29.3.16

Táboa Redonda: El bar de las grandes esperanzas


La vida desde un bar


Les voy a hacer el favor de hablarles de un libro que todos ustedes deben leer: “El bar de las grandes esperanzas”, de J. R. Moehringer.
Moehringer consiguió hace poco la proeza de que su biografía de André Agassi, “Open”, fuese considerada muy buena. Y ahora se enfrenta a la suya, a la historia de su infancia y juventud, y escribe esta maravilla, tal vez el libro que más me ha gustado en los últimos años.

Fue un niño al que le faltó el padre, y eso hizo que no dejara de buscar una referencia vital masculina. Pero en lugar de encontrarla en alguien en particular dio con ella en el mosaico de habituales de un bar, Dickens primero, Publicans después, de su pueblo, Manhasset, el mismo en el que Scott Fitzgerald situara “El gran Gatsby”. Y aunque el libro es mucho más que eso, el bar no deja de aparecer como referente. En él se come, se escucha música, se apuesta, se bebe muchísimo y se habla de deportes, de dinero, de trabajo, de amor, del sistema solar, de Vietnam y de esperanzas; y todo forma un conjunto tan atractivo, tan sugerente, que uno se pregunta qué hace sin un bar así en su vida, e incluso le llega a ver la cara amable al alcoholismo. El día que lo acabé comí por primera vez con martinis.
Yo no sé si tiene importancia preguntarse qué es la literatura y para qué sirve. O si tiene sentido hacerlo buscando una respuesta que no sea completamente personal e intransferible. Somerset Maugham dijo que adquirir el hábito de la lectura era construirse un refugio contra casi todas las miserias de la vida. Imagino que hay quien dice algo parecido del cine, el fútbol o las drogas; pero lecturas como esta a mí me ayudan muchísimo. Y además tienen algo que cada vez agradezco más: son inspiradoras. Al contrario que otros grandes libros que te hacen descender a las cloacas para enseñarte la basura y te dejan allí, consternado, este te hace el favor de acompañarte después escaleras arriba, de vuelta a la luz; e incluso te dice que, no todo, pero una parte de ese mundo puede ser tuya.

Hay que escribir muy bien para conmover sin caer en la sensiblería, sin recurrir a la lágrima fácil, sin menospreciar la inteligencia del lector. Moehringer logra hablar con claridad de las cosas esenciales de la vida, de la de todos, de un modo que nos hace creer que hemos comprendido algo que no sabíamos. Hay literatura que tiene la capacidad de hacerte pensar en lo que ya tenías delante y no te dabas cuenta de cuánto te importaba.
“¿Que de qué va? -le responde J.R. a uno de sus amigos del bar-. Todos los libros que merecen la pena van de emociones y de amor y de muerte y de dolor. Va de palabras. Va de un hombre que se enfrenta a la vida. ¿Te vale así?”

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20.3.16

Táboa Redonda: Madrid

Las visitas a Madrid a veces son como abrir las ventanas para que entre aire fresco, y otras, un zarandeo del que salgo desorientado.

En esta ocasión vi a seres muy queridos, con los que disfruté muchísimo: mi hermano pequeño, mis amigos del Bremen, mis amigos... Y paseé mucho, anduve sin parar el día entero, viéndolo todo otra vez (iba con ganas de museos y aproveché la oportunidad). Y me volví con la sensación de que por esa vez ya era suficiente, contento de regresar a casa y a esta calma.




Un provinciano en Madrid

Tantos coches, tanta gente y tan diferente.

