[Resulta que la pérdida de la vergüenza ha venido acompañada, en mi caso, por la del concepto del ridículo. Y ahora ya no hay quien le ponga freno a esto. Lo siento]"El gallo Henry no vivía con las gallinas y los demás gallos; vivía en el hueco del tronco de un árbol a unos doscientos metros del gallinero. Se había mudado hacía cinco meses, cuando ya no pudo soportar más aquel ambiente de convenciones sociales, mentiras y apariencias, y comprendió que estaría mucho mejor solo.
Su decisión había provocado un escándalo entre sus congéneres e incluso entre gran parte del resto de los animales de la casa, y Henry fue abiertamente criticado por casi todos.
Él no se había arrepentido ni un solo día. Tenía en su nueva casa todo lo que necesitaba, empezando por tranquilidad, y había conseguido sentir por primera vez en su vida que tenía un hogar. Además, Henry aún contaba con sus amigos, a los que su comportamiento estrafalario no había apartado de él.
Y cuando alguno de ellos le preguntaba el porqué de aquella elección, Henry no tenía reparo en explicarles que en el gallinero se sentía encorsetado, asfixiado, que los demás gallos eran unos chulos insoportables y que las gallinas eran en general tan ridículas, obtusas e ignorantes que cumplir con sus funciones de gallo se le había ido haciendo cada vez más penoso, hasta que se sintió incapaz de afrontarlo.
- Imagínate, Bob –le contaba a su mejor amigo, uno de los perros-, tener que estar acostándote con unas tías que te parecen tontas de remate, cuando no unas verdaderas arpías. Y mientras son jóvenes aun tiene su aliciente, para qué lo voy a negar, ¡pero después, todas esas señoronas endomingadas! Se iban quitando cosas y más cosas, hasta que llegaban a la faja y veías que todo empezaba a desparramarse, mientras ellas hablaban y hablaban sin parar, cotilleando, criticando, que si Fulanita, que si Menganita, que si es el colmo, que si figúrate, y yo sin poder dejar de mirar cómo se iban desparramando, y ya no podía ni encontrar nada en medio de toda aquella carne temblona... Era horroroso, de verdad.
Bob se reía. Y él también, ahora, pero al principio no había sido fácil. Sus explicaciones, aun siendo lo más moderadas e inconcretas que pudo, y a pesar de centrarse en aspectos muy generales y nada personales de la vida en el gallinero, fueron rápidamente tergiversadas. Sus quejas se tomaron como ofensas, y pronto hubo indignados, que rápidamente se convirtieron en enemigos. No se le entendió, y se le rechazó.
Ahora estaba bien. Vivir en soledad le permitía tener paz, le permitía hacer sólo lo que le apetecía. Cada vez que ponía un disco se preguntaba cómo había podido aguantar tanto tiempo aquel sempiterno cacareo, ahora sustituido por la música, que sólo bajaba de volumen cuando recibía alguna visita.
Bob no era el único que iba a verlo. Aunque las ovejas no se solían acercar, para alivio de Henry, que no entendía cómo animales tan grandes podían ser tan anodinos, sí lo hacían algunos de los corderitos, desbordantes de una alegría que desaparecería, como siempre, en cuanto se hiciesen adultos. Con el cerdo no quería saber nada; le parecía un animal violento del que uno no podía fiarse. En cambio las vacas eran casi todas buenas amigas suyas, y había aprendido de ellas no poco de la filosofía zen que desde hacía generaciones practicaban.
- Pero tienes que reconocer, Henry, que a veces te excediste. Al fin y al cabo, eres un gallo, y era normal que de ti se esperasen ciertos comportamientos; y que, al salirte del guión, alguien se incomodase -le había dicho una de ellas, Eleanor, en cierta ocasión-. Como cuando te negaste a cantar al alba y no cumpliste tu turno.
- No, sabes que no fue exactamente así. Lo que ocurría era que no me dejaban cantar lo que yo quería. Estaba cansado del kikirikí de siempre, no creo que fuese tan raro. Tú sabes que no canto mal; no soy Pavarotti, pero sinceramente creo que
Nessun dorma me salía bastante bien, y su letra era de lo más apropiada. Pero no, claro, tenía que parecerles mal, como todo. Que había que cantar como Dios manda…
Pero, de entre todos los animales, había uno que para Henry significaba algo especial. Y si abandonar el gallinero había tenido algo malo había sido dejar de ver a diario a la gallina Martha, amiga suya desde la infancia. Martha, más resignada a su papel, menos rebelde que Henry, se había sentido herida cuando él decidió marcharse. Y sobre todo se había sentido sola.
Sin embargo, tras rehuir su encuentro durante semanas, una tarde, cuando casi todas las demás dormitaban empollando, subió hasta el árbol. E hicieron las paces.
