarios. A la altura de los mejores cuentistas norteamericanos –Carver,
Salter-, porque de hecho es uno de ellos. Tiene –como debería tener cualquier
cuentista- la capacidad de contar mucho con pocas palabras. Nos deja ver el momento
justo de alguien, de unas vidas, para comprenderlas en toda su complejidad
(nunca, nunca simplificando, nunca esquematizando, recuerden a Roth). Y sus novelas
lo mismo, pero abriendo un poco el objetivo y alargando el tiempo de
exposición.
Yo lo relaciono
con Edward Hopper. Cheever habla del ambiente de Nueva Inglaterra, y Hopper lo
pinta en muchos de sus cuadros. Y ambos nos muestran una clase media, puede que
inexistente en otros lugares de Estados Unidos, pero que allí es o era real y
presenta o presentaba unas características que a mí me asombran: son clase
media (no alta, no media-alta), viven en el campo y tienen barcos, y navegan, y
resulta que hay gente que paga su pasaje y unos bocadillos para ir a ver la
puesta de sol, y son los años 30; y organizan
cenas para las que van a otros pueblos a comprar a tiendas especializadas (las
cuales, por tanto, existen); y la música popular que escuchan son obras maestras
del swing o del bebop, tocadas por big bands míticas. Y son clase media, insisto.
Me pregunto si en algún sitio de la costa catalana o la vasca hubo entonces
aquí algo comparable. Porque a mí me parece ciencia-ficción.
Una reunión
familiar en el viejo jardín: “Una nube pasa ante el sol poniente, oscureciendo
el valle, y ellos experimentan una honda y momentánea inquietud, como si
intuyeran de qué modo puede caer la oscuridad sobre los continentes del
espíritu. El viento refresca, y entonces todos se animan, como si eso les
recordara su capacidad de recuperación”. Ante algo así, a uno no le queda sino contentarse
con leer. Desde luego, no puede escribir, porque sabe que nunca llegará tan al
fondo, ni será tan esencial, tan incisivo y tan pertinente; y menos con esa naturalidad.
Así que únicamente leer y, tal vez, consolarse porque al doblar la toalla del
baño la sensación es mejor.
* * *