De las terrazas de algunos áticos asoman árboles. Unos gorriones que picotean un vómito en la acera salen volando cuando me acerco. Paso junto a sastrerías a medida y clínicas de estética. Algunas expresiones en el metro me entristecen profundamente: son la cara del cansancio. En el asiento de enfrente un noble inca en sudadera me atraviesa impertérrito con la mirada, y a su lado se sienta una princesa persa que vuelve de comprar una almohada. En el banco de mi izquierda una adolescente le pregunta a un amigo suyo si su hermana mayor es hija del mismo padre, él le contesta que sí y ella dice que qué guay. Al abrir la puerta para entrar en un vagón tengo que aguantar a un chico para que no se caiga: apenas se sostiene de pie, lleva los pantalones por las rodillas, los ojos se le cierran y tiene heridas en la frente; una señora de unos sesenta años, de pelo corto, bajita y con gafas, se levanta, lo sienta y le da unos pañuelos para limpiarse, y yo pienso que esas son las personas que mantienen todo esto a flote. La lucha de la publicidad de los restaurantes, de las tiendas, de las cadenas por arañar un poco de atención me ha resultado siempre deprimente, pero la presencia de la foto ganadora del concurso “Selfie con tu abuela”, en una pantalla gigante en medio de la Gran Vía, alcanza las cotas de distancia de “Blade runner”. Ve comiendo, escribe una chica, yo voy directa a la ducha que he estado con unos papiros llenos de bacterias y esporas. En una calle donde los escaparates no ponen los precios me permito entrar a tomar una cerveza en un bar con maderas oscuras y luces ambarinas. Me quito el chaquetón Quechua enseguida, pero en mi cara se adivina la duda. El dinero de toda la vida se percibe a la legua, en la ropa, en los flequillos, en la forma naturalmente elegante de peinar las canas impecables y en que se habla de él como de un viejo amigo. Niñas de trenzas rubias en uniforme entran en portales con cariátides de mármol y saludan al portero, y yo pienso que a veces también las ventajas pueden ser algo difícil de superar. En la cafetería del Círculo de Bellas Artes el dinero que se ve, en cambio, es progre, y entre los hombres maduros se traduce en una marcada tendencia a vestirse de jóvenes: me digo a mí mismo que es algo que debo recordar y evitar. De noche, desde una parada de bus unas prostitutas me llaman entre risas, tal vez porque una se ha quitado la falda y la examina muy de cerca a la luz de la marquesina. En una galería de arte, los asistentes a la inauguración de una exposición fotográfica sobre el Amazonas charlan, todo sonrisas y melenas, mientras un camarero de esmoquin les ofrece en una bandeja plateada copas de champán.

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6.3.16

Táboa Redonda: Pessoa y yo

En el tren, camino de Madrid. Me espera allí una semana de tardes culturales, espero.




Desasosiego


Elegí un mal día para dejar de escribir cosas tristes.

Para mí, que carezco de eso que a otros les permite disfrutar de la poesía, Pessoa es Bernardo Soares, el más él de sus heterónimos. Y es “El libro del desasosiego”. Tardé meses en acabarlo, conmovido, y es sin duda uno de los libros que, paradójicamente, más me han entusiasmado en mi vida.

Tuve la suerte de leerlo, en parte, en Lisboa. Pasé al menos una hora sentado en un banco del mirador de San Pedro de Alcántara, entre la lectura y las vistas de la ciudad, y busqué y recorrí la Rúa de Douradores, donde un contable anónimo dejó constancia póstuma de su incapacidad para la felicidad: “No he disfrutado nunca, quizás, de una hora exenta de un fondo espiritual de fracaso y de desánimo”.

“El libro del desasosiego” es el libro que, si supiera, podría escribir a veces, si me dejase llevar y permitiese que ese desánimo lúcido que conozco tan bien saliese a la superficie. Ese pesimismo racional que me asedia y trato de mantener oculto bien abajo. Pessoa, en cambio, no miraba para otro lado; o su escapatoria tal vez consistiese en entregarse exageradamente al desencanto del que asegura que “no hay cosa que yo haya querido, o en que haya puesto, aunque fuese un momento, el sueño solo de ese momento, que no se me haya deshecho debajo de las ventanas como polvo”. Al fin y al cabo, en esta relación maravillosa de todas sus horas tristes explica también cuáles son sus prioridades y qué no le interesa; y lo hace con desesperanza, pero también con la extraña soberbia del que considera que su desdicha es la única alternativa inteligente.

