22.2.16

Táboa Redonda: de pesca en Michigan

Tengo ganas de escribir. De intentar escribir ficción. Cuando acabe la puñetera tesis (si es que eso sucede alguna vez), lo haré.



Un río en Michigan



Hace no mucho leí un volumen con los cuentos de Hemingway. Yo, en realidad, aparte de El viejo y el mar no había leído nada de él; pero creo que no importa, porque ahora dicen que sus novelas no son gran cosa, que lo que vale la pena son sus relatos. Y lo cierto es que no solo me gustaron mucho sino que me impresionaron.
Mientras los leía pensaba qué los hacía especiales, por qué me estaban calando tanto, incluso cuando el tema no iba conmigo (por cierto, ha sido chocante leer por primera vez relatos sobre toreros, en los que se contaba qué piensa, qué siente, qué mira un torero antes y durante la corrida; y que hayan sido obra de un norteamericano y me hayan encantado). Y creo saberlo. 
En todo taller de escritura que se precie, además de citar a Ángel Zapata aunque solo sea para contradecirlo, se dice que la verosimilitud es imprescindible en un relato. La verosimilitud no tiene nada que ver con el realismo, y es lo que hace que “Blade runner” resulte creíble y “Terra de Miranda” no. Y en un texto se puede echar a perder con una frase.
Hay veces en que uno lee un cuento técnicamente impecable sin dejar de saber que es un cuento. Si es malo ya nada, pero incluso hay buenos relatos que no nos permiten olvidarlo. En estos de Hemingway, en cambio, todo era verdad; para el lector, claro, que es quien importa. Todas las historias eran ciertas y alguien las contaba, todas las escenas eran reales y, simplemente, se describían: unos días en soledad a la orilla de un río, pescando de pie sobre un tronco en el que se engancha el sedal y haciendo café por la mañana, mientras de fondo sucede algo esencial y terrible de lo que no se habla. 
Es la literatura llegando al final, alcanzando su mayor logro: enseñarnos otra vida, una vida, y en última instancia la nuestra, aunque sea en Marte (a propósito, si no han leído “Crónicas marcianas”, de Bradbury, no sé a qué esperan). La literatura, cuando se merece ese nombre, te pone la vida delante en unas páginas, hable de lo que hable. Y eso tiene un valor excepcional, que supongo que es la justificación última del arte, y que lo sitúa muy por encima de un asunto estético.  
Pescar en un río norteamericano, cruzar la estepa a caballo, escuchar música en un club de la Habana o trabajar en una oficina en A Baixa; y en todas esas situaciones reconocer algo mío, y a veces entenderlo. Por eso la literatura es tan importante para mí. Porque, de todo lo que yo puedo hacer, leer es lo que más se parece a vivir más.

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14.2.16

Táboa Redonda: entierro

Volví a la aldea, a lo que esperábamos. Fue triste, pero también tranquilizador.
 

 
 

