Publicado en el suplemento Táboa Redonda el domingo 12 de febrero de 2017 |
Hacia delante
"En “Me casé con un comunista”, Roth cuenta una conversación entre
el padre del narrador y uno de los adultos que este frecuenta. En resumen, el
padre le confiesa su miedo a perder a su hijo, y el otro lo tranquiliza. Pero
luego, al volver a casa, el joven ve que el hecho de haberse ido con su amigo
tras aquella charla, el no haberse quedado hablando del tema con él, para el
padre había supuesto, finalmente, la consumación de la pérdida que temía: había sido sustituido.
Cuando tuve a mi hija, mi madre me dijo que solo había entendido
de verdad a su madre cuando también ella lo fue. Sus preocupaciones, sus
temores, su pena cuando se marchó de casa al casarse, sus alegrías también: todo
lo vio y lo valoró a medida que ella misma fue viviéndolo con nosotros.
La vida tiene una regla dura pero que supongo necesaria para
nuestra supervivencia como especie, y que se enuncia muy brevemente: queremos
más a nuestros hijos que a nuestros padres. Y ellos también, claro.
Hace unos años, una noche, al acostar a mi hija le dije una de
esas frases cariñosas (cada familia tiene las suyas, imagino) en forma de entre
poema y broma, y que a menudo deben ser completadas por el niño. Y le pregunté
si sabía quién me la decía a mí: era mi abuelo. Mi abuelo paterno, que murió un
mes y tres horas antes de que ella naciese.
Y sentado a su lado pensé en lo triste y, en cierto modo, injusto
que era que alguien que me quería tanto, para quien yo era más importante que la
propia vida y que habría adorado a mi hija, no la hubiese llegado a conocer. Y pensé
que, como para mí los míos, para ella sus bisabuelos, muertos ya todos, apenas significarían
nada. Mientras que ellos, en cambio, habrían cruzado el mundo, se habrían
enfrentado a males sin cuento y habrían dado años de vida por conocerla, por tenerla
unos minutos en brazos, por vernos llegar a los dos una tarde a su casa.
Ese instinto, esa regla de supervivencia, es cruel. Imprescindible
pero cruel. Y hace y hará que nuestro futuro sea injusto con nosotros y nos
olvide, como todos nosotros lo hemos sido con nuestro pasado, del que tan
fácilmente nos hemos desentendido.
Mi hija me fue preguntando los nombres de los cuatro y se los
dije. Creo que nunca lo había hecho. Y aunque no soy creyente y la muerte me
hunde en la más profunda de las desesperanzas, fue como si se la presentara,
como si les dijera: "Esta es mi hija, abuelos, no me olvido de
vosotros". Afortunadamente, a esas alturas ella ya estaba dormida, porque
yo no podía dejar de llorar."
* * *
Número 35.628 de El Progreso de LUGO - Táboa Redonda nº 72 del domingo 12 de marzo del 2017.
ResponderEliminarEl roce engendra cariño, que con los hijos se mantiene constante y continuo todos los días e incluso se arropan y abrigan físicamente a la noche.
El afecto o agradecimiento por esa constante presencia y continúo cuidado, provoca y transforma o diviniza el sentimiento y lo vuelve mutuo, así sea filial o paterno en recíproco sentimiento.
Y esto es así en los mamíferos de todas las especies y no sólo la humana. Esas son las reglas, y vuelven a repetirse, cuando ellos se convierten en padres, y éstos en abuelos.
Los que esperan en una supervivencia espiritual al finalizar la vida presente, quizás tienen una esperanza o consuelo al acercarse la mortalidad y quizás lo acepten con mayor resignación al cesar la vida presente.
Aunque en el caso de ancianos muy viejos, enfermos muy graves, aceptan y la esperan, como una absoluta liberación. Y con una gran esperanza y resignación ese cese de la existencia con el final del dolor y de la grave y penosa enfermedad.
Cuesta creerlo, pero eso dicen.
EliminarUn abrazo.
Yo no conocí al padre de mi padre que había muerto cuando mi padre tenía 14 años. Siempre lo viví como una gran pérdida, me contaban historias de él y me daba una rabia tremenda no haberle conocido. Jamás pensé que mis hijas vivirían con esa pérdida y jamás conocerían a su abuelo, ni te imaginas la pena que me da, ni te lo imaginas.
ResponderEliminarSupongo que es lo mismo que yo he contado, pero multiplicado por cinco, o diez, o veinte. La diferencia que hay entre un padre y un abuelo.
ResponderEliminarUn beso muy grande, Moli.
Una de tus mejores historias,sin duda.
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