27.6.16

Táboa Redonda: Salinger


El lector que ríe


 

"Por muy de moda que esté la crítica revisionista y adoptar un aire cínico de estar de vuelta de todo, y por mucho que Diane Keaton, ante un indignado Allen, se ría en “Manhattan” de los sobrevalorados, nos gusta mitificar. Y nos gusta, creo yo, porque lo necesitamos. Necesitamos admirar, creer que existen personas excepcionales. Aunque sean otros.

Mitificar a Salinger es fácil. Le pasa lo que a Rulfo: escribieron una obra maestra y poco más, y su silencio alimentó la leyenda. Lo que no es nada fácil es hacerle una crítica. Pero acabo de leer sus “Nueve cuentos”, publicados dos años después de “El guardián entre el centeno”, y algo querría decir.

La sensación final es extraña. Y aunque no hubiese comprobado en internet que es probable que sufriese de algún tipo de trastorno psíquico, creo que salta a la vista: hay cuentos que no podría escribir alguien “normal”. Ni siquiera un escritor normal. Uno, “El período azul de Daumier-Smith”, tal vez sea uno de los relatos más extravagantes que he leído jamás. Cuesta imaginar qué puede tener alguien en la cabeza para escribir algo así.

Los dos más famosos, “Un día perfecto para el pez plátano” y “Para Esmé, con amor y sordidez”, me han parecido (mi desfachatez me sonroja) magníficos; sobre todo el primero, como un puñetazo. Pero creo que “El hombre que ríe” es, sin exagerar, uno de los mejores relatos que he leído en mi vida: por cómo, sin contarla, cuenta toda una historia de amor; por la descripción justa de los personajes, y por cómo llega casi sin palabras al fondo de lo que los hechos significan para ellos; y por el resumen de una edad personal y de una época histórica y cultural que ha acabado por formar parte de la nuestra, con su béisbol, sus autobuses, sus batidos y sus fielders, aunque no sepamos qué son. Y todo, en veinte páginas. Aun sin “El guardián…”, yo no tendría ningún reparo en mitificar a Salinger por esto.

Es cierto que no todas me han gustado tanto, pero entre estas nueve historias hay algunas que nos muestran lo que a veces puede llegar a ser la literatura de ficción: verdad."

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19.6.16

Táboa Redonda: me acuerdos


Hoy nos han puesto en b/n

 

Me acuerdos


Me acuerdo del día en que, con dos o tres años, enfadado, le dije a mi madre por primera y última vez que no la quería, en voz baja, mientras me iba de la sala. Creí que se iba a abrir el suelo y el mundo entero se iba a hundir.
Me acuerdo de la colcha a rayas anchas blancas y rosas. Y del póster de Daniel el Travieso de encima de mi cama.

Me acuerdo del platito metálico con que mi madre me tapaba el vaso de agua que me dejaba cuando estaba enfermo. Me acuerdo del dibujo que tenía.
Me acuerdo de mi padre de pie detrás de la puerta, jugando con nosotros al escondite en casa una tarde.

Me acuerdo de los pasos de mi abuela, cada vez más lentos y cada vez arrastrando más los pies, acercándose por el pasillo para abrirnos la puerta. Me acuerdo de su olor cuando nos daba un beso al arroparnos, y de que nos decía que estirásemos las piernas y nos las frotaba para calentarnos.
Me acuerdo de quedarme tumbado sobre unas redes en el muelle viejo de Vicedo, de pequeño, mirando el cielo. Y de cómo el olor no se iba en todo el día.

Me acuerdo de ir andando por aquel jardín en Madrid, al mediodía, en verano, pegado a las tuyas buscando unos centímetros de sombra y sofocándome con su olor verde.
Me acuerdo de aquel abrazo, por fin, y de cómo de repente todo el malestar valía la pena y desaparecía.

Me acuerdo de despertarme cada mañana sin poder creer que aquel sufrimiento fuese real y yo tuviese que vivir con él.
Me acuerdo de coger a mi hija en mis manos y asombrarme de que estuviese viva. Y de tanto miedo.

Me acuerdo de ver a mi hijo de pie solo por primera vez en la calle, y de tanta incertidumbre sobre cómo iba a ser todo.
Me acuerdo también de ti, desnuda en la playa, tirando piedras al agua y riéndote.

Georges Perec escribió en 1978 su libro “Je me souviens”, para el que se inspiró en el poema “I remember”, del norteamericano Joe Brainard. En él recogió 480 recuerdos. La idea es muy simple. Y, con independencia de que para los demás el resultado sea interesante o un tostón, el ejercicio de bucear, de remover y buscar hasta que aparece algo que importa, es muy bonito y muy revelador. Prueben, ya verán.

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12.6.16

Táboa Redonda: aturdirse


Aturdimiento

 En general, hacemos cosas, porque algo hay que hacer. Aturdirnos, decía un amigo: aturdirnos para no pensar demasiado.

