A mediados de los noventa viví dos años en la provincia de Cádiz. Tal vez porque fue un momento personalmente duro para mí, en el que me sentí muy solo, no guardo buen recuerdo de aquello, y los pueblos de la zona y el paisaje en general, a pesar de lo elogiados que son, no me dicen gran cosa.
Sin embargo, Cádiz capital es probablemente la ciudad que más me gusta de España (bueno, con el permiso de Santiago; pero es que son tan distintas). Me parece (de puerta Tierra para adentro, por supuesto; pero en qué ciudad la parte nueva tiene algo especial que ofrecer) una maravilla: unos edificios que, a pesar de cambiar por barrios, guardan una armonía envidiable (aun sabiendo que el motivo es, en parte, las décadas de pobreza, que impidieron construir); unas calles largas, estrechas y umbrías con el agua al fondo; esa agua verde claro; la luz; las plazas frondosas de aire colonial; las casas-palacio, etc. Y su ambiente, su personalidad: una ciudad llena de gente noche y día, llena de niños y llena de risas (que taparán tanto).
Cádiz ha sido durante décadas la capital de provincia con más paro de España. Y la pobreza (a veces verdadera miseria) asoma por muchas, muchas ventanas abiertas, hasta en los sitios más visitados. La vida en la calle no solo responde a la juerga ni al calor, sino que se nota que muchas veces es una alternativa preferible a quedarse en casa: matrimonios jóvenes, familias enteras de hasta tres generaciones, a veces comparten banco, bolsa de papas fritas y botella de dos litros, y pasan la tarde. No parece que las cosas sean fáciles. Pero el tópico que dice que el gaditano sobrelleva todo eso con humor y una filosofía especial (además de con una economía sumergida que supongo yo que debe de batir récords) también parece cumplirse: los grupos de desocupados hacen bromas, los camareros hacen bromas, el socorrista de la playa las hace, el que te cruzas por la calle las hace y las señoras las hacen, de camino a la Caleta con su silla de playa a cuestas. Y aun encima tienen gracia, gracia de verdad, con lo difícil que es eso.
Me quedé con muchas ganas de ver a don Microalgo, y de poder preguntarle por todas estas cosas; pero tareas más trascendentales lo tenían justamente ocupado. Seguro que la mitad de mis impresiones me las explicaba mejor y la otra mitad me la desmontaba. Pero desde fuera Cádiz se ve una ciudad con una personalidad extraordinaria, con una vida y una alegría que no deben de ser fáciles de encontrar y sin embargo lo llenan todo. No sé cuánto hay en esa actitud de pose, de alimentar un estereotipo, pero si es así lo hacen muy bien.
Cádiz no es monumental, quitando la catedral; ni falta que hace. Es el conjunto el que la hace bonita: sus calles, los edificios venidos a menos (hay un claro parecido con ciertas zonas de Lisboa, en las sensaciones) con patios maravillosos, sus ficus, las plazas Mina y Candelaria, el parque Genovés y la alameda Apodaca (que ya solo esos nombres los hacen encantadores), la playa de la Caleta (donde uno descubre un concepto distinto de playa -hasta una mesa Lack verde, vimos-, y que ni los Morancos ni las chirigotas exageran, porque eso no se puede exagerar), sus torres y su mar tan distinto. Y los gaditanos. Y su historia, que ves por todas partes en cualquier paseo, y su pasado americano. Y sus plazas otra vez. En fin.
Nos alojamos en un apartamento junto al Mercado Central, en pleno meollo del tipismo. Y callejeamos mucho. Y no pasamos mucho calor a pesar de que la temperatura nunca bajó de los 30º. Y comimos muchísimo (este verano, mi peso de los últimos veinte años de repente ha quedado atrás). Y volví a la librería Quorum en la calle Ancha, donde tantas horas entretuve, pero ahora feliz de hacerlo llevando a mis hijos, y todos compramos libros. Y a la Falla, donde me aconsejaron un par de novelas del local Fernando Quiñones.
Fuimos también al Puerto de Santa María y a Conil, a ver sitios donde habíamos estado y que queríamos recordar y enseñar a los niños.
Además, pude volver a visitar a una antigua amiga, una vecina de aquellos años. Alguien que me salvó la vida y a quien tan agradecido estoy y tanto quiero.
En el viaje paramos, a la ida, en Plasencia (de donde tantos blogs frecuenté en su día, y donde todavía leo a Gonzalo Hidalgo Bayal), y en Cáceres a la subida. Al fin conocí algo de Extremadura. Preciosos los dos sitios, como parte de su paisaje, y en especial, como era de prever, el impresionante casco histórico de Cáceres.
Pero yo tenía a Cádiz ocupándome la cabeza.
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Castillo de San Sebastián, allá al fondo |
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Una antigua torre de cargadores a Indias |
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Desde la Torre Tavira. Los árboles de la derechas son el Genovés. |
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Mina |
Ahora hemos pasado una semana en casa. Una semana solo con Paula y Carlos que necesitaba.
Y esta noche se van. Los voy a echar muchísimo de menos. Pero mejor no dejarme llevar.
Y no solo eso, sino que hasta noviembre me espera un encierro obligatorio para trabajar, porque en esa fecha debo entregar mi tesis, para bien o parar mal. No me apetece nada y solo pienso en acabar. Mañana empiezo.
En cualquier caso, afronto esto y afronto la separación desde la alegría de este verano inolvidable, completo y lleno de amor.
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Han sido unas vacaciones maravillosas |