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Publicado (con un ligero lapsus en el título) en el suplemento Táboa Redonda el domingo 25 de junio de 2017 |
Hacia
dónde conducimos
"El domingo pasado, cuando volvía a casa, vi el cielo naranja
detrás de un monte y conduje hacia allí, hasta las playas. Pero llegué tarde,
el sol ya se había puesto. Aun así, todavía había mucha luz sobre el mar y la
espuma de las olas brillaba sobre un azul que se iba haciendo más oscuro poco a
poco.
Para valorar algo, para evaluarlo, aun subjetivamente, lo primero
que debemos saber es cómo tendría que ser para parecernos bueno. Para valorar
nuestra vida, lo mismo. A un amigo, en un prestigioso máster allende los mares
un profesor le hizo imaginar paso a paso, durante media hora y con los ojos
cerrados, cómo sería su día ideal. Les iba haciendo preguntas: a qué hora se
levantarían, dónde y con quién; qué harían a continuación, si saldrían de casa
o no, y a qué; cómo pasarían el día, si trabajarían, en qué y para qué; con
quién comerían, cuánto trabajarían por la tarde, a qué casa querrían volver y a
quién les gustaría encontrarse esperándolos, etc. Y a continuación les dijo:
“Pues bien, ustedes, cada vez que tomen una decisión importante, tienen que
pensar si eso los acerca o los aleja de esa vida”.
A lo mejor el planteamiento les parece discutible, poco realista, incluso
válido solo para privilegiados. Tal vez lo sea. Pero piénsenlo de un modo más
genérico: qué buscan en la vida. ¿Lo saben? Y, si no es así, ¿cómo esperan
conseguirlo?
Todos damos palos de ciego en algún momento. En ocasiones es
evidente; otras, no tanto, y nos dejamos arrastrar, desoyendo un proverbio
mongol que dice “No confundas, jinete, el galopar de tu caballo con los latidos
de tu propio corazón”. Me encanta: tomamos por deseos genuinos lo que no son
más que destellos, espejismos o la corriente.
Hoy volví a ver el cielo naranja tras los montes y volví a
conducir hacia ellos. Fui por un camino distinto y pasé junto a unos campos en
los que hace años les hice una foto a mis hijos. Le tengo mucho cariño: están
los dos de pie en la hierba, cogidos de la mano; Paula, con cinco años, lleva
una trenca marrón y una boina de lana y mira seria a la cámara, y Carlos, con
dos, tiene una trenca azul marino, sonríe mirando al suelo y lleva de la mano a
su oveja de peluche. Pero es una foto que me angustia terriblemente, porque en
aquel entonces estaba muerto de miedo. No sabía qué iba a ser de nosotros. No
sabía cómo iba a ser mi vida con mis hijos.
Volví a llegar tarde: el sol ya se había puesto. Me quedé un rato
de pie en las dunas, mirando las nubes grises del horizonte, sin saber si
estaba bien o mal. No dejo de dudar, y a menudo pienso que sigo sin saber lo
que quiero. Pero hay un miedo que ya no tengo, y eso lo cambia absolutamente
todo."
* * *