28.6.17

En un libro

Aunque difícilmente podría haber sido de un modo más modesto, lo cierto es que ya puedo decir que me han publicado un relato; que ya aparece algo mío en un libro.

Hace un mes y pico mandé un texto a un certamen de micro relatos organizado por una asociación cultural del pueblo vecino, Patio de Butacas. El tema era la emigración y el Atlántico; algo en lo que es fácil pensar para cualquier gallego.

Y he aquí que me seleccionaron. No había premio ni ganador, pero sí seleccionaban y publicaban a unos cuantos, en un librito muy cuidado titulado "Verbas migradas". Y no solo eso, sino que, junto al mío, publicaron también el relato de mi padre. Qué cosas: se puede decir que los dos hemos visto media cumplida nuestra ilusión común a la vez.

El día de la presentación salí a leerlo, y me encantó la experiencia. Y al volver a mi silla me encontré a mi hijo Carlos llorando desconsoladamente; lo cual supongo que, entre otras cosas, quiere decir que el texto logra su propósito.

Era este:


Los edificios de enfrente



"Mi tío Camilo murió con casi ochenta años en Buenos Aires, a donde había emigrado cuando tenía poco más de treinta. Murió en 1998, y coincidió que yo estuve en Argentina por un viaje de trabajo y pude ir a verlo a la unidad de paliativos del hospital Tornú. Tenía un cáncer de hígado y sabíamos que ya no saldría de allí.
Nunca estamos preparados para ver enfermo a alguien querido. Y menos si han pasado veinte años. De Camilo, mi padre me contaba cómo remaba, cómo amarraba el bote y cómo subía las escaleras de casa de mis abuelos con un hermano pequeño sentado en cada mano, agarrados a sus brazos. Y ahora lo encontraba allí perdido en medio de aquella cama grande. Solo las manos seguían igual. Las tenía apoyadas sobre la sábana blanca, morenas, con sus dedos anchos y cuadrados de pescador; pero detrás ya no estaban sus brazos, ni su cuerpo, ni su cara. En la habitación estaban mis dos primos mayores. Cuando entré quiso sonreír.
- Hombre, Fernandito.
¿Vamos a pescar?, me había dicho por teléfono un par de días antes, cuando le avisé de que iba. Con los años, Camilo volvió un par de veces a su pueblo, a Vicedo, y en una de ellas salí con él en la lancha. Yo todavía era un niño. Me despertó temprano, desayunamos una taza de leche con pan y colacao y bajamos al muelle. Todo -meterme descalzo en el agua fría, colocar los remos en los toletes, el crujido de los estrobos secos, los gritos de las gaviotas y hasta el ruido del motor- era extraordinario y de otro mundo: el suyo.
- Qué, ¿cómo vas?
- Bueno...
Le cogí la mano y me senté al borde de la cama, y así estuvimos charlando un rato.
- ¿Te acuerdas de cuando me llevaste a pescar?
- Acuerdo, acuerdo –y sonrió de verdad por primera vez. Se quedó un rato callado. Me apretaba la mano. - Qué más quisiera yo que salir en la lancha.
- Hasta la Estaca.
- Ay, iba a ser mucho. Pero algo… -le cambió la cara-  O si pudiera bajar al muelle otra vez.
Miró hacia la ventana.
- Aunque solo fuera salir al balcón y ver la ría.
Fuera se veían los tejados de los edificios de enfrente."

* * *

25.6.17

Táboa Redonda: Hacia dónde conducimos


Publicado (con un ligero lapsus en el título) en el suplemento Táboa Redonda el domingo 25 de junio de 2017


Hacia dónde conducimos



"El domingo pasado, cuando volvía a casa, vi el cielo naranja detrás de un monte y conduje hacia allí, hasta las playas. Pero llegué tarde, el sol ya se había puesto. Aun así, todavía había mucha luz sobre el mar y la espuma de las olas brillaba sobre un azul que se iba haciendo más oscuro poco a poco.

Para valorar algo, para evaluarlo, aun subjetivamente, lo primero que debemos saber es cómo tendría que ser para parecernos bueno. Para valorar nuestra vida, lo mismo. A un amigo, en un prestigioso máster allende los mares un profesor le hizo imaginar paso a paso, durante media hora y con los ojos cerrados, cómo sería su día ideal. Les iba haciendo preguntas: a qué hora se levantarían, dónde y con quién; qué harían a continuación, si saldrían de casa o no, y a qué; cómo pasarían el día, si trabajarían, en qué y para qué; con quién comerían, cuánto trabajarían por la tarde, a qué casa querrían volver y a quién les gustaría encontrarse esperándolos, etc. Y a continuación les dijo: “Pues bien, ustedes, cada vez que tomen una decisión importante, tienen que pensar si eso los acerca o los aleja de esa vida”.

A lo mejor el planteamiento les parece discutible, poco realista, incluso válido solo para privilegiados. Tal vez lo sea. Pero piénsenlo de un modo más genérico: qué buscan en la vida. ¿Lo saben? Y, si no es así, ¿cómo esperan conseguirlo?