Bar Chopenhauer


Hace años fui por primera vez a un entierro en la cabeza de municipio de mi aldea. Al bajar del coche crucé el puente sobre el Mandeo y, antes meterme por la corredoira que lleva hasta la ermita de San Paio, me encontré de frente con el toldo verde del único bar. Decía “Bar Chopenhauer”.
El domingo pasado volví a aquel cementerio. El “Blacky”, el perro de Carmen, está tirado en el sofá y no hace caso cuando le ofrecen comida, y cerca de casa hay una esquela clavada en un árbol al borde de la carretera.
El “Chopenhauer” ya no se llama así. Será la reducción de horas de Filosofía en los planes de estudio. La iglesia, en cambio, a la orilla del río, con suelo de granito y verdín en las ventanas, seguía estando helada. La humedad subía desde la planta de los pies, y al contestarle al cura se veían nubes de vapor salir de las bocas. Dos señoras cantaban de manera tan espeluznante que parecía a propósito, y la homilía fue tal vez la más fuera de lugar que he escuchado nunca: se habló de las influencias helenística y judaica en la escritura de San Lucas, de la progresividad de la conversión y la resurrección, y de las diferencias entre el pretérito perfecto simple y el pretérito perfecto compuesto.
Luego, los pasos sobre el barro, el cuidado de no resbalar con el peso de la caja, los apellidos repetidos en las lápidas, el andamio, la pistola de silicona, hombres con cazadoras oscuras, apretones de manos de hierro y besos en silencio, golpeando las mejillas. Alrededor, una casa en ruinas, una palleira de madera preciosa y carballos resistiendo. Y agua, agua en el cielo gris, agua sobre nosotros y en cada rama, en el río crecido, en cada hierba y mojando cada piedra.
Schopenhauer dijo en su obra capital, “El mundo como voluntad y representación”, que toda vida es esencialmente sufrimiento, que nos movemos entre el dolor y el tedio. En el cementerio de Ferrol, cuando uno ya va hacia la salida puede leer unos versos de Rosalía -“Del polvo y fango nacidos, polvo y fango nos tornamos. ¿Por qué, pues, tanto luchamos si hemos de caer vencidos?”- que se encargan de quitarle el poco ánimo que le pudiera quedar. A lo mejor también el nombre del bar era un mensaje de resignación.
Sin embargo, como tantas otras veces, el entierro del domingo fue un momento para el cariño, una oportunidad para no dejar morir relaciones en las que, a pesar de la distancia y el tiempo, hay algo profundo que a lo mejor son los lazos de las raíces. Como con algunos sitios. Como con Carmen. Y cuando volvía solo en el coche sentía cierto consuelo por todo aquello, cierta calma.
 
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10.2.16

Táboa Redonda: la televisión


La tele que queríamos


 
El otro día vi el principio de un programa de “La Clave”. Y ya la presentación de los invitados me dejó con la boca abierta: solo con su respuesta a la pregunta de introducción de Balbín demostraron estar a años luz de cualquier contertulio actual.

La verdad es que de “La Clave” yo solo veía las películas, así que supongo que me perdí uno de los mejores programas de nuestra televisión. Eso escribía, al menos, el crítico barcelonés Joan Francesc de Lasa el seis de julio de 1978 en el semanario Destino. En aquel artículo elogiaba la profesionalidad de José Luis Balbín, su preparación, su eficiencia en la moderación del coloquio y, sobre todo, su “insobornable afán de libertad”, que más de un problema le causaría. Y acababa su reseña augurando mejores tiempos para la televisión española, una vez liberada de los dictados de “la Voz de su Amo”, que durante lustros la habían malformado.

El señor Lasa murió en 2004, con lo que tuvo tiempo de ver que su optimismo resultaba completamente infundado, pero la vida le ahorró esta última década de degradación televisiva que no cesa, y que tiene múltiples vertientes.

Las más llamativas: la proliferación de programas donde los concursantes, ya canten, bailen, sobrevivan en islas llenas de cámaras o cocinen, deben abrazarse y llorar en público mientras un jurado los humilla; la irrupción del famoso profesional, que sale en la tele porque es famoso y solo es famoso porque sale en la tele, y se caracteriza además por no tener más mérito que el discutir a gritos (una profesora de Primaria me decía hace unos años que en las reuniones de padres había habido un antes y un después de ‘Sálvame’); o el pseudoperiodismo que bajo un baño de seriedad no ofrece más que morbo, donde expertos en nada analizan cada mañana media docena de temas, antirreporteros dan cancha a cualquier familiar o vecino desaprensivo que busca su momento de gloria, y se cuentan medias verdades, se expanden rumores, se tergiversa, se manipula y se insinúan falsas conclusiones sin que importen las consecuencias. De fondo, las peores: la renuncia generalizada a cualquier contenido que aporte o exija algo, y el abandono de la labor informativa objetiva en favor de la creación de opinión más burda.

Yo no sé si hay un amo que maneja esos hilos. Tiendo más a explicar estas cosas, incluso las peores, como el resultado de una sucesión de decisiones estúpidas y mezquinas. Pero si alguien se hubiese propuesto convertir aquella preciada libertad en algo vacío e inane no habría podido elegir un modo mejor: lograr que la usáramos así.

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