Cada vez sé menos de la vida; o cada vez entiendo menos y estoy en general más confuso. Como perplejo.
Pero esa perplejidad es buena. Se parece bastante a la curiosidad y puede que sea un remedio (al menos para mí, que da la impresión de que no encuentro otro mucho mejor) contra el desánimo; ese desánimo del
y todo esto para qué que tanta lata me da.
Durante muchos, demasiados años me he visto en la vida tomando impulso. Siempre tomando impulso, no sabía bien para qué; pero para algo que valdría la pena. Hasta que comprendí o creí comprender que hacía tiempo que tenía que haber saltado. Y no salté. Tal vez haya ido, siempre, avanzando a pequeños pasos, pero nunca salté.
Ahora estoy sorprendido, maravillado con la vida. No porque sea una maravilla exactamente, sino por asombrosa. En mis mejores momentos, me parece una promesa infinita (en los malos, ya saben, vuelvo al
y todo esto para qué).
Pero a la vez me da la impresión de que hay tantas posibilidades que no escojo ninguna, que las miro, que veo todo y no sé qué hacer. No es desagradable, ni del todo negativo, pero sí algo chocante: estoy caminando nervioso, algo impaciente, dando pasitos y abriendo y cerrando las manos, como permanentemente a punto de echar a volar.