En el tren, camino de Madrid. Me espera allí una semana de tardes culturales, espero.
Desasosiego
Elegí
un mal día para dejar de escribir cosas tristes.
Para
mí, que carezco de eso que a otros les permite disfrutar de la poesía, Pessoa
es Bernardo Soares, el más él de sus heterónimos. Y es “El libro del
desasosiego”. Tardé meses en acabarlo, conmovido, y es sin duda uno de los
libros que, paradójicamente, más me han entusiasmado en mi vida.
Tuve
la suerte de leerlo, en parte, en Lisboa. Pasé al menos una hora sentado en un
banco del mirador de San Pedro de Alcántara, entre la lectura y las vistas de
la ciudad, y busqué y recorrí la Rúa de Douradores, donde un contable anónimo dejó
constancia póstuma de su incapacidad para la felicidad: “No he disfrutado
nunca, quizás, de una hora exenta de un fondo espiritual de fracaso y de
desánimo”.
“El
libro del desasosiego” es el libro que, si supiera, podría escribir a veces, si
me dejase llevar y permitiese que ese desánimo lúcido que conozco tan bien
saliese a la superficie. Ese pesimismo racional que me asedia y trato de mantener
oculto bien abajo. Pessoa, en cambio, no miraba para otro lado; o su escapatoria
tal vez consistiese en entregarse exageradamente al desencanto del que asegura
que “no hay cosa que yo haya querido, o en que haya puesto, aunque fuese un
momento, el sueño solo de ese momento, que no se me haya deshecho debajo de las
ventanas como polvo”. Al fin y al cabo, en esta relación maravillosa de todas
sus horas tristes explica también cuáles son sus prioridades y qué no le
interesa; y lo hace con desesperanza, pero también con la extraña soberbia del
que considera que su desdicha es la única alternativa inteligente.
El
hombre insignificante al que irritan quienes no saben que son desgraciados, el
que dice no poder entrar en el albergue de los necios felices, el hombre que prefiere
pensar a vivir esconde algo más que su frustración, por mucho que diga haber
asistido al “zozobrar lento de todo cuanto ha querido ser”. El hombre que odia
la acción como flor de estufa tal vez no pueda o no quiera salir de su caparazón
de traje y sombrero grises y, efectivamente, como dice, este libro sea su
cobardía.
Sin
la profundidad ni el talento, también yo suelo sentirme desolado al terminar
algo, si no antes. El desmoralizado para qué, todo esto para qué. Pero a
diferencia de Bernardo Soares, que anhelaba no ser él y, al mismo tiempo, sostenía
que solo ver y oír eran cosas nobles y rehuía el contacto y la cercanía, en mi
búsqueda de un asidero, de un consuelo y por momentos de un sentido, alcanzo a
darme cuenta de que es precisamente eso, los otros, los que no son yo, lo único
que puede salvarme de mí.