Unas veces elegimos al tuntún: crossfit, un club de lectura, clases de Thermomix o el Camino de Santiago. Son cosas que no molestan a nadie, y su único defecto es que son poco consistentes, flores de un día. Y que salen caras, pues por poco que aguantemos siempre nos da tiempo a comprar el material necesario para practicar la actividad elegida a nivel profesional durante diez años. En otras ocasiones, las soluciones son dramáticas: drogas, videojuegos y otros paraísos artificiales, una relación sentimental sin futuro, la furia consumista, etc. Lo peor de ellas es que sí resisten, y acaban con uno. Y por último están las opciones con vocación social: un partido, una ONG, el ANPA del cole, los huertos urbanos, el activismo en Facebook, la defensa de la pesca de camarón a caballo en Flandes (existe) o cualquier otra causa de repente inaplazable. También requieren ser renovadas con frecuencia y, además, quienes las abrazan acostumbran a mostrar una tendencia al proselitismo que su entorno más cercano no suele compartir.
Y está bien. A veces conseguimos disfrutar de verdad, o descubrimos que teníamos un don para el collage con materiales reciclados.
Pero una cosa es tener tiempo que ocupar y otra, muy distinta, tener un vacío existencial que llenar.
La angustia existencial es, supongo, el problema de los que no tenemos problemas. De quienes, por lo demás, estamos bien. Pero, incompatible como es (doy fe) con las preocupaciones más tangibles, no es menos real que ellas cuando aprovecha un hueco libre y se instala con nosotros. Desde fuera puede llegar a proporcionar un toque distinguido: en cierto modo es un síntoma de inquietud, si está bien llevada da un aire romántico y, una vez, acabó convirtiéndose en “Las flores del mal”. Pero por dentro hace daño.

Por eso, a veces esas actividades asumen un papel que no les corresponde. Eso da un poco de pena. Te encuentras con un amigo a quien llevas tiempo sin ver, y te empieza a contar qué cosa más alucinante hace ahora mismo que, bueno, es increíble, una pasada, me encanta, ¿tú no lo haces? Y te explica cuánto le llena. Y tú te das cuenta de que eso no es un pasatiempo, es un clavo ardiendo. E insiste en que, de verdad, súper interesante, súper interesante. Y adivinas la ansiedad en su mirada, en la sonrisa tensa y en su entusiasmo desmedido. Y le dices que sí, que desde luego parece interesantísimo. Porque sabes que lo contrario sería como quitarle la venda de los ojos frente a la enorme llanura de su aburrimiento mortal; como empujarlo hasta el borde de su vacío vital y dejarlo caer.

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5.6.16

Táboa Redonda: Fracaso

Luego a lo mejor nos quedamos por el camino, pero, por lo menos, elegir bien el destino, o el faro, o la brújula, o qué sé yo qué otra metáfora.




Fracaso

Nada como no tener verdaderas dificultades económicas para permitirse despreciar el dinero. Pero saber eso no debería impedirnos ponerlo en su sitio, si no nos gusta dónde se ha instalado.
Adam Smith dijo que la gran masa de la humanidad estaba formada por admiradores y adoradores de la riqueza y la grandeza; y que esa disposición a admirar y casi a idolatrar a los ricos y poderosos, y a despreciar o, como mínimo, ignorar a las personas pobres y de condición humilde era la principal y más extendida causa de corrupción de nuestros sentimientos morales. Y lo pongo en pasado porque lo escribió en 1756, no porque las cosas hayan cambiado. Hace solo seis años, Tony Judt decía en su “Algo va mal” (Taurus) que “Hay algo profundamente erróneo en la forma en que vivimos hoy. Durante treinta años hemos hecho una virtud de la búsqueda del beneficio material”, que se parece bastante.
Lo de la pirámide de Maslow todos lo tenemos claro: mientras lo básico no esté cubierto, que no nos vengan a hablar de realización. O, como dice un amigo mío, ninguna filosofía es más profunda que un plato de caldo. La legitimidad de ganarse la vida está fuera de cuestión. Es cuando se van subiendo peldaños cuando la disfunción comienza a notarse, al ver que la preocupación por lo material no solo no queda atrás sino que crece y crece. No se sustituye, solo se amplía. Seguramente porque el dinero se ha convertido en algo más; porque se ha convertido en la referencia universal, en la medida de todas las cosas. Quién no cree poder callar la boca a cualquiera enseñando una buena cuenta corriente. Quién no considera que el éxito económico demuestra que, al final, tenía razón en todo.
Y eso tiene varias y funestas consecuencias. Una, obvia, es la justificación social de la ilegalidad, todavía; pero menos evidentes y, por eso, quizá más dañinas son otras dos. La primera es aceptar, tanto legal como personalmente, comportamientos inadmisibles desde la ética, únicamente porque son económicamente lógicos, porque dan dinero: “Bueno, qué van a hacer, es su trabajo”. La otra es el modelo dominante a seguir, el planteamiento vital. Que es aun peor: padres que no tienen argumentos para hacer que sus hijos estudien, porque con un poco de suerte encontrarán alternativas más rentables, por ejemplo.
Pocas cosas nos definen tanto como nuestra idea de qué significa triunfar en la vida.
No conseguir lo que queríamos parece, así de entrada, malo. Pero hay un modo más tonto,  indigno y sutil de fracasar: elegir una meta miserable, poner nuestro empeño en alcanzarla y lograrlo.
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