Supongo que hablar con uno mismo es siempre, en parte, dialogar con el niño que fuimos. Pero cuánto daría por tener literalmente ese encuentro.
Cruzarme conmigo
Hace ya dos o tres años vi una serie policíaca de la
BBC, “Life on Mars”, que antes de “The wire” habría calificado de
sobresaliente, pero que ahora está marcada, como todas, por la inevitable e
implacable comparación con la comedia humana del siglo XXI de David Simon.
En ella, y tras un accidente, el protagonista
retrocede unos cuarenta años en el tiempo y regresa al Manchester de 1973; y
ejerce, también allí, de policía. En aquel entonces él tenía cuatro años. Y hay
un capítulo en el que, unos días después de haber conocido a su propia madre de
joven, se cruza por la calle con él mismo, de niño, yendo de la mano de su
padre a un partido de fútbol. Niño y adulto se quedan mirando el uno al otro
durante unos segundos. El niño, confuso por el aire familiar de aquel extraño,
y él, todo lo impresionado y conmocionado que cabe esperar.
Y yo, que mantengo una estrecha relación con mi yo
infantil, me quedé pensando qué sentiría en esa situación, si me viese, si me
encontrase conmigo de pequeño. Y creo que, entre todas las emociones, la
sensación predominante sería la de tristeza.
Se me ocurren tres razones.
Por una parte, por la confrontación entre las
expectativas de aquel niño que fui (de las expectativas que yo ahora pongo en
él, mejor dicho), de sus posibilidades, de todo lo que podía ser, con la
realidad actual, con lo que he conseguido, con lo que soy, con cómo estoy. Es
verdad que siento que esas dos imágenes (porque imágenes son, las dos mías y
las dos de ahora) se han reconciliado en gran parte en los últimos años, lo
suficiente como para poder mirar atrás con tranquilidad y no del todo
insatisfecho. Pero, aun así, está claro que hay muchas cosas que soy que no
quería ser, y viceversa. Demasiadas, o demasiado importantes. Y me costaría
confesárselas. Me costaría decepcionarlo.
Por otra, está rondando la muerte, claro. El niño que
era yo me permite volver atrás, me da más tiempo. Incluso lo detiene. Aleja mi
muerte. Pero al irse, al seguir andando sin mí, me vuelve a dejar aquí,
avanzando inexorablemente.
Y, por último, porque me echo de menos. O echo de
menos mi infancia, que creo que fueron mis años más felices. Y por supuesto que
es una sensación subjetiva y en buena parte resultado de la idealización, pero
es que la felicidad se mide así. Y me daría pena no poder estar más con él, conmigo,
me daría pena verme y tener que dejarme, porque me gustaría hablarme, pasar
tiempo conmigo, conocerme otra vez. Me caería muy bien. Me gustaría prestarme
atención y hacerme caso. Y que yo mismo me recordase qué me importaba. Nunca
nadie me habría escuchado igual.
Sí, me quedaría triste. Pero, aun así, cuánto me
gustaría volver a verme.