Besos y abrazos.
- ¿Y a usted, si le concediesen todo cuanto deseara, qué le gustaría hacer en sus vacaciones? - ¿A mí? Estar sentado en una silla.
28.7.17
19.7.17
Táboa Redonda: Unos gatos o un maniquí
[El artículo en el suplemento]
Unos gatos o un maniquí
LAS SIETE y media de la mañana. Veo a la señora que da de comer a los gatos subir la cuesta de mi calle, con una bolsa en la mano y tirando del carro de la compra con la otra. Ya ha hecho la limpieza. A las ocho y media tendrá todo listo y al volver la veré aburrida en la ventana. En el callejón, uno de esos gatos come de un cuenquito de papel albal.
Es viernes por la tarde. En una calle un chico de instituto, grande, gordo, con un jersey apretado de pico, con gafas y espinillas, le habla atropelladamente a una chica rubia, guapa, llamativa y arreglada, medio girada y con todo su cuerpo afirmando que quiere irse. Deben de ser compañeros de clase. Él lleva una carpeta. A ella la acompaña otro tío, cachas, guapo y vestido a la moda, que mira ostensiblemente hacia otro lado. Cuando la pareja ya se va el chico grandote se les queda mirando un rato y les grita, con una sonrisa, "Y buen fin de semana, ¿eh?". Ella pone cara de, o sea, qué quiere ahora este, se gira y pregunta "¿Cómo?". "Que buen fin de semana, digo...", repite él, sonriendo aún más y saludando con la mano. Y se marcha nervioso pero contento, sin llegar a ver la mueca de repelús con que ella le deja las cosas claras a su chico y al resto del mundo.
En la mesa de la ventana una pareja pide dos cafés y una docena de churros. Él bromea. De sesenta y bastantes, tiene manos de trabajador, se peina para atrás desde hace pocos años y lleva una camiseta negra ajustada que pone FG October Original City. Ella tiene la misma edad, viste como visten en un sitio pequeño las señoras y apenas habla. Y no sonríe. Hasta que al cabo de un rato él también deja de hacerlo y se queda callado mirando por la ventana. De vez en cuando vuelve a intentarlo, pero nada. No se da cuenta de que, cuando no está atento, ella lo mira de reojo y por un instante suaviza el gesto. Se ha puesto unos pendientes largos y un foulard que nunca había estrenado, pero cuando se levantan para irse, mientras él paga, se ve en el espejo de detrás de la barra y se avergüenza.
En una calle peatonal de Lugo, un hombre de 59 años que solo tuvo novia una vez durante unos meses, cuando acabó el bachillerato, aminora el paso delante de un escaparate y le mira las tetas a un maniquí que lleva una camiseta ajustada.
Es viernes por la tarde. En una calle un chico de instituto, grande, gordo, con un jersey apretado de pico, con gafas y espinillas, le habla atropelladamente a una chica rubia, guapa, llamativa y arreglada, medio girada y con todo su cuerpo afirmando que quiere irse. Deben de ser compañeros de clase. Él lleva una carpeta. A ella la acompaña otro tío, cachas, guapo y vestido a la moda, que mira ostensiblemente hacia otro lado. Cuando la pareja ya se va el chico grandote se les queda mirando un rato y les grita, con una sonrisa, "Y buen fin de semana, ¿eh?". Ella pone cara de, o sea, qué quiere ahora este, se gira y pregunta "¿Cómo?". "Que buen fin de semana, digo...", repite él, sonriendo aún más y saludando con la mano. Y se marcha nervioso pero contento, sin llegar a ver la mueca de repelús con que ella le deja las cosas claras a su chico y al resto del mundo.
En la mesa de la ventana una pareja pide dos cafés y una docena de churros. Él bromea. De sesenta y bastantes, tiene manos de trabajador, se peina para atrás desde hace pocos años y lleva una camiseta negra ajustada que pone FG October Original City. Ella tiene la misma edad, viste como visten en un sitio pequeño las señoras y apenas habla. Y no sonríe. Hasta que al cabo de un rato él también deja de hacerlo y se queda callado mirando por la ventana. De vez en cuando vuelve a intentarlo, pero nada. No se da cuenta de que, cuando no está atento, ella lo mira de reojo y por un instante suaviza el gesto. Se ha puesto unos pendientes largos y un foulard que nunca había estrenado, pero cuando se levantan para irse, mientras él paga, se ve en el espejo de detrás de la barra y se avergüenza.
En una calle peatonal de Lugo, un hombre de 59 años que solo tuvo novia una vez durante unos meses, cuando acabó el bachillerato, aminora el paso delante de un escaparate y le mira las tetas a un maniquí que lleva una camiseta ajustada.
* * *
2.7.17
Táboa Redonda: La toalla de Cheever
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Publicado en el suplemento Táboa Redonda del domingo 2 de julio de 2017 |
La toalla de Cheever
“Anoche, al doblar la toalla de manera que se
viera la inicial bordada, me pregunté qué hacía yo allí”, dice John Cheever en
sus “Diarios”, sembrados del doloroso desánimo de quien fue un desdichado.
Leo otra vez a
Cheever. Estoy con la que fue su primera novela, “Crónica de los Wapshot”, y
nada más empezar vuelvo a comprobar cuánto me gusta. “Bajo una penetrante
lluvia otoñal, en un mundo muy cambiante, la plaza de Saint Botolphs daba una
impresión de insólita permanencia”: eso es construir algo real en una sola
frase.
Sus relatos son
extraordinarios. A la altura de los mejores cuentistas norteamericanos –Carver,
Salter-, porque de hecho es uno de ellos. Tiene –como debería tener cualquier
cuentista- la capacidad de contar mucho con pocas palabras. Nos deja ver el momento
justo de alguien, de unas vidas, para comprenderlas en toda su complejidad
(nunca, nunca simplificando, nunca esquematizando, recuerden a Roth). Y sus novelas
lo mismo, pero abriendo un poco el objetivo y alargando el tiempo de
exposición.
Yo lo relaciono
con Edward Hopper. Cheever habla del ambiente de Nueva Inglaterra, y Hopper lo
pinta en muchos de sus cuadros. Y ambos nos muestran una clase media, puede que
inexistente en otros lugares de Estados Unidos, pero que allí es o era real y
presenta o presentaba unas características que a mí me asombran: son clase
media (no alta, no media-alta), viven en el campo y tienen barcos, y navegan, y
resulta que hay gente que paga su pasaje y unos bocadillos para ir a ver la
puesta de sol, y son los años 30; y organizan
cenas para las que van a otros pueblos a comprar a tiendas especializadas (las
cuales, por tanto, existen); y la música popular que escuchan son obras maestras
del swing o del bebop, tocadas por big bands míticas. Y son clase media, insisto.
Me pregunto si en algún sitio de la costa catalana o la vasca hubo entonces
aquí algo comparable. Porque a mí me parece ciencia-ficción.
Una reunión
familiar en el viejo jardín: “Una nube pasa ante el sol poniente, oscureciendo
el valle, y ellos experimentan una honda y momentánea inquietud, como si
intuyeran de qué modo puede caer la oscuridad sobre los continentes del
espíritu. El viento refresca, y entonces todos se animan, como si eso les
recordara su capacidad de recuperación”. Ante algo así, a uno no le queda sino contentarse
con leer. Desde luego, no puede escribir, porque sabe que nunca llegará tan al
fondo, ni será tan esencial, tan incisivo y tan pertinente; y menos con esa naturalidad.
Así que únicamente leer y, tal vez, consolarse porque al doblar la toalla del
baño la sensación es mejor.
* * *