Martha ya no era una pollita, pero Henry nunca había tenido el menor problema en cumplir como gallo con ella. Era algo que le sorprendía, porque conforme ambos iban haciéndose mayores él se daba cuenta de que había gallinas jóvenes que tenían mejor tipo y eran mucho más fogosas, y, aun así, él la prefería a las demás. De hecho, había recibido quejas acusándolo de un trato de favor hacia ella; y no había podido negar que con frecuencia se acostaban juntos antes de lo que marcaba el calendario de apareamientos. Habían hablado de ello en alguno de los escasos paseos que el ritmo de vida diario del gallinero les permitía, y ninguno de los dos se explicaba qué les ocurría. Eran amigos, sí, eran buenos amigos, ¿pero qué tenía eso que ver con aparearse?
Y, sin embargo, algo raro pasaba, porque las protestas sólo habían conseguido que sus encuentros tuviesen lugar a escondidas, pero no que disminuyeran. Y las conversaciones entre los dos se fueron haciendo cada vez más habituales y largas.
Aquella tarde en que Martha subió a su casa, ella y Henry charlaron durante horas. Se reconciliaron, él le dio explicaciones, ella las escuchó y dijo entenderlas. Y después de mucho charlar, y sin venir a cuento (Henry había dejado de ejercer hacía ya meses), acabaron en la cama. Y lo más increíble es que estuvieron toda la noche en ella, y por el medio del sexo seguían hablando, y se reían, y hubo momentos en que ella tuvo ganas de llorar, y acabaron abrazados en silencio mirando al techo, que iba reflejando ya la luz del alba (que Henry no cantó), y preguntándose qué significaba aquello.
Martha siguió visitándolo. A veces se repetía aquella primera tarde; otras, salían a pasear por caminos por los que ninguna otra gallina se había aventurado antes; o se quedaban en casa escuchando “
Martha my dear” y bailando durante horas. Se sentían contentos y se sentían como más libres; pero sobre todo se sentían raros.
Henry pensó mucho sobre ello, se pasó días enteros cavilando sentado a la puerta de su casa. Se olvidaba de la música, se olvidaba de salir a ver a Bob, y se olvidaba casi de comer. Pero por mucho que reflexionaba no entendía qué tipo de relación tenían Martha y él.
- No, Henry, claro que nadie sabe darte una explicación. Ni las vacas, ni las ovejas, ni mucho menos las gallinas o los gallos -le acabó diciendo Bob-. Pero, ¿sabes?, me pregunto si no conoceré yo a alguien que quizá te podría ayudar.
- ¿En serio? ¿Quién?
- Un perro, un primo mío ya bastante mayor, Sigmund, que lleva toda su vida viviendo en la ciudad con sus dueños humanos, sin ningún otro animal en la casa.
- Qué triste, ¿no?
- No, él dice que no, que vive muy bien y que sus dueños son amigos suyos. El caso es que, sea por esa amistad, sea por los años que lleva conviviendo con ellos, conoce muy bien a los hombres.
- Bob, no es por nada, pero yo lo que quiero es a alguien que conozca bien a las gallinas; o mejor dicho a los gallos.
- Hazme caso, que sé lo que digo. Mucho me temo que incluso yo me imagino por dónde van los tiros; pero quiero que hables con él y le cuentes lo tuyo con Martha.
Así fue, Henry y Bob viajaron a la ciudad y hablaron con Sigmund. Tuvieron una larga conversación, en la que él escuchó y escuchó, y le habló a Henry de evolución, de genética, de tendencias naturales, de economía y de hábitos adquiridos; y al final le dio su opinión.
El gallinero desbordaba actividad, como todas las mañanas cuando se acercaba la hora de la recogida de los huevos. Cada gallina limpiaba los suyos, miraba los de las vecinas, los comparaba, y comentaba qué bonitos eran y lo que se parecían a su padre. Los gallos se desperezaban cerca de la verja, esperando que abriesen para salir a estirar las piernas.
Martha, que ese día no había puesto, estaba lavándose un poco. De repente oyó que la llamaban a gritos.
- ¡Martha, Martha! -era Henry, que se acercaba por el camino, medio corriendo, medio volando. Con él venía Bob, ladrando de emoción.
Al cabo de un cuarto de hora, después de esperar un rato a que llegase el dueño y tras tener que aguantar mil y un comentarios sobre aquella desfachatez, aquellos modales, presentarse así después de haberse portado tan mal con nosotros, y con ese perro vago, habrase visto, pudo salir.
- ¿Qué pasa? ¿A qué viene todo este follón?
Henry le dio un abrazo a Bob, y se llevó a Martha lejos del gallinero para poder hablar a solas.
Cuando nadie los veía, Henry cogió un ala de Martha entre las suyas.
- Henry, ¿qué ocurre?, estás temblando.
Martha fue oficialmente expulsada. Ella y Henry se convirtieron en unos marginados, nadie los perdonó nunca. El virtuoso gallinero no podía tolerar aquella indecencia. Habían roto todas las reglas, no pensaban cumplir con su deber, habían actuado de un modo antinatural, como ninguna gallina se había comportado jamás, como ningún animal de la casa habría podido siquiera imaginar.
De vez en cuando, alguna jovencita se quedaba mirando hacia el árbol y dejaba escapar un furtivo suspiro, pero enseguida disimulaba y, dando media vuelta, se alejaba cacareando muy digna.
- ¡Amor, dicen que les diagnosticaron amor! Que se quieren. ¡Bah!"