Es difícil decir algo con sentido sobre esto; y mucho más, aportar alguna idea en tan poco espacio. Así que me he limitado a alertar sobre el peligro de aceptar cualquiera, el peligro de ser cada vez más estúpidos.
En contra de lo que suelo hacer, este texto se lo di a leer a varias personas, porque quería saber qué reacción podía provocar. Tenía miedo de que, como digo en él, alguien sospechase de mí.
En cualquier caso, el artículo de esta semana no es plácido como de costumbre, y lo siento.
Es todo terriblemente triste. La muerte, lo primero.
Bárbaros
Dice Tzvetan Todorov en ‘El miedo a los bárbaros’ (Galaxia
Gutenberg) que la violencia exige ideas simples.“Para matar a mi vecino porque es tutsi [o cristiano, o musulmán u
occidental] debo olvidar todas sus demás pertenencias”, afirma el escritor.
Porque solo obviando al individuo, sus circunstancias, su familia y todo lo que
lo rodea, solo convirtiéndonos por un momento en psicópatas podemos valorar tan
poco su vida.
Cualquier estudioso de los conflictos, sean estos personales o
comunitarios, sabe que una de sus consecuencias es la polarización que provocan,
que se erige como obstáculo infranqueable ante cualquier intento de
razonamiento: solo cabe elegir entre dos bandos que siempre acaban por ser radicales,
y quien no está del todo en el nuestro es automáticamente sospechoso de
traición. Y este maniqueísmo, este casi siempre falso dilema solo es posible
cuando todo se simplifica burdamente. Reduciendo al otro a un solo rasgo, por
ejemplo. Teorías como la del choque de civilizaciones, aceptadas gustosamente
por ambos extremos, se basan en eso, en “explicar la complejidad del mundo en
términos de enfrentamiento entre entidades simples y homogéneas”.
Y para simplificar así, para despojar a alguien de su humanidad y
reducir toda una sociedad a un perfil único y claro, es necesario desconocerlo
casi todo de ella.
Es comprensible que nos duela más el muerto más próximo. Es normal
que el dolor sea mayor cuanto más se nos parece la víctima, cuanto más nos
identificamos con ella: al fin y al cabo tras nuestra tristeza se esconde
también nuestro miedo. Y por eso es tan necesario acercarse y conocerse, para
vernos las caras y que todo lo que tenemos en común con cualquier persona no
pueda pasarnos inadvertido. Para reconocerla nuestra igual aunque sus
circunstancias no lo sean. La característica común a todo enemigo (musulmán,
occidental, alemán, rojo, japo, yanqui, chiita, negro, hutu, inmigrante,
burgués, capitalista, piel roja, sarraceno o independentista) es que es
diferente a nosotros.
No necesitamos que nadie venga a filosofar sobre nuestro sufrimiento;
y mucho menos que pretendan hacernos entender por qué un enajenado quiere matarnos.
Pero en tiempo de tribulación deberíamos evitar agarrarnos a los clavos
ardiendo que se nos ofrezcan. Aunque sea difícil, porque aguantar el equilibrio
por uno mismo lo es, como explicó Fromm en su imprescindible ‘El miedo a la
libertad’ (Paidós).
La violencia exige ideas simples, decíamos. También las provoca. Y
sugiere soluciones más simples aun, aunque en su contra tengan la experiencia
fallida de miles de años.
Desaprensivos y desalmados los hay en todas partes. Y todos ellos sin excepción se aprovechan de quienes por ignorancia, necesidad, miedo o desesperación buscan respuestas fáciles.
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