Publicado en el suplemento Táboa Redonda del domingo 28 de mayo de 2017 |
Con tilde en la i
"El portal huele a humedad y a viejo. Subo las escaleras a oscuras,
paso el entresuelo y llego al primer piso. Empujo y entro. El suelo es de
terrazo, distinto en el pasillo y en las habitaciones, y las paredes están
empapeladas en blanco. A mis espaldas, un armario de capitoné granate. De una
habitación sale una señora vestida con una chaqueta de punto roja y me pregunta
qué quiero. Le doy lo que llevo y desaparece. Espero de pie. Hay láminas de grandes
éxitos de la pintura salpicadas aquí y allá, todas excesivamente pequeñas, y en
los desgarrones del papel se ve una pared marrón oscuro. Miro a los techos y me
encuentro con fluorescentes de dos tipos, algunos de ellos sin varios tornillos
y con la sucia carcasa medio descolgada. Los interruptores son también de los
años sesenta. Las puertas de contrachapado blanco tienen el hueco del pestillo
tapado con cinta aislante negra para que no se puedan cerrar. El mobiliario es
viejo y el material de trabajo está almacenado en unas estanterías metálicas oxidadas
que ocupan todo el piso, incluida la cocina. El cuarto del jefe es diferente: tiene
muebles antiguos, estilo Remordimiento, como dice una amiga, y su suelo es el
único de madera, pero gastado, sucio y descolorido. Pasa por mi lado, trajeado:
es más joven que todas las mujeres que trabajan para él. Espero una media hora,
durante la cual la de la chaqueta roja viene varias veces, me dice que me
siente y me hace alguna pregunta. A mi lado tengo una placa eléctrica que o no
funciona o está apagada, y sigo con el abrigo puesto. Oigo susurros de otros
clientes en otras habitaciones: cuántas escenas de miseria habrán cobijado
aquellos muros, y cuántas ruindades y secretos inconfesables de personas que me
cruzo cada día por la calle conocerán esas mujeres. Al fin vuelve la señora de
rojo a rematar la faena. La veo manipular su herramienta de trabajo con una
lentitud y una inseguridad incomprensibles, dada la experiencia que debe de
tener. Pago. Me ha dicho el precio en pesetas y después lo ha pasado a euros
con una calculadora, y luego ha redondeado. Para la fama que tienen, no me
parece caro. Al salir a la calle, como retornado de un viaje al pasado, me
cuesta creer que en ese primer piso en el que nunca había reparado se oculte aquel
antro. Parece mentira que las oficinas más cutres que he visto en mi vida hayan
sido las de una notaría."
* * *
Muchas felicidades.
ResponderEliminarConsidérese afortunado, en las Notarías debe uno llevar la billetera preparada. Recuerdo en el 2003, por poner en una escritura que la vivienda donde nací y vivíamos, y tras fallecer mi abuela y a los 27 meses mi madre y haber satisfecho dos veces los “derechos reales, plusvalías municipales”, el Sr. Notario por una escritura en la que se cambiase el nombre de ellas por el mío me reclamaba una cantidad que aun hoy supera un mes de ingresos. No me disgusta que continúe su nombre del que me enorgullezco, y de las que guardo gratos recuerdos, felices e inolvidables de nuestras vidas. No he vuelto a la Notaría…