El hombre insignificante al que irritan quienes no saben que son desgraciados, el que dice no poder entrar en el albergue de los necios felices, el hombre que prefiere pensar a vivir esconde algo más que su frustración, por mucho que diga haber asistido al “zozobrar lento de todo cuanto ha querido ser”. El hombre que odia la acción como flor de estufa tal vez no pueda o no quiera salir de su caparazón de traje y sombrero grises y, efectivamente, como dice, este libro sea su cobardía.

Sin la profundidad ni el talento, también yo suelo sentirme desolado al terminar algo, si no antes. El desmoralizado para qué, todo esto para qué. Pero a diferencia de Bernardo Soares, que anhelaba no ser él y, al mismo tiempo, sostenía que solo ver y oír eran cosas nobles y rehuía el contacto y la cercanía, en mi búsqueda de un asidero, de un consuelo y por momentos de un sentido, alcanzo a darme cuenta de que es precisamente eso, los otros, los que no son yo, lo único que puede salvarme de mí.
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1.3.16

Táboa Redonda: el Gatopardo entre tendales

Una vez fui una persona que estaba en Sicilia.

Palermo


 

Le leí hace años a alguien que había pocas imágenes más inmerecidas que la de glamour que rodea, por obra y gracia de Hollywood, a la Mafia. Desaparecía y era inmediatamente sustituida por la brutalidad más cruel en cuanto uno se acercaba y veía que las ofertas imposibles de rechazar se les hacen, por ejemplo, a limpiadoras demasiado preocupadas por sus derechos, y que en lugar de purasangres utilizan hijas pequeñas. Hace un par de meses, en estas páginas, Javier Nogueira comentaba algo parecido en su artículo “Cousas nosas”.

Fue tranquilizador llegar a Palermo pensando en mafiosos y encontrarme la primera noche, al entrar a cenar en un restaurante (un italiano, creo recordar), a una amiga mía española de la que no sabía nada desde hacía años. Aquello cambió radicalmente mi visita. Y eso que nos limitamos a ver la isla.

La ciudad tenía partes preciosas. Preciosas como uno se imaginaría: una mezcla de palacios renacentistas y ropa tendida, de motorinos y viejas de negro. Y, como presencia más sugerente, las ruinas del palacio Lampedusa, donde vivió el mismo Giuseppe Tomasi. “El Gatopardo” tiene el mérito, entre otros, de haberle puesto nombre a ese fenómeno universal y parece que imperecedero que es el gatopardismo, consistente en cambiarlo todo para que todo siga igual.

Los alrededores, además de bonitos y mediterráneos, eran una lección de historia. Lo que yo ignoraba era que las referencias normandas fuesen tan numerosas. Hasta allí llegaron los hombres del norte y se quedaron a disfrutar del clima. Como ahora. Una de sus joyas es la catedral de Monreale, donde vimos una consagración de sacerdotes: estaban tumbados boca abajo en el suelo ante el altar, con los brazos en cruz, y sus hábitos blancos reflejaban el dorado de los mosaicos de inspiración bizantina que cubrían por completo paredes y techos. Después, campos, plantaciones de naranjos y limoneros, olivos, comida magnífica en cualquier sitio y pueblos pintorescos donde supongo que no sería recomendable curiosear. Lo cierto es que había ido esperando poco y me fui encantado de Sicilia.

No obstante, una última visita a una iglesia en la parte vieja me dejó una escena tópica como despedida: una boda, con una novia morena y guapísima que, aparentemente cohibida, era besada, colocada y advertida en voz baja por una corte de señoras, mientras hombres de traje, engominados y con las chaquetas abiertas se daban muy serios besos y palmadas en la cara. Y yo, de pie en mitad de las escaleras, tratando de que no supiesen si subía o bajaba, buscaba con la mirada un refugio para cuando empezase el tiroteo.

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