19.7.17

Táboa Redonda: Unos gatos o un maniquí

[El artículo en el suplemento]


Unos gatos o un maniquí


LAS SIETE y media de la mañana. Veo a la señora que da de comer a los gatos subir la cuesta de mi calle, con una bolsa en la mano y tirando del carro de la compra con la otra. Ya ha hecho la limpieza. A las ocho y media tendrá todo listo y al volver la veré aburrida en la ventana. En el callejón, uno de esos gatos come de un cuenquito de papel albal.

Es viernes por la tarde. En una calle un chico de instituto, grande, gordo, con un jersey apretado de pico, con gafas y espinillas, le habla atropelladamente a una chica rubia, guapa, llamativa y arreglada, medio girada y con todo su cuerpo afirmando que quiere irse. Deben de ser compañeros de clase. Él lleva una carpeta. A ella la acompaña otro tío, cachas, guapo y vestido a la moda, que mira ostensiblemente hacia otro lado. Cuando la pareja ya se va el chico grandote se les queda mirando un rato y les grita, con una sonrisa, "Y buen fin de semana, ¿eh?". Ella pone cara de, o sea, qué quiere ahora este, se gira y pregunta "¿Cómo?". "Que buen fin de semana, digo...", repite él, sonriendo aún más y saludando con la mano. Y se marcha nervioso pero contento, sin llegar a ver la mueca de repelús con que ella le deja las cosas claras a su chico y al resto del mundo.

En la mesa de la ventana una pareja pide dos cafés y una docena de churros. Él bromea. De sesenta y bastantes, tiene manos de trabajador, se peina para atrás desde hace pocos años y lleva una camiseta negra ajustada que pone FG October Original City. Ella tiene la misma edad, viste como visten en un sitio pequeño las señoras y apenas habla. Y no sonríe. Hasta que al cabo de un rato él también deja de hacerlo y se queda callado mirando por la ventana. De vez en cuando vuelve a intentarlo, pero nada. No se da cuenta de que, cuando no está atento, ella lo mira de reojo y por un instante suaviza el gesto. Se ha puesto unos pendientes largos y un foulard que nunca había estrenado, pero cuando se levantan para irse, mientras él paga, se ve en el espejo de detrás de la barra y se avergüenza.

En una calle peatonal de Lugo, un hombre de 59 años que solo tuvo novia una vez durante unos meses, cuando acabó el bachillerato, aminora el paso delante de un escaparate y le mira las tetas a un maniquí que lleva una camiseta ajustada.

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2.7.17

Táboa Redonda: La toalla de Cheever


Publicado en el suplemento Táboa Redonda del domingo 2 de julio de 2017



La toalla de Cheever




 “Anoche, al doblar la toalla de manera que se viera la inicial bordada, me pregunté qué hacía yo allí”, dice John Cheever en sus “Diarios”, sembrados del doloroso desánimo de quien fue un desdichado.

Leo otra vez a Cheever. Estoy con la que fue su primera novela, “Crónica de los Wapshot”, y nada más empezar vuelvo a comprobar cuánto me gusta. “Bajo una penetrante lluvia otoñal, en un mundo muy cambiante, la plaza de Saint Botolphs daba una impresión de insólita permanencia”: eso es construir algo real en una sola frase.

Sus relatos son extraordinarios. A la altura de los mejores cuentistas norteamericanos –Carver, Salter-, porque de hecho es uno de ellos. Tiene –como debería tener cualquier cuentista- la capacidad de contar mucho con pocas palabras. Nos deja ver el momento justo de alguien, de unas vidas, para comprenderlas en toda su complejidad (nunca, nunca simplificando, nunca esquematizando, recuerden a Roth). Y sus novelas lo mismo, pero abriendo un poco el objetivo y alargando el tiempo de exposición.

Yo lo relaciono con Edward Hopper. Cheever habla del ambiente de Nueva Inglaterra, y Hopper lo pinta en muchos de sus cuadros. Y ambos nos muestran una clase media, puede que inexistente en otros lugares de Estados Unidos, pero que allí es o era real y presenta o presentaba unas características que a mí me asombran: son clase media (no alta, no media-alta), viven en el campo y tienen barcos, y navegan, y resulta que hay gente que paga su pasaje y unos bocadillos para ir a ver la puesta de sol, y son los años 30;  y organizan cenas para las que van a otros pueblos a comprar a tiendas especializadas (las cuales, por tanto, existen); y la música popular que escuchan son obras maestras del swing o del bebop, tocadas por big bands míticas. Y son clase media, insisto. Me pregunto si en algún sitio de la costa catalana o la vasca hubo entonces aquí algo comparable. Porque a mí me parece ciencia-ficción.

Una reunión familiar en el viejo jardín: “Una nube pasa ante el sol poniente, oscureciendo el valle, y ellos experimentan una honda y momentánea inquietud, como si intuyeran de qué modo puede caer la oscuridad sobre los continentes del espíritu. El viento refresca, y entonces todos se animan, como si eso les recordara su capacidad de recuperación”. Ante algo así, a uno no le queda sino contentarse con leer. Desde luego, no puede escribir, porque sabe que nunca llegará tan al fondo, ni será tan esencial, tan incisivo y tan pertinente; y menos con esa naturalidad. Así que únicamente leer y, tal vez, consolarse porque al doblar la toalla del baño la sensación es mejor.

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