¡Calor!
¡Calor!
"CUANDO LLEGO por las mañanas al trabajo, a pesar de que no he caminado ni quince
minutos ya estoy sudando. Y eso que cuando escribo esto aún no ha estallado la
bomba de calor que se espera para estos días. Cuando salgo, ya tarde, es peor,
y noto las gotas caer por mis sienes y bajar por el cuello, hacia el pecho, y
cómo la cinta de la mochila en el hombro va haciendo que la camisa se empape.
Mi
novia y yo tenemos discusiones frecuentes sobre el tema calor vs frío: ella desea el primero y yo, salvo en circunstancias
muy concretas y poco habituales, lo detesto. Esta semana me envidia los
cuarenta y pico grados de Madrid, y yo no me envidio en absoluto. No suelo ver
ninguna ventaja en pasar de los veinticinco. Recuerdo la única vez que estuve
en la playa en Alicante: quedarse tumbado en la arena era sencillamente
inviable, parecía que un gigante con un pie al rojo te estaba pisando la
espalda, y solo cabía bañarse, pero el mar estaba tan caliente que yo me alejé
nadando buscando agua más fresca, como les expliqué a los de la zódiac de la
Cruz Roja que vinieron a por mí pensando que me estaba ahogando. Estuve a punto
de hablarles de Doniños, en Ferrol, pero me contuve y volví a la orilla, al
desierto, y me marché de allí saltando cuerpos incandescentes.
Siempre
me he sentido más identificado con el frío y, por ejemplo, en ninguna fantasía
me veo viviendo en un país cálido, sino siempre en latitudes bien alejadas de
los Trópicos, en sitios nevados con coníferas, ciervos –o alces, si hace
falta-, lagos helados y cabañas de madera con chimenea. A pesar de que poco a
poco las series policíacas escandinavas me van quitando las ganas, la verdad; qué
manera de desmitificarlo todo: su civismo, su estética, su nivel cultural y
hasta su calidad de vida, que de cerca parece cualquier cosa menos encantadora
y rebosante de hygge, esa
explicitación normalizada de lo acogedor.
Una
vez crucé el Ecuador navegando, y durante una semana no fui capaz de hacer nada
que no fuese estar tirado en un sofá, viendo cómo la piel desnuda dejaba
charcos en el escay. Tenía la tensión por los suelos y el convencimiento absoluto
de que la reacción de mi cuerpo y mi mente, que se negaban a toda actividad que
supusiese el más mínimo esfuerzo, era totalmente incompatible con el
crecimiento económico. Lo que puede ser valorado de muy diversas maneras, por
supuesto.
Ahora
sudo. Delante del ordenador, sudo. Los antebrazos se me pegan a la mesa. En la
habitación hace calor y, si abro la ventana, hace más. Y pienso en casa y en que al salir a dar un paseo por la noche se agradezca una rebequita."
* * *
[Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 30 de junio de 2019]