Todos damos palos de ciego en algún momento. En ocasiones es evidente; otras, no tanto, y nos dejamos arrastrar, desoyendo un proverbio mongol que dice “No confundas, jinete, el galopar de tu caballo con los latidos de tu propio corazón”. Me encanta: tomamos por deseos genuinos lo que no son más que destellos, espejismos o la corriente.

Hoy volví a ver el cielo naranja tras los montes y volví a conducir hacia ellos. Fui por un camino distinto y pasé junto a unos campos en los que hace años les hice una foto a mis hijos. Le tengo mucho cariño: están los dos de pie en la hierba, cogidos de la mano; Paula, con cinco años, lleva una trenca marrón y una boina de lana y mira seria a la cámara, y Carlos, con dos, tiene una trenca azul marino, sonríe mirando al suelo y lleva de la mano a su oveja de peluche. Pero es una foto que me angustia terriblemente, porque en aquel entonces estaba muerto de miedo. No sabía qué iba a ser de nosotros. No sabía cómo iba a ser mi vida con mis hijos.

Volví a llegar tarde: el sol ya se había puesto. Me quedé un rato de pie en las dunas, mirando las nubes grises del horizonte, sin saber si estaba bien o mal. No dejo de dudar, y a menudo pienso que sigo sin saber lo que quiero. Pero hay un miedo que ya no tengo, y eso lo cambia absolutamente todo."

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18.6.17

Táboa Redonda: Prescindibles

Publicado en el suplemento Táboa Redonda del domingo 18 de junio de 2017


Prescindibles


"El domingo por la mañana, varios amigos asistieron a… algo. Algo que les pareció muy bien: una propuesta muy interesante.

Dichosos quienes tienen la fortuna de vivir una época y en un lugar donde hay tiempo, interés y recursos para el arte y la cultura. Incluso aunque a lo largo de la historia esas etapas hayan sido, a menudo, la antesala de ser invadidos por civilizaciones en un estadio anterior, guerreras, que jugaban con la ventaja de no valorar todavía demasiado la propia vida. Loados, en cualquier caso, quienes sucumbieron a causa de su refinamiento.

Además, yo supongo que, siempre, quienes han nadado en el caldo de cultivo que propicia el Arte, la Cultura y la Ciencia han tenido que ir apartando tablones y bolsas de plástico. Que tampoco en la Atenas de Pericles y la Florencia de los Medici debía de ser fácil separar el grano de la paja. Pero el caso es que yo estoy llegando a un punto en que si alguien me sugiere acudir a presenciar, visitar, ver, leer, escuchar, oler, palpar o degustar una propuesta muy interesante salgo huyendo.

Porque yo creo que no hay tanto talento.

Lo que hay es una demanda enorme y bastante cuestionable de arte, cultura, nuevas experiencias y entretenimiento. Y, como consecuencia, una no menos enorme oferta, bastante cuestionable también. Porque, por mucha creatividad que nos rodee, por mucha imaginación e ingenio que tengamos, no hay tanto. No hay artistas para tanto arte. Es imposible.

Y la consecuencia es que acabamos rodeados de un exceso de representaciones, conciertos y performances que demasiado a menudo no merecen la pena, sobrevaloradísimos, que no justifican ya no solo el dinero de la entrada sino el tiempo que consumen. Y esto incluye la literatura, por supuesto, empezando por las legiones enteras de columnistas de gatillo fácil que cada semana tenemos algo que decir. Por no hablar del mundo de los espectáculos infantiles, donde directamente parece no existir umbral mínimo. Propuestas interesantísimas, trajes nuevos del emperador por todos lados. Y nosotros leyendo las explicaciones de los cuadros del CGAC con expresión sesuda, por si hay cámara oculta.

De toda esta maraña, por decantación, sin duda saldrá verdadero arte, sublime o crudo, que nos enseñará algo sobre nuestra vida. Sin duda. Pero mientras, qué exceso de prescindibilidad tenemos que soportar."

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11.6.17

Táboa Redonda: La fiebre no es una enfermedad

Es un poco penoso tener que explicarlo, pero lo cierto es que no estoy muy seguro de si se entiende que al final del artículo me refiero al terrorismo.

Publicado en el Táboa Redonda del domingo 11 de junio de 2017


La fiebre no es una enfermedad




"Vuelvo a hablar de Sorkin, Aaron Sorkin, el mejor guionista del mundo. Solo el final de “El Ala Oeste” me dejó más huérfano que el final de “The wire”, y para superarlo acabo de ver otra genialidad: “The Newsroom”. Pero también la he acabado, y he tenido que volver al Ala Oeste, porque no encuentro nada a su altura. Aunque otra serie suya, “Studio 60 on the Sunset Strip”, promete.

