Anteayer llevamos a los niños por primera vez a una de las playas, para mí, más bonitas de toda esta costa. Y eso, también para mí, es mucho decir.
Se trata de Esteiro, en O Barqueiro. No es tan tranquila como la nuestra ni su agua tiene ese color tropical, pero el paisaje es precioso, verde y negro de pizarra. Y desde ella (asómbrense, forasteros) no se ve una sola edificación.
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Nuestra playa |
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Esteiro |
Se han acabado nuestros quince días en el paraíso. Se nos han hecho, a los cinco, muy cortos; y supongo que no podría haber un mejor balance. Yo, cuanto más vengo, más enamorado me siento de este sitio. De hecho, mi última
teima es poder venir a vivir a Vicedo todo un año, algún día. Sería un año de retiro, claro. Quién sabe.
Pero irse, que es lo que hoy ha tocado, es triste; y esa sombra ha ido creciendo estos últimos días. Aunque, bueno, esa tristeza tiene también que ver con que mis vacaciones con los niños en breve llegarán a su fin. Con la habitual y neurótica sensación de oportunidad no aprovechada del todo incluida; aunque yo sepa que no es así, por tantas cosas.
En cualquier caso, la actitud, como me dije a mí mismo el año pasado, debe ser otra: la de que nosotros, que hemos sido capaces de ver la felicidad y cogerla, seguimos aquí, más dispuestos si cabe a todo.
Dispuestos a vivir. Y a querernos.
No se acaba nada; solo continúa.