Las series de Sorkin tienen dos características comunes: todos sus personajes son inteligentísimos (como ya he dicho aquí antes) y sus argumentos son la excusa para plantear continuos problemas éticos que ellos, lógicamente, no solo inteligentes sino decentes y dotados de fe en la Humanidad, deben afrontar y afrontan bien. Ah, no, y tienen otra característica más: le hacen sentir a uno que su vida (al menos su vida profesional; claro que las profesiones de sus películas ocupan las vidas enteras de sus personajes) es una completa medianía...

Pero inspiran. A lo mejor es que soy ingenuo, como me dijeron en mi defensa de tesis (yo me defendí diciendo que era idealista, que no era lo mismo: era consciente de las dificultades pero creía que se podían superar), pero cuando acabo cada capítulo me dan ganas de salir a arreglar el mundo.

Y permítanme que de este modo tan frívolo me acerque al tema que, lógicamente, me estremece estos días. Y ya va haciendo demasiado tiempo que es así. Tanto que el miedo inmediato va dejando sitio a un miedo a largo plazo en realidad más preocupante.

Frívolo, tal vez, pero no tan tonto como para pretender decir en estas líneas algo que aporte algo. Como mucho, dos cosas que serían de Perogrullo si entre nosotros hubiese algo que lo fuese, si hubiese algún tema, por obvio que parezca, que no atesore su cuota de discrepancia. Y esas dos cosas tienen que ver con el horizonte temporal de nuestro temor, pues una llama a la defensa urgente y la otra a acabar con las causas. Una es un problema de seguridad, un problema de violencia material contra el que protegerse materialmente; y la otra es el fondo de la cuestión, lo que la hace posible, lo que la alimenta, lo que hace que la locura parezca no tener fin, y contra la que poco o nada puede hacer la fuerza.

Nunca nada nos salvará de un loco dispuesto a todo. Y siempre habrá alguno. Como siempre lo ha habido. El problema es que ahora esa locura es un síntoma claro (por mucha manipulación que haya detrás, por muy espurios que sean los discursos que la legitiman) de otra enfermedad mucho mayor.

Cuando ustedes tienen fiebre no se limitan a tomar algo para bajarla, aunque eso sea siempre lo primero en atajar: al mismo tiempo, localizan su origen y luchan contra el mal que la provoca. Pónganle ustedes nombre a ese mal; el enfermo es el mundo."

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4.6.17

Táboa Redonda: El salvaje infierno


Publicado en el suplemento Táboa Redonda del domingo 4 de junio de 2017


El salvaje infierno




"Cada vez soporto menos la violencia, incluso cuando es ficción. Desde que fui padre, dejé de ver películas donde hubiese sufrimiento infantil de cualquier tipo, porque no lo puedo aguantar (recuerdo parar de ver una película danesa, a quince minutos del final, llorando desconsoladamente por un ataque de empatía); pero no es solo eso: parece como si cualquier situación de dolor y, sobre todo, cualquier muestra de crueldad, me superara.

Por eso, a pesar de la entusiasta recomendación de un amigo, dudé si comprar o no “Meridiano de sangre”, de Cormac McCarthy. La sinopsis prometía precisamente sufrimiento y crueldad, y el recuerdo de “La carretera” no permitía esperar demasiadas concesiones, ya no al optimismo, sino a la esperanza de cualquier tipo. Pero al final lo hice, y eso que el hecho de que, nada más empezar, alguien le intente sacar a otro un ojo con el pulgar estuvo a punto de hacerme desistir. Y la acabo de terminar. Y me alegro. Oh, sí, me alegro.

McCarthy describe un mundo salvaje. El salvaje Oeste, donde lo que ocurre no es que se rompa de un botellazo el espejo del saloon, que un borracho atraviese una ventana de un puñetazo o que dos vaqueros se separen lentamente de la barra para un duelo. Donde lo que ocurre es que se mata por la espalda por mirar mal, se degüella, se violan niños y, por supuesto, cualquier mujer, donde se cuelga a la gente de una rama atravesándoles el tendón de Aquiles, donde se arrancan orejas y se hacen collares con ellas, donde se trenzan cuerdas con piel humana, donde se cortan todas las cabelleras (blancas o rojas), donde los apaches son un pueblo mentalmente paleolítico y, en fin, donde los bebés indios se matan asiéndolos por los pies y golpeándolos contra las rocas. De eso se habla. De un mundo donde no hay ningún refugio donde guarecerse. De un mundo sin ley, si esta expresión diese una idea aproximada del grado de barbarie, de brutalidad, de indefensión absoluta, de desvalimiento, de terror que lo domina.

Y, sin embargo, no solo es una lectura soportable sino una novela excepcional. Describe incesantemente el mismo monótono paisaje (después de este libro y de “Breaking bad”, tendría que estar loco para pisar Nuevo México voluntariamente) sin dejar de ofrecer nuevas imágenes, utilizando un lenguaje asfixiante pero sugerente, casi hipnótico, y tan intrincado que, al final, el que me dio más pena de todos fue Luis Murillo, el traductor. Y describe a unos individuos tan inauditos, extremos, desamparados y enloquecidos como cabría esperar encontrar en el